VII
Este nacionalismo no es hostil ni aislacionista. Yrigoyen no
es un nacionalista en el sentido de las corrientes que se tipificaron en el
nacional catolicismo reaccionario. No hay en el nacionalismo yrigoyeneano una
sola expresión de xenofobia, de discriminación racial o de aislamiento
agresivo. La Nación no puede ser excluyente y enemiga de las otras Naciones. Su
personería y su calidad nacen del individuo ciudadano, y desde ese lugar se
extiende fraternamente a todos los otros pueblos: “tales son los anhelos de los
pueblos sudamericanos [...] realizándose como entidades regidas por normas
éticas tan elevadas, que su poderío no pueda ser un riesgo para la Justicia, ni
siquiera una sombra proyectada sobre la soberanía de los demás Estados”
(Discurso de Yrigoyen en el Banquete Oficial ofrecido al Presidente electo de
los Estados Unidos, Mr. Herbert Hoover, diciembre de 1928; DHY, pág. 203).
De ahí también se desprende su idea de una confederación
Universal de Libres Soberanías, armoniosas en su humanismo y en el logro de los
valores que fundamentan la soberanía interna, expandidos en el respeto y la
solidaridad con todos los hombres sagrados del mundo, y por lo tanto en todos
los pueblos sagrados del mundo. De ella nacen los principios de
autodeterminación de los pueblos y de no-intervención de los países dominantes
en los asuntos internos de cada pueblo. Los principios del nacionalismo de
Yrigoyen no se originan ni en etnias, ni en clases, ni se deducen de
religiones, sino del presupuesto básico de la sacralización de los pueblos. Es
su consecuencia lógica y coherente de una mirada supremamente humanista, de una
religión cívica, que religa y reúne a todos los hombres y a todos los pueblos
del mundo.
En este proceso de integración, la primera etapa es la
Nación, la Segunda es Latinoamérica, (aunque Yrigoyen no usa esos términos,
sino Sud América, o simplemente la América) y la tercera es el mundo. Pero esta
es una escalada que, desde luego lo sabe bien Yrigoyen, registra conflictos,
luchas y contradicciones. La igualdad entre las Naciones es un fin último,
aunque no demasiado lejano, pues hay que eliminar para ello las ideas
imperiales, las hegemonías de los países poderosos y dominantes.
La entidad sustantiva es pues la Nación, en torno a la cual
se desenvuelve toda la política. Es la culminación, el punto máximo de la
construcción de los hombres y de los pueblos. Concibe a la Nación como un
organismo complejo, constituido por elementos y valores “ideales”: su historia,
sus tradiciones, sus tendencias ideológicas, y sobre todo, sus instituciones.
Es una categoría sustantivamente histórica, que solo puede ser definida
históricamente, con atención especial a sus características sociales y a las
instituciones que se ha ido dando.
La Nación es una entidad integradora, en lo interno y en lo
externo, con todas las demás naciones, una articulación con la Humanidad. Es el
ámbito donde se realiza la marcha emancipadora del hombre-ciudadano. Y se
expresa jurídicamente en el Estado Nacional, que es integrador y participativo:
pero el Estado no es más que una forma de la Nación, cuya personería ha de manifestarse
en una hermandad de libres soberanías. La soberanía de la Nación no puede ser
hostil, sino armoniosa con todas las demás entidades emancipadoras: el
individuo, las familias, los municipios, las provincias y toda forma asociativa
natural, cuyo juego y suma se integran en la Nación.
En su conjunción armonizadora, finalmente, se conforma
la comunidad de naciones, una suerte de confederación internacional de libres e
iguales soberanías. En esa red asociativa, que parte del hombre, como
individuo, medio y fin en sí mismo, sagrado para los demás hombres, su
inclusión colectiva se sacraliza en los pueblos. La sacralidad se despliega, en
lo social y espiritual, en los pueblos-naciones, no en los gobiernos ni en los
Estados, cuya ontología es derivada y secundaria, puramente instrumental. La
democracia, consecuencia inevitable de la armonía emancipadora del individuo,
es la forma única e irremplazable con que se reviste la Nación: “Los principios
democráticos incorporados a las constituciones de nuestros pueblos, fueron
conquistas de la filosofía política traducida en la realidad del derecho
público, que renovaron los fundamentos de la ciencia del gobierno, haciendo
reposar la autoridad del Estado sobre el consentimiento espontáneo de las
entidades organizadas bajo los auspicios de la Igualdad” (Discurso de Despedida
al Presidente electo de Estados Unidos, del 22 de diciembre de 1928; DHY,
pág.205).