II
Desde el punto de vista de la historia de las ideas
políticas y de la filosofía social en Latinoamérica, Yrigoyen es el político
krausista por excelencia y el ejemplo más característico de esa corriente
reformista y democrática. Su pensamiento y los modos de su conducta pública y
privada, su personalidad y, en fin, su estilo humano, tienen los rasgos, en
forma y sustancia, del krausismo como filosofía ética y modalidad de vida, tal
cual se desenvolvió en la España del Siglo XIX. “Los krausistas vestían
sobriamente, por lo común de negro, y componían el semblante, pareciendo
impasible y severo; caminando con aire ensimismado, cultivaban la taciturnidad;
y cuando hablaban, lo hacían con voz queda y pausada, sazonando sus frases con
expresiones sentenciosas, a menudo obscuras; rehuían las diversiones frívolas y
frecuentaban poco los cafés y los teatros” escribe José López Morillas (El
krausismo español, pág. 54-55).
Pero más allá de estos rasgos exteriores,
que parecen pintar la figura del “Peludo”, como lo llamaban a Yrigoyen sus
contemporáneos, el krausismo fue sobre todo, dice el mismo López Morillas en el
libro citado, un “estilo de vida, una cierta manera de preocuparse por la vida
y ocuparse de ella, de pensarla y de vivirla” (pág. 208).
Pero la gran vocación de Yrigoyen no es la contemplación
filosófica, la escritura de tratados o ensayos, ni la ensoñación teórica
alejada de la vida real. Es la política, como pensamiento conducente, y sobre
todo la política como práctica. Ese proyecto político, que lo absorbe durante
toda su trayectoria vital, no se limita ni se guía para adquirir, acrecentar o
permanecer en el “poder” - palabra excluida del lenguaje yrigoyeneano-. Se
funda, en todo caso, en una suerte de panteísmo democrático participativo, en
la que el pueblo, conjugación armoniosa de individuos-ciudadanos libres, se
gobierna a sí mismo completando su plena soberanía.
La dedicación política yrigoyeneana se asimila al
apostolado, concebido como civismo de pedagogía social. Cuando sale de su
recogimiento, en el período de peculiar monasticismo laico de los años ochenta,
Yrigoyen define esa actitud: “Hace veinte años, salí de mi recogimiento a la
convocatoria de la opinión pública nacional, y desde entonces, no me ha dado
volver todavía a la normalidad y a la regularidad de mi vida”
(segunda Carta a Pedro C. Molina, DHY, pág.89, en noviembre de 1909). De
hecho, su existencia prosigue estrictamente en los hechos con una consistencia
infrecuente ese camino de “sacrificio”, en el que “se confunde su autonomía con
la de los demás, asumiendo y aceptando juicios y responsabilidades comunes”
según el mismo lo confiesa en el mismo documento (pág.89).
Esa consagración a una “causa” emancipadora, de
trascendencia ética, es conscientemente un camino a la autorrealización de su
personalidad, a través de un intenso cuestionamiento interno, de reflexión
racional y maduración conceptual. En los recogimientos “acentuados se forma el
justo y levantado criterio, libre de todo perjuicio, y se acumulan las fuerzas
morales y reales, que venciendo todos los obstáculos, concluyen por implantar
transiciones superiores.” escribe Yrigoyen en la Primera Carta a Pedro C.
Molina (DHY, pág. 81). Así se va conformando naturalmente en los
ejercicios de autodisciplina, una vocación política misional, o mejor,
utilizando palabras de Yrigoyen, de “superior iluminación apostolar” (DHY pág.
79).
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