sábado, 29 de junio de 2013

LA CIUDAD EN TIEMPOS DE LAS INVASIONES INGLESAS




“A partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata, Buenos Aires, su capital, se convierte en escenario de grandes transformaciones.

En franca competencia con la capital limeña, y movidos por un espíritu de progreso, los últimos virreyes procuran su embellecimiento, mejorar sus servicios y legitimar su estratégica posición de cara al mar para reafirmarla como centro comercial del Atlántico, situación que, por otra parte, supo aprovechar para
burlar el monopolio y desarrollar el contrabando.

Una ciudad dividida en cuadras, sin empedrado, y cruzada por riachos complicaba la vida del porteño los días de lluvia, una vida despojada de comodidades pero sin mayores sobresaltos, alterada cada tanto por alguna plaga de insectos, la coronación de algún monarca o las festividades religiosas.

Había algunas pocas casas de altos, pertenecientes a las familias más acomodadas, que dejaban oír la música y los bailes de sus tertulias a través de sus ventanas. De los edificios públicos se destacaba el Cabildo. Rigiendo el ritmo de la ciudad, concentraba su mirada en la plaza Mayor, eje del bullicio y de la actividad política y comercial.
Y asomando entre la chatura de las construcciones, las cúpulas de las iglesias, anunciaban al viajero el profundo espíritu religioso de su población.

Como un buen síntoma de su crecimiento, al comenzar el siglo XIX Buenos Aires contaba con casi 40.000 almas, entre españoles y criollos, blancos, negros, indios y mulatos.
Sin embargo, la llegada de los ingleses en 1806 pondrá en evidencia los conflictos internos de la ciudad, por un lado, el grupo de comerciantes españoles amparados por el monopolio vigente, y la ineptitud de la burocracia imperial para responder a una situación de crisis, por el otro, el surgimiento de un nuevo
grupo de poder encabezado por los criollos que se disponen a organizar las milicias urbanas para su defensa”.

Catálogo de la muestra documental Reconquista y Defensa de Buenos Aires 1806-1807, año 2001.



Tren a Las Nubes (Vapor - Ferrocarriles Argentinos)



Tren a las Nubes de Ferrocarriles Argentinos 1970, Documental en colores de Ferrocarriles Argentinos, del famoso tren que trepa las nubes, llegando hasta la localidad Argentina de Socompa, en el limite con la Republica de Chile.

miércoles, 26 de junio de 2013

“EL ORGULLO DE BUENOS AIRES”


“El pueblo de Buenos Aires se enorgulleció mucho de (...) haber superado el mayor desafío de la historia de la ciudad. Frente a la amenaza británica, años de riña por los problemas del comercio cedieron ante la marea de un sentimiento patriótico rayano en la pasión de una cruzada religiosa.(...)Las invasiones británicas de 1806-1807 echaron por tierra la administración española. El ejército regular había sido derrotado por Popham y Beresford. El
virrey había huido y poco después fue depuesto. La victoria había sido conseguida por Álzaga, el Cabildo y una milicia irregular ad hoc de 8000 hombres que había sido creada entre la
derrota de Beresford y la llegada de Whitelocke.
La milicia había sido formada por Santiago de Liniers, un marino francés empleado en la armada española, y estaba formada en gran medida por gente común dividida en regimientos separados de criollos, negros y españoles. En 1807, a la espera de la llegada de un sucesor permanente al deshonrado Sobremonte, Liniers se convirtió en virrey interino, y con su ejército, Álzaga y el Cabildo gobernaron Buenos Aires.”
Rock, David, Argentina 1516-1987. Desde la colonización española hasta Raúl Alfonsín, Buenos Aires, Alianza, 1989,
pp. 112-113.

La Asombrosa Excursión de Zamba en las Invasiones Inglesas

martes, 25 de junio de 2013

ALEXANDER GILLESPIE



Fue un Capitán del Ejército británico que llegó con la primera invasión inglesa al Río de la Plata en 1806. Durante la ocupación de la ciudad fue “Comisario de Prisioneros” y tomó contacto con intelectuales de la ciudad. Escribió un relato sobre la primera invasión en donde muestra las costumbres del Río de la Plata y recoge expresiones de la opinión pública en los momentos
previos a la Revolución de Mayo. Sus observaciones se transformaron en fuentes de enorme valor acerca de los hechos de los que fue testigo y protagonista. Al producirse la Reconquista fue confinado a San Antonio de Areco y a Calamuchita, donde pudo recoger impresiones sobre las provincias que fueron volcados en su obra Buenos Aires y el interior.
“A partir del 12 de agosto, podemos dar esa fecha como origen de su carácter militar, empezaron los criollos a conocer su propia importancia y su poder como pueblo, y aunque tengan pocos motivos para regocijarse por el triunfo sobre nada más que un regimiento efectivo, no obstante, el resultado les infundió una confianza general en sí mismos, un nuevo espíritu caballeresco entre todos y una consciencia de que eran no solamente iguales en valentía, sino superiores en número a esas legiones más regulares con que habían cooperado, y por las cuales hasta aquí habían sido mantenidos en sujeción tan largo tiempo”.
Gillespie, Alexander, Buenos Aires y el Interior, Buenos Aires, El elefante blanco, 2000.
http://www.buenosaires.gob.ar/areas/cultura/invasiones/cronista54.pdf

lunes, 24 de junio de 2013

¿Qué Hubiera Pasado? Invasiones Inglesas

De las Invasiones Inglesas a La Primera Junta

La traición de John Halsted Coe - parte 4


Es sancionada la Constitución Federal

Ya se había sancionado en Santa Fe la Constitución Nacional y el 25 de ese mes de mayo Urquiza decretó que se tuviera por ley fundamental “en todo el territorio de la Confederación Argentina la Constitución Federal sancionada por el Congreso Constituyente el día primero del presente mes de mayo”.  La prudencia aconsejada por el Congreso había obligado a Lagos a mantenerse relativamente inactivo para posibilitar un entendimiento pacífico con Buenos Aires, a fin de que éste ingresara en la órbita de la Confederación.

Comienza la traición

Empero, el 18 de junio el paylevot “Rayo” y un bergantín de la escuadra confederada se pasan a Buenos Aires.  Y dos días más tarde el resto de los buques, con Coe a la cabeza, entran al puerto abandonando la causa de la Confederación.  ¿Qué había ocurrido? ¿Es que John Halsted Coe había abrazado la causa porteña?  Suponerlo sería hacerle demasiado honor.  En realidad, el mercenario había aceptado el ofrecimiento formulado por el gobierno de la ciudad, equivalente a dos millones de pesos, curiosamente la misma cantidad votada días antes por la Legislatura porteña.  Su antigua vocación de corsario había aflorado ante la seducción del oro.  ¿Y quién dispuso que se le hiciera llegar a Coe el dinero de la traición?  Pues nada menos que el general José María Paz, el mismo que había encarecido poco antes la gloria de quienes no traicionan “por un puñado de oro las nobles aspiraciones de guerrero….”.

Este hecho, “uno de los más viles que registra la historia política y militar argentina” (José L. Busaniche), fue consumado casi públicamente.  Con los dos millones de pesos papel emitidos por el gobierno de Buenos Aires, un emisario porteño viajó a Montevideo para comprar las onzas de oro exigidas por Coe para ejecutar su traición.  El mercenario no quería dinero en papel sino en sonoras y contantes onzas….  “El negocio se redondeó por la suma de cinco mil onzas de oro.  El día 20 de junio Coe envió en el “Enigma” al comandante Turner para comunicarle al gobierno de la plaza que ponía a sus órdenes toda la escuadra, como en efecto la puso, entrando a balizas interiores los vapores “Correo”, “Merced” y “Constitución” y los barcos de vela “Maipú” y “Once de Setiembre”.  Multitud de funcionarios públicos y grandes grupos de curiosos presenciaron esta victoria del dinero sobre el frágil decoro de los oficiales extranjeros, mientras que los jefes inmediatos de esos barcos, señores Mariano, Bartolomé y José María Cordero, Augusto Laserre, Santiago Maurice y otros, después de inútil resistencia, hacían uso de sus armas para defender sus vidas y alejarse de esos barcos donde habían combatido con honor….” (Adolfo Saldías).

Los marinos argentinos que servían a la Confederación se alejaron con repugnancia de ese sucio negociado, que ignoraron hasta que su beneficiario lo llevó a cabo.  Ellos salvaron el honor de la incipiente armada nacional, mientras Coe, al día siguiente de haber entregado los buques que le confiara Urquiza, pasaba a la corbeta norteamericana “Jamestown” –con un pesado y valioso equipaje, indudablemente-, que lo trasladaría a su país natal.

Los baúles infernales

Días antes, había ocurrido un extraño episodio.  El 7 de junio Coe había recibido en el buque insignia dos baúles, de común apariencia, acompañados por una carta firmada por Bernardo G. Balcarce, su cuñado.  Pero dichos baúles contenían pólvora y un mecanismo de mechas fosfóricas: en una palabra, se trataba de una “máquina infernal” que no explotó por pura casualidad….  Al informar  de este hecho a Urquiza el marino yanqui aseguraba que de haber funcionado el aparato “no sólo habría volado el buque “Correo” con todo cuanto tiene y su tripulación, sino que igual suerte habrían tenido todos los buques que están cercanos”.

¿Quién envió a Coe la máquina infernal días antes de su traición?  Balcarce negó terminantemente haber firmado la carta que acompañaba el peligroso presente: “V. sabe, estimado pariente, –le escribía en una carta que el 26 de junio hizo pública “El Nacional”- a quién fue confiada la misión de entenderse con V. sobre la devolución de nuestra escuadra.  Yo estaba en los pormenores de todo y también de la decisión de V. de ponerse a las órdenes del Gobierno con toda ella.  Esta firme resolución de V. data desde más de un mes a esta parte…”  Por consiguiente, Balcarce nada tuvo que ver con los baúles explosivos.  ¿Quién entonces?  La prensa porteña acusó a Urquiza de haber sido el autor de la maquinación para deshacerse de Coe, de quien ya desconfiaría.  Pero  ¿no hubiera sido mucho más sencillo y seguro para Urquiza, si ya no confiaba en su almirante, destituirlo, hacerlo detener o mandarlo llamar, sin necesidad de apelar a un recurso tan rocambolesco como el de la caja explosiva?  Nos inclinamos a creer que este episodio fue un invento del propio Coe para justificar una traición que, según acredita la carta de su pariente, llevaba ya un mes de tramitaciones.  Aunque tampoco sería caviloso pensar que algunos nada escrupulosos defensores de Buenos Aires pudieron haber recurrido a ese extremo para terminar con un bloqueo que ya resultaba asfixiante.  Ya lo había dicho por medio de su prensa: “La dominación del río importa el triunfo completo sobre el enemigo…”  Al fin de cuentas, el crimen político era para algunos porteños un recurso de guerra perfectamente legítimo: ¿el hijo de Valentín Alsina no se había juramentado para asesinar a Urquiza en la logia Juan-Juan?  ¿No eran estos mismos viejos unitarios, dueños ahora del poder porteño, los que diez años antes, en Montevideo, habían aplaudido a Rivera Indarte al mandar éste una máquina infernal a Rosas, que tampoco estalló?  ¿No aprobarían en 1856 la inicua matanza de Villamayor?  ¿O el asesinato de Virasoro en San Juan?  ¿Y el del Chacho en La Rioja, en 1863?.

Pasiones al rojo vivo, excesos de una época y de unos hechos que el país vería llegar, después, tantas veces, con otros nombres….  Pero este oscuro asunto de los baúles infernales, recibidos o no por Coe, nos interesa porque dio motivo a una orden del día, fechada el 15 de junio por Urquiza, que resulta casi cómica: “Un nuevo crimen, alevoso y atroz, ha sido cometido por nuestros enemigos.  Pero abortado como todos los que han perpetrado para vencernos, solo ha servido para poner en su frente el sello de la infamia.  En sus innobles y torpes intrigas, como en los campos de batalla, no encuentran sino derrotas y vergüenza.  Lograron poner a bordo de nuestra Escuadra una máquina infernal, destinada a hacer volar los buques nacionales, y matar alevosamente a los valientes marinos, a quienes no han podido ni corromper ni vencer….”.  Cinco días más tarde, el mercenario entregaba su flota a Buenos Aires…. Urquiza había vuelto a equivocarse.  Desgraciadamente para su país, ésa no era la primera vez.  Ni sería la última….

Años más tarde, en 1864, John Halsted Coe moría oscuramente en Buenos Aires.  Mitre ya era presidente y el nombre del traidor constituía solamente un recuerdo, tal vez un poco molesto, que no convenía refrescar….

Barroca, Jorge – La traición se llamaba Coe.
Efemérides -  Patricios de Vuelta de Obligado
Levene, Ricardo – Nociones de Historia Argentina.
Saldías, Adolfo – Un siglo de instituciones.
Todo es Historia – Año I, Nº 4, Agosto 1967.



domingo, 23 de junio de 2013

La traición de John Halsted Coe - parte 3



Juan Halsted Coe

Mientras el Congreso General Constituyente sesionaba, Urquiza no deseaba forzar, militarmente, la situación en Buenos Aires.  Lagos mantenía el sitio por tierra y una escuadra, enviada por aquél, y al mando del coronel norteamericano Juan Halsted Coe, vigilaba la ciudad desde la llanura cobriza del río.

¿Quién era Coe?  Un típico mercenario, capaz de poner su aptitud técnica al servicio de quien  mejor le pagara.  Su vinculación con estas provincias databa de la época de la guerra contra Brasil.  Nacido en Springfield, Estados Unidos, en 1806, Coe había ofrecido sus servicios a Brown cuando éste se encontraba empeñado en formar una escuadra que pudiera contrarrestar, siquiera en parte, el bloqueo impuesto a nuestras costas por la armada imperial brasileña.  Al mando de la “Sarandí”, el capitán Coe logró desempeñarse algo más que discretamente; tanto que el almirante Brown le confió posteriormente el mando de una fuerza que debía hostilizar el tráfico de las costas del Brasil.

En sus “Memorias”, el bravo irlandés reconoce que fue criticado por otorgar esa responsabilidad a un recién llegado como Coe.  Más tarde, el marino yanqui aprovechó las alternativas de la guerra civil para servir en uno u otro bando, de acuerdo con sus conveniencias.  En 1835 Rosas lo separó de todo mando militar y entonces Coe se dirigió a la Banda Oriental, donde Fructuoso Rivera lo empleó como jefe de su escuadra.  En 1841 volvió al servicio de Rosas, pero en los últimos años de éste ya Coe no tenía mando efectivo alguno.  Había tenido la suerte –o la habilidad- de entroncar por casamiento con una de las  principales familias de Buenos Aires, los Balcarce, lo que le permitió vinculaciones sociales que favorecieron siempre sus diversas transiciones.

Cuando Urquiza comprendió que la derrota de Buenos Aires radicaba en la efectividad que se pudiera dar al bloqueo de la ciudad, designó a Coe jefe de la escuadra confederada.  El yanqui era experto y podía hacer bien su papel.

La prensa porteña machacaba insistentemente sobre la necesidad de robustecer la defensa de la ciudad.  Logró que algunas colectividades extranjeras –italianos y españoles- constituyeran cuerpos militares, denominados Legiones.  Pero sostenía que “…los recursos que se han tocado con referencia a la Escuadra Nacional no están en proporción con lo que ha debido hacerse…. ¡Qué importa el sacrificio de algunos millones empleados en la compra de vapores!… La dominación del río importa el triunfo completo sobre el enemigo” (“El Nacional”, 18 de abril).  Recordemos esta afirmación sobre la importancia que los unitarios daban a la necesidad de liberarse del bloqueo de la escuadra comandada por Coe.

Primer enfrentamiento de las escuadras

El primer encuentro serio de los buques de la Confederación con los capitaneados por Florencio Zurowsky, jefe de las naves porteñas, cerca de Martín García, fue desalentador para Buenos Aires.  Los buques confederados mejor equipados eran el “Correo”, el “Enigma”, “Fama” y “Maipú”.  Entre los locales estaba el “Buenos Aires”, a quien hacía poco le habían cambiado su nombre original: “Manuelita”.

Al contestar el informe que Zurowsky le envió sobre el combate naval, el general Paz, jefe por entonces de todas las fuerzas porteñas, expresaba en una nota fechada el 24 de abril: “El Gobierno ha visto con pesar que el éxito no ha correspondido a nuestros marinos, pero le queda la satisfacción como debe quedarle a V.S.  y a los valientes que tiene a sus órdenes, que el honor de nuestra bandera ha quedado sin mancha y el de nuestras armas bien puesto”.  Y agregaba este párrafo: “El (honor) no será empañado por la traición y cobardía de unos pocos, que prefiriendo un puñado de oro a nobles aspiraciones de un guerrero, renuncian para siempre a la verdadera gloria para arrastrarse durante toda su vida con deshonor e ignominia…” (“El Nacional”, 25 de abril de 1853).

Ya formalmente declarado el bloqueo de Buenos Aires por parte de la escuadra de Urquiza, el 17 de mayo la Sala de Representantes comunicó al Poder Ejecutivo provincial que había sancionado con fuerza de ley que “…la Casa de Moneda emitirá a la circulación y entregará al Gobierno para los gastos de la administración pública diez millones de pesos moneda corriente de cuya inversión el Gobierno pasará cuenta en su oportunidad; se autoriza al Gobierno para tomar de la Caja de Crédito Público dos millones de pesos, que existen en letras de receptoría, pertenecientes al fondo amortizante….”, etc.  Curiosa generosidad….

La traición de John Halsted Coe - parte 2


 Acuerdo de San Nicolás

A pesar de todos los problemas que se le presentaban, Urquiza logró que los gobernadores firmaran, el 31 de mayo, el famoso Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos.  La Legislatura de Buenos Aires, dominada por Alsina y Mitre, condenó ese documento, sobre todo porque una de sus cláusulas consideraba a todas las provincias en igualdad de condiciones para elegir los diputados cada una al Congreso General Constituyente que habría de convocarse.

La presión provocó la renuncia de Vicente López y la Sala de Representantes se apresuró a reemplazarlo con su presidente, el general Pinto.  Urquiza reaccionó disolviendo la Legislatura para “salvar a la patria de la demagogia, después de haberla salvado de la tiranía”; asumió el poder en la provincia y tras haber nacionalizado las aduanas (22 de agosto) se dedicó a la preparación del Congreso Constituyente.  El 4 de setiembre delegó el mando en el general Galán y se trasladó a Santa Fe con aquel fin.  Su ausencia fue aprovechada por los unitarios, quienes en la noche del 10 al 11 de setiembre dieron un golpe de estado: designaron a Valentín Alsina gobernador propietario de la provincia y a Mitre, por supuesto, integrante del gabinete.

Vale la pena recordar una de las  primeras leyes de Alsina: establecía que “la provincia de Buenos Aires no reconoce ni reconocerá ningún acto de los diputados de Santa Fe como emanados de una autoridad nacional convocada e instalada debidamente”.  En otras palabras: Buenos Aires rompía formalmente con la Confederación y adoptaba el carácter de estado independiente.  El sueño de algunos unitarios: la república propia…  Enseguida, los separatistas armaron un ejército para invadir Entre Ríos a las órdenes de Hornos y de Madariaga.  Levene, admite que “las miras del gobernador Alsina eran las de debilitar el poder de Urquiza y estorbar la reunión del Congreso de Santa Fe”.

Llamado al servicio de las armas

Parece que no resultó tan fácil armar el ejército de Buenos Aires, a pesar de la prédica de su prensa.  El 14 de setiembre, Bartolomé Mitre, en su carácter de comandante en jefe de la Guardia Nacional de Buenos Aires, prevenía “a todos los ciudadanos que no hubieren acudido al primer llamamiento, se presenten en el término de veinticuatro horas a la Mayoría de la Guardia Nacional”.  Y al día siguiente volvía a dirigirse a los ciudadanos llamados por la ley al servicio de las armas: “Los cobardes que no respondan a este llamamiento merecerían ser marcados con un hierro candente en medio del rostro para conservar eternamente el sello innoble del esclavo…”  (Diario “El Nacional”, 15 de setiembre de 1852).  Y por si las amenazas no alcanzaban a convencer acerca de la necesidad de apoyar el golpe de estado, la Legislatura digitada acordó, el 16 de setiembre, autorizar al Gobierno para que distribuyera “inmediatamente, en forma de premio, el equivalente de un año de sueldos a todos los jefes, oficiales y tropa que se han pronunciado por la causa legal de la provincia”.

Todo fue inútil.  Ricardo López Jordán se encargó, en Concepción del Uruguay, de destruir con sus paisanos no solo a las columnas de Hornos y de Madariaga, sino también las ilusiones del unitarismo de impedir el Congreso.

El 1º de diciembre de ese mismo año 52, el general Hilario Lagos levantó, en Luján, la bandera de la unidad de todos los argentinos.  Con el apoyo “del gauchaje federal, de la plebe rosista y de las más distinguidas figuras de Buenos Aires con visión nacional”, comenzó el sitio de Buenos Aires para reincorporarla a la Confederación.

Es de imaginar la confusión y el desconcierto que esta nueva situación debió provocar en la ciudad.  Las autoridades surgidas del golpe de estado del 11 de setiembre calificaron a Lagos y a sus jefes de “cabecillas de un motín” y establecieron, entre otras cosas, que “los empleados públicos que no estuviesen enrolados en la Guardia Nacional quedan separados de sus empleos, sin perjuicio de sufrir las demás penas establecidas”.  Había que reclutar gente para defender “el comercio y la libertad de esta joya del Atlántico”.  Y para estimular el comportamiento de los jóvenes de la sociedad porteña en las filas de la Guardia Nacional, “El Nacional” del 19 de enero de 1853 publicó un supuesto boletín de un soldado bonaerense que se decía enrolado en el ejército de la campaña que iba a avanzar sobre el cerco de Lagos.  Creemos que se trata de una composición de Hilario Ascasubi, hecha de encargo para ensalzar el valor de los porteños “leidos” metidos a soldados.  Dice así:

Boletín de Rufo Carmona
En el Ejército del Sud
Señora Doña Belén Rocamora

Campamento General en el paso del Venao.
A trece del mes de Enero del año que ha principiao.

Querida esposa:
Por Pedro Pablo Galú,
y por tu carta también,
ayer supe, mi Belén,
que andás guapa en la ciudá
y en teniendo vos salú
y yo sable y tercerola,
dejá que corra la bola,
que lo que ha de ser será.
Ahora, tocante a tu apuro
porque vamos de una vez,
conozco que no debés
tener un subsidio tal.
Porque el pueblo esta siguro.
sigún dice Pedro Pablo,
no le recula al diablo
esa Guardia Nacional.
¡La gran pu… nta en la mozada
que ha salido de mi flor!
Con toda el agua de olor
que usaba y tanta golilla,
¡Barajo!, en esta patriada
caliente se ha destapao
y tiro a tiro ha mostrao
lo que vale un cajetilla.

Tu esposo
Rufo Carmona

sábado, 22 de junio de 2013

La traición de John Halsted Coe - parte 1


Coronel de marina John Halsted Coe (1806-1864)

Mientras el buque de guerra inglés “Conflict” dejaba atrás aquel verano porteño de 1852 llevando a Juan Manuel de Rosas hacia el largo invierno del destierro, Justo José de Urquiza instalado en la propia casa del Restaurador en Palermo, empezaba a darse cuenta de otro “conflicto”: el que surgía a su alrededor a medida que los unitarios iban  desnudando sus intenciones.  Solo entonces vio qué entendían los unitarios por reorganización nacional.

La supuesta aristocracia intelectual de los proscriptos –en la cual hacía esfuerzos por sobresalir la arrogante figura del coronel Bartolomé Mitre- cerró la guardia cuando el caudillo entrerriano, al día siguiente de Caseros, designó gobernador provisorio a Vicente López y Planes, un hombre correcto, serio, prestigiado por su autoría del Himno Nacional, que había actuado en el gobierno de don Juan Manuel.  El doctor Ramón J. Cárcano, insospechable de “rosismo”,  en su obra sobre estos sucesos, ponderaría este nombramiento como una prueba de la preocupación de Urquiza por restablecer la función regular de los organismos de gobierno.

Sin embargo, la “inteligencia” porteña, obcecada por un localismo subestimador del resto del país, no consideró esa designación como favorable a sus intereses.  Pero tampoco perdió tiempo y logró ubicar en la cartera de Gobierno a Valentín Alsina, arquetipo del porteño “letrado”, y en connivencia con algunos antiguos rosistas -alianza accidental determinada por coincidencia de intereses- comenzó a hostilizar a Urquiza.  El “conflict” estaba entre nosotros.  En una proclama fechada el 21 de febrero, Urquiza condenó “las pasiones mezquinas”, y al analizar a los partidos que actuaron hasta Caseros, expresaba: “Los díscolos se pusieron en choque con el poder de la opinión pública.  Hoy asoman la cabeza, y después de tantos desengaños, de tanta sangre, se empeñan en hacerse acreedores al renombre odioso de salvajes unitarios y con inaudita impavidez reclaman la herencia de una revolución que no les pertenece, de una patria cuyo sosiego perturbaron, cuya independencia comprometieron y cuya libertad sacrificaron con su ambición”.

Afloradas las posiciones, el unitarismo trató de malquistar a los habitantes de Buenos Aires contra ese caudillo provinciano de galera con cintilla punzó que “pretendía imponer a la ciudad y a la provincia el arbitrio de su voluntad”.  Ese era el argumento para masificar la oposición.  En el fondo, Urquiza encarnaba los intereses del litoral, de todo el interior, al aspirar a la capitalización de Buenos Aires y a la nacionalización de la Aduana.  De concretarse esas ambiciones, la ciudad-pueblo perdería su tradicional predominio económico y político.  Además, para el partido unitario, que consideraba extranjeros a los nacidos en provincias, Urquiza representaba la intromisión del salvajismo en el propio seno de la urbe, en los salones donde se respiraba el dulce veneno del refinamiento ultramarino.  Y esa presencia dolía “a la sensibilidad porteña, al menos en los sectores de prominente actuación política y social” (Hipólito Noriega).

El partido de los antiguos proscriptos, que habían utilizado a Urquiza para eliminar a Rosas, creía poder retrotraer la situación a los días rivadavianos, sin importarle la posibilidad de que volviera a desangrarse el país en los odios feroces de una nueva guerra civil.  Los federales, en cambio, invocaban el Pacto Federal de 1831 como punto de partida básico para convocar a un congreso que fijara las atribuciones inherentes al Poder Ejecutivo nacional y las de los gobiernos de provincia.

Discovery Channel - Documental - Argentina Colapso 2001

viernes, 21 de junio de 2013

Batalla de Puente Alsina - parte 2


La Guardia Provincial de Santa Fe, al mando del comandante Vázquez, estaba ya en el puente.  Las fuerzas porteñas se acercaron al mismo punto y estalló el combate.  Por más de una hora se enfrentaron a corta distancia de cien, doscientos metros, los dos ejércitos.  “En medio del fuego del cañón, las infanterías entraron en choque.  El batallón de Vázquez avanzó sobre los demás, siendo recibido por el batallón de San Nicolás, que se entreveró con él”.  Según la misma crónica de “El Porteño”, la pelea fue sangrienta, cuerpo a cuerpo.  Ya antes, habían entrado en acción el Guardia Provincial de Buenos Aires y el batallón de Mercedes, mientras que e 1º de Línea venía en auxilio de los santafecinos, quienes habían perdido su bandera en manos porteñas.  “Después de dos horas de combate encarnizado”, y con la carga a bayoneta, ordenada por Racedo, la batalla alcanzó su momento más sangriento.  Muchos cayeron en la acción; entre ellos, el comandante Vázquez, herido de muerte por un proyectil de metralla.  Hombres y caballos se desplomaban sobre el puente.  “Los cadáveres (de los soldados) alfombraban materialmente aquella tierra barrida por el cañón y la metralla”, cuenta Basabilbaso.
Despuntaba el amanecer con ambas fuerzas disputándose el control del puente.  A partir de este punto, las crónicas difieren.  Según los porteños, los nacionales finalmente se retiraron para reorganizar sus huestes y el puente quedó en manos de los hombres de Arias, quienes lo despejaban llevándose a los heridos y arrojando cuerpos de animales y de soldados al río.  Según Racedo, “los cuatro batallones que sostenían el Puente (cumplieron la orden de cargar a la bayoneta) con tanto valor y resolución que el enemigo operó su retirada hacia los Corrales”.  Sin embargo, esa “retirada” no se concretó sino más tarde y por órdenes superiores, de manera que hasta entonces los nacionales habían permanecido del lado sur.
Del lado norte, mientras tanto, a Vázquez lo recogieron los de la Guardia Provincial.  Su jefe, Martín Díaz, lo hizo transportar a la pulpería La Blanqueada, donde rato antes el mismo Díaz había estado tomando mate y esperando.  Allí, sobre el mostrador, cuenta Julio Costa, testigo de la escena: “le pusimos su espada y un crucifijo en las manos cruzadas sobre el pecho, lo alumbramos con cuatro velitas de baño y todos los presentes nos arrodillamos alrededor”.  Era un homenaje a un enemigo al que todos reconocían su valor y su temeridad en la acción.
Algo después Arias entró también en el almacén.  El mismo Costa, ayudante del jefe del Estado Mayor coronel Garmendia, traía una carta de éste para el comandante Díaz, con consejos para Arias. 
“Le ruego –escribía Garmendia a Díaz- (…) le diga lo siguiente: Que nadie es más celoso que yo de su gloria militar y por lo tanto le aconsejo como su mejor amigo, que esta noche mismo se reconcentre en los corrales, apoyando su derecha en esa altura y su izquierda si quiere en las lomas que corren hacia la Convalescencia (…)  Que interne su caballería en la ciudad, que mañana será tal vez tarde, porque será indudablemente atacado por su retaguardia y flancos por las fuerzas combinadas de la Chacarita y Levalle”.
También volvía de la ciudad el mayor Rivera, a quien el propio Arias había enviado esa madrugada para dar aviso del ataque al jefe Campos y al ministro Gainza.  Y traía instrucciones precisas: debían reconcentrarse en la ciudad.  Arias, sin embargo, se resistía.  “¿Cómo quieren que me retire si vengo triunfante, a pesar de todo, desde Olivera…?  ¿Qué voy a hacer en la ciudad, donde mis pobres gauchos no tendrán ni carne para ellos ni pasto para sus caballos?  Yo no se defender trincheras, apenas se tomarlas.  A la muerte lenta del sitio, prefiero los cañones de la Chacarita.  Aquí estoy y aquí me quedo.  ¡Viva Buenos Aires!”.  Esa fue, según Julio Costa, la respuesta que llevó a Garmendia.  Díaz, por su parte, contaba que ante sus reservas, Arias le había dicho: “No tenga cuidado hemos de salir bien”.
Los regimientos de caballería fueron, sin embargo, enviados para el centro de la ciudad, pues no tenían armamentos suficientes ni podían servir para el combate en ese terreno.  Para las siete de la mañana, el campamento había sido evacuado y sólo quedaban las carpas vacías.  Las tropas porteñas, a las que se sumó el batallón 2º Resistencia que venía de la ciudad, se movieron hacia el este, concentradas todavía junto al Riachuelo.  Arias se había ubicado en una casa de altos en la esquina de la calle de la Arena con la que servía de límite a la capital (actuales Almafuerte y Sáenz) para observar los movimientos de los nacionales.  Estos procedían a cruzar el río y avanzaban sobre el campamento abandonado, mientras los cañones seguían tronando.  El comando porteño reiteraba entonces la orden de repliegue, y finalmente Arias tomaba por la de la Arena hacia la meseta de los corrales, con todo su ejército, bajo el fuego de la artillería nacional.

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Sabato, Hilda – Buenos Aires en Armas, la revolución de 1880, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires (2008).

Batalla de Puente Alsina - 1



 


Antiguo Puente Alsina sobre el Riachuelo.
La noche llegaba tensa a Buenos Aires el 20 de junio de 1880.  La ciudad había resistido el primer avance de las tropas nacionales, pero todos sabían que no sería el último.  En el campamento de José Inocencio Arias, los fogones se apagaban y los hombres se echaban, intranquilos, a descansar.  A las diez de la noche, el coronel había recibido un mensaje del ministro Martín de Gainza: “Por varios conductos que no doy mucha importancia, se me dice que esta madrugada será usted atacado”, y agregaba: “(no lo creo)”.  Pero en el campamento, cuenta Basabilbaso, los jefes estaban alertas; mandaron avanzadas en varias direcciones y una guardia de caballería se apostó sobre el propio puente.  Hacía frío y el cielo estaba claro, alumbrado por una invernal luz de luna.
A las cuatro de la madrugada, cuando ya se anunciaba el toque de diana, llegaba al detall un jinete agitado para avisar que se venía el enemigo.  No había terminado el soldado de dar la noticia cuando se escucharon los estruendos de la artillería y las descargas de la fusilería de los nacionales, que estaban encima.  Era el coronel Racedo, con su división de línea, que había marchado toda la noche desde Flores haciendo un rodeo para llegar por el sur al Puente Alsina, a las puertas de la ciudad.  Cubriría así a la división que, al mando del comandante Bosch, trataría de unirse a las fuerzas de Levalle, apostadas en Lomas de Zamora, para entrar todos a Buenos Aires.  Eran en total 4.200 hombres, que incluían cuerpos de línea y guardias nacionales de Santa Fe, Buenos Aires y Córdoba.  Para reforzar la posición de Racedo, se apostaron del lado norte del río, en el sitio conocido como la Pólvora de Flores, las fuerzas al mando del coronel Manuel Campos, compuestas por el Regimiento 1º de Línea, el 10º de Caballería, el Batallón 1º de voluntarios, al mando del comandante Marcos Paz, y la artillería con dos cañones que pronto empezaron a hacer fuego sobre el campamento.
El avance de los hombres de Racedo en medio de la oscuridad sorprendió a las guerrillas de Arias, acampadas en avanzada junto al puente, las que “fueron acribilladas por el enemigo”.  “Procedí inmediatamente a posesionarme del Puente –dice Racedo en su parte de batalla- mandando al coronel Vázquez con la 1º Brigada de infantería, mientras yo me ocupaba en reconocer el campo enemigo, colocar convenientemente la artillería y caballería, reserva de infantería y fuertes guerrillas, sobre las barrancas del río.  Todo se hizo con tanta rapidez y tan profundo silencio que el enemigo (…) se apercibió de mi llegada recién cuando las descargas de la infantería se lo avisaron”.  También, sabemos por Arias, cuando uno de sus jinetes llegó al campamento con la noticia.  Entonces, el ejército porteño hizo un cambio de frente y se puso en movimiento.  Mil quinientos hombres de infantería más ocho piezas de artillería avanzaron hacia el puente, en medio de las descargas enemigas.  A la vanguardia, se organizó una línea de ataque con tres batallones: a la izquierda, el Guardia Provincial y al centro, las brigadas de Mercedes y San Nicolás.  A la derecha se colocaron cuatro piezas de artillería.  Más atrás, seguía el resto de las fuerzas y de los cañones, a cargo de jóvenes cadetes de la Escuela Naval y del Colegio Militar.
La Guardia Provincial de Santa Fe, al mando del comandante Vázquez, estaba ya en el puente.  Las fuerzas porteñas se acercaron al mismo punto y estalló el combate.  Por más de una hora se enfrentaron a corta distancia de cien, doscientos metros, los dos ejércitos.  “En medio del fuego del cañón, las infanterías entraron en choque.  El batallón de Vázquez avanzó sobre los demás, siendo recibido por el batallón de San Nicolás, que se entreveró con él”.  Según la misma crónica de “El Porteño”, la pelea fue sangrienta, cuerpo a cuerpo.  Ya antes, habían entrado en acción el Guardia Provincial de Buenos Aires y el batallón de Mercedes, mientras que e 1º de Línea venía en auxilio de los santafecinos, quienes habían perdido su bandera en manos porteñas.  “Después de dos horas de combate encarnizado”, y con la carga a bayoneta, ordenada por Racedo, la batalla alcanzó su momento más sangriento.  Muchos cayeron en la acción; entre ellos, el comandante Vázquez, herido de muerte por un proyectil de metralla.  Hombres y caballos se desplomaban sobre el puente.  “Los cadáveres (de los soldados) alfombraban materialmente aquella tierra barrida por el cañón y la metralla”, cuenta Basabilbaso.

martes, 18 de junio de 2013

Argentina: república liberal (1880-1916)

Como pocas veces sucedió en la televisión argentina Historia de un país, Argentina siglo XX propone un acercamiento a los principales procesos económicos, políticos, sociales y culturales de nuestro país. Con un imponente archivo fotográfico, ilustraciones y material audiovisual permite apreciar los diferentes períodos históricos, y cuáles fueron las consecuencias de los sucesos más significativos de la historia argentina de los siglos XIX y XX. Así, se articula un relato audiovisual que propone ser el punto de partida para el debate y la reflexión.

Despenadores


En las zonas rurales, la cura de las personas, antiguamente, siempre estuvo en manos de curanderas, brujas y muy providencialmente recaía en algún galeno que por ventura llegaba a los lejanos parajes.
El caso es similar al que sucede en los cerros de nuestro Noroeste; los puestos se encuentran a varias horas de los centros poblados (llamamos en este caso "centros poblados", a cascos semi urbanos de unos centenares de personas). Cuando algún paisano se desbarranca con su caballo, o es mordido por algún animal (leones, perros, víboras), o se envenena con algún hongo, las posibilidades de sobrevida son muy escazas.
Al decir de Rafael Cano en su impecable trabajo Del tiempo de ñaupa, "mientras la enfermedad era curable, el paciente vivía en el paraíso artificial de los mimos y cariños. Pero en cuanto entraba en el período agónico, la escena se tornaba cruel", agregando "en efecto, prejuicios arraigados en el alma popular, o falsos conceptos de apreciación personal, movían los hilos invisibles del afecto, a tal punto, que matronas altruístas acostumbradas a la adversidad, no tenían corazón para acompañar en el último trance, al padre o hermano".
En ese momento, en el que el enfermo no tenía ninguna oportunidad de sobrevivir, algunos poblados contaban con su "despenador", cuyo oficio era el de "quitar las penas" al infortunado.
Tuvimos la oportunidad de conocer en Cachi, allá por la década del 80, a un nonagenario que supo ganarse la vida despenando.
Sus manos eran de un tamaño bastante impresionante, y recordaba con cierta nostalgia que aprendió el oficio de un viejo despenador que lo había tomado como criado, "allá por el 20".
Su método era el de poner la rodilla en la espada del deshauciado y jalando violentamente los brazos hacia atras, partia la columna del enfermo, quitándole la vida instantáneamente.
Otro sistema era el de oprimir con los dedos pulgares las cervicales, cortando la médula y de esa forma acabar con el "innecesario sufrimiento" del cliente postrado.
El mismo Rafael Cano, en la sección "Ña Micaila, la despenadora", nos cuenta que la despenadora de su relato una "bruja famosa, era una mujer como de 50 años, ética, de tez broncínea, que usaba siempre vestido y manta negra, por entre cuyos pliegues asomaba su zimba trenzada". Esta particular señora era recibida y cumplimentada ceremoniosamente porque se tenía la certeza de que su misión era noble y humanitaria; continúa Cano: "Recién en la segunda visita, Ña Micaila recibía la tragica orden, musitada al oído para que no interiorizaran los chicos y eludir la acción policial. El método para despenar una persona, consistía en un procedimiento sencillo y rápido, requiriendo únicamente en el operador, mano firme y corazón sereno.
Ña Micaila llegaba al lecho del moribundo y después de apoyar la rodilla sobre el esternón, le pasaba suavemente los brazos por el cuello.
Al sentirse atraído dulcemente, aquel cuitado pensaba en la caricia postrera y generosa de la hermana, esposa o madre.
Ña Micaila aprovechaba ese instante psicológico para romperle el esternón con un movimiento artístico.
La escena duraba pocos segunso y finalizaba con el ruido de huesos rotos. En el apresuramiento de la muerte, el alma de aquel infeliz posiblemente iba al cielo ".
Sin duda estos métodos de eutanasia criolla, poco a poco fueron desapareciendo, por una simple cuestión de urbanidad.