viernes, 30 de noviembre de 2012

El coronel Chanampa - parte 4


 
Buenas tropas, los nacionales.  Armas largas, ganado fresco, ropa entera.  ¡Qué podían hacer contra ellos las raquíticas chuzas, los trabucos desvencijados de los montoneros!  El coronel Ceferino Chanampa los había visto de lejos, con no disimulada admiración.  Observaba sus maniobras perfectas, sus conversiones cerradas, sus formaciones impecables: y tenía que contener un secreto impulso para no largarse hacia ellos pegando gritos amistosos y abrazarlos.  ¿Y los oficiales?  Los había visto de cerca en dos o tres ocasiones: cuando hicieron un tratado de paz que fue traicionado muy luego y otra vez en la ciudad, al entrar el Regimiento al son de la banda y con las banderas desplegadas.  El estaba escondido en la casa de un compadre, cerca del Estanque.  Los había visto pasar.  ¡Esos sí que eran oficiales!  Todos traían entorchados y charreteras decorándoles los combados pechos; Las peras y los bigotillos cuidadosamente recortados.  Recordaba al ayudante del General, que una vez apareció con un poncho agujereado por todo vestido, tan en la miseria estaba.  Y a ese capitán Wamba que nunca usó zapatos.  Tal vez si ellos hicieran unos arreos como los de las tropas nacionales, andarían mejor.  ¿Quién podría creerlo Coronel a él, Ceferino Chanampa, más conocido por el Indio Shefe, con esos pantalones remendados, ese blusón hecho harapo, ese gorro agujereado donde lucía una escarapela argentina para distinguir su jerarquía…?  Y, sin embargo, ¡carajo! Era tan Coronel como el mismísimo Arredondo, que había visto entrar en la ciudad tan churito, al frente del Regimiento, resplandeciente de oros y sin un remiendo ¡sin un solo remiendo! en su uniforme azul y rojo.

Al coronel Ceferino Chanampa le hubiera gustado hablar con ellos, con los hombres contra quienes tanto había luchado.  Le hubiera gustado sentarse mano a mano, pitando despacio, y hablar sin apuro toda una tarde, toda una noche.  Le hubiera gustado saber por qué peleaban.  Les hubiera preguntado por qué los perseguían, con qué derecho habían matado al General, cómo era que se largaban sobre los pueblos para asolarlos.  Ellos, que sabían leer y escribir, podrían hablarle largamente de sus motivos.  Debían tenerlos, y seguramente muy importantes.

Sonrió un poco: ¿y si se lo preguntaban a él?  ¿Qué diría?  Bueno, no diría muchas palabras.  Nunca decía muchas.  Pero por lo menos les haría saber que él luchaba porque siempre lo había hecho, porque ésa era su tierra y no le gustaba ver regimientos extraños paseándose por sus pagos; que luchaba contra los cogotudos de la ciudad que eran enrevesados para hablar y le hacían desconfiar siempre; que peleaba porque el General siempre había peleado contra ellos, y porque no tenía casa ni tenía mujer ni otra cosa mejor que hacer.  Porque la guerra era linda y dura y lo hacía sentir más hombre; porque eso de estar cuerpeando a la muerte parece que a uno lo purificara.  Por todo eso ¡y que se yo! Tal vez por otras cosas más grandes, cosas tan altas y tan oscuras que no podía descubrirlas ni entenderlas y era preferible callarlas, para no disminuir su grandeza con sus pobres palabras de indio iletrado.  El las sentía: eran cosas que venían en tumulto desde el fondo de la noche, una cabalgata de muertos queridos que desfilaban borrosamente o las palabras bellas que había escuchado en las proclamas del General y que ya no recordaba…  ¡Pelear!  Qué otra cosa podía hacer…  Pelear hasta terminar, como fuera.  Una resignación orgullosa lo iba invadiendo.  Era como un juego.  Ahora comprendía.  Era como jugar a la taba o al monte, con apuestas mucho más valiosas que las que solía hacer.  Se apostaba la vida.

Cuando ganaba, tenía a su Mercer la vida de sus enemigos.  Cuando perdía, su vida era de ellos.  Juego limpio y riesgoso.  Ahora estaba jugando las últimas vueltas.  Lástima que en la apuesta también estuvieran implicados los compañeros.  Eso hacía todo más complicado.  Cuando el General se largaba a una campaña, él sabía que era parte de su apuesta y aceptaba ese mínimo destino sin protestas ni responsabilidades.  Ahora, en cambio, era él, el coronel Ceferino Chanampa, quien tiraba sobre la mesa esas diez paradas.  Eso lo desazonaba.  Pero podía tranquilizarse pensando que todo obedecía a un ritmo ciego e inexorable al que era ajeno.  Otro, alguien, lo estaría jugando a él.  Ganar o perder, no importaba.  Cumplir un destino, tal vez sí.

Amanecía.  A la derecha, muy lejos, se adivinaba la roja imponencia de Los Colorados.  Patquía quedaba atrás.  Con un poco de suerte habrían de llegar al otro día, a la oración.  El cielo estaba ahora limpio de nubes y llegaba a ratos un olor fresco a retamo, como un regalo del campo pobre a sus derrotados.  Ya estaba saliendo el sol cuando avistaron a retaguardia la polvareda de los nacionales.  Pronto se distinguirían sus uniformes azules y rojos, sus Remingtons certeros, sus caballos frescos.

Miró a los compañeros.  Nadie decía nada.  Un aliento eterno suspendía a todos y transfiguraba sus rostros atezados.  Detuvieron las derrengadas cabalgaduras y se prepararon.  Cuando dio, rutinariamente, las últimas órdenes, el coronel Ceferino Chanampa tuvo la sensación de ser un ciclo cerrado y que en ese instante estelar se completaba su existencia armoniosamente, auténticamente.  Sintió lo que nunca había sentido a través de sus correrías: una plenitud, una paz infinita, la oscura certeza de que todo debía pasar así y no de otro modo.  Se sintió leal a su destino anónimo y desolado, y no trató de eludirlo.  Desató el chifle y bebió con largueza.  Después esperó.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).

El coronel Chanampa - parte 3


 
Menos mal que los muchachos lo acompañaban.  Sus muchachos.  Allí estaban ellos, cada uno con sus mañas.  Los conocía como si fueran hijos.  Sin darse vuelta podía señalar de quién era la voz que se escuchaba de tanto en tanto.  Werfil Herrera, con su corpachón enorme y su cara de niño, agrandado y su risa extemporánea.  El negro Sostaita, que solía rasguear implacablemente con sus dedos torpes, frente a los fogones benignos, una percudida guitarra. 

El sargento Avallay del lado de los Pueblos, agobiado de tantos trabajados años.  Don Shola Carrizo, sentencioso y grave, que nadie sabía por qué andaba en cosas de guerra.  Y los tres pasados de San Luis, con sus barbazas y sus vinchas, taciturnos y eficaces.  Y el “Shulco”, el chiquilín alocado y gritón que todos querían y que se permitía macanear con todos, hasta con el capitán Carmen Barrionuevo, costeño, que tenía una voz bronca y sonora y jamás se reía.  De todos podía el coronel Ceferino Chanampa dar testimonio.  A algunos los conocía de años atrás, cuando la guerra larga.  Otros habían sido compañeros suyos al lado del General.  Menos mal que iban juntos.  Pensaba que verlos en Chile sería como tener cerca un pedazo de patria…

Seguían andando sin pausa.  Agitó innecesariamente el chifle para verificar si tenía aguardiente.  A él no le gustaba macharse, pero antes del entrevero y en las retiradas largas solía chupar.  Eran las únicas veces que le brillaban los ojos achinados y soltaba su grito agudo y sostenido.  Pensó, con una sonrisa resignada, que nunca se le había dado por las farras.  Casi no bailaba.  Esas fantásticas cuecas de los cuyanos, esos gatos cordobeses, nunca los había bailado.  Cuando lo llevaban a alguna farra, él se quedaba enculado, retraído bajo la enramada, escuchando discutir a los hombres.
- ¡Ay, indio!  Así no has de encontrar nunca mujer…

Le decía, riéndose, su compadre Sotomayor.  A él no le importaba eso de no conseguir mujer.  Tener mujer, ¿para qué?  Tomaba alguna hembra al pasar, después de una campaña o cuando se le daba la gana.  Una, lo quiso bastante.  Se acordaba.  ¡La pobre!  Tenía unos ojos grises y el modo sumiso y querendón.  Vivió un tiempo con ella en un rancho de adobe, decente como el que más, cerca de Cochangasta, frente a la acequia.  Tenía unos naranjos al fondo y el agua cantaba día y noche cerca de la casa.  El, trabajaba de compositor de caballos.  Ella hacía dulces y tortas.  Fueron días pacíficos.  Pero esa vida lo cansaba.  Y en cuanto supo que el General estaba preparando otra campaña, montó su mejor caballo, buscó los amigos más cerca y enfiló hacia los llanos, sintiendo como si se hubiera arrancado unos grillos, pesados y dulces a la vez.  Nunca la volvió a ver.  Le dijeron, mucho después, que ella se había ido con un desertor del Regimiento de Arredondo.  No se le importó.  Pero a veces extrañaba un poco su modito y el gris de sus ojos.  ¡Bah!  El hombre no debe atarse a polleras.  Por lo menos, el que anda en estas cosas…  Suspiró fuerte, y miró hacia atrás.  La luz de la luna ponía escalas de polvo plateado sobre el grupo que lo seguía.  Se arrebujó en su áspero poncho y avivó el paso del caballo.  Si los alcanzaban los de línea antes de meterse en los contrafuertes de la Cordillera, estaban perdidos.

El coronel Chanampa - parte 2


 
Entonces el secretario les leía trabajosamente una proclama y después empezaban otra vez los días iluminados y heroicos, acribillados de muerte, de dolor, de miedo y de exaltación; días enaltecidos de victorias y guitarras, de saqueo jocundo y risas bárbaras resonando gloriosamente en la calles de las ciudades conquistadas.  ¡Ah, Catamarca la empinada!  ¡Ah, San Juan resistente!  ¡Ah, Córdoba la orgullosa!  Y el desbande luego, planeado en la voz cadenciosa del General:
- De aquí en cinco días, en La Hedionda.

O en el Chamical.  O en Mollaco.  O en Anjullón.  O en Guaja.  Donde fuera.  Y allí estaban todos a los cinco días, firmes, esperando la nueva orden.  El General…  Era como si lo viera, los ojos mansos, el cabello enrubiado ya encanecido, la vincha desflecada…  Sí: antes había sido más fácil.  Es difícil vivir mandando uno.  Acaudillar ¡qué difícil es!  El coronel Ceferino Chanampa recordaba.  Si por él fuera, no hubiera pasado de soldado.  Total, la vida era densa y áspera lo mismo.  Pero el coraje lo va siguiendo a uno y lo señala.  Un jefe que lo distingue, un instante cargado de destino que se le rinde, una desmesura celebrada por los compañeros, y de repente cata que uno es caudillo.  Se acordaba cuando el General lo ascendió a su grado actual.  Había sido después de la derrota grande.  Sin que nadie se lo mandara, el Indio Shefe juntó una docena de muchachos y se puso a guardar las espaldas de la gente en retirada.  Al pisar lugar seguro, el General lo mandó llamar, lo miró con esos ojos que de puro zarcos parecían mostrar el alma, y le dijo:

- Hijito, sos coronel.

Desde entonces, el Indio Shefe era coronel.  ¡Y que se le hubiera muerto su General así, tan enteramente indefenso, sin haber estado él para ponerse delante de la lanza y hacerse rajar el pecho antes de que lo atravesara al viejo jefe derrotado!  ¡Mala suerte!  El coronel Ceferino Chanampa sintió un picor en los ojos y pegó un feroz espolazo al caballo.

Atrás, los montados de sus diez hombres hacían un ruido acolchonado sobre el polvo.  Los muchachos casi no hablaban.  Se dejaban andar, sin palabras.  La noche seguía cargada, mezquinando luna.
Iban hacia Chile por Jagüe.  Tal vez allí tuvieran más fortuna.  Algunos amigos habían logrado pasar.  Si la expedición pacificadora no los alcanzaba a la altura de Los Hornillos, ya no les preocuparía nada.  Eran todos baquianos y con un poco de charqui y unos chifles de aguardiente podrían atravesar las montañas grandes.  Los caballos estaban cansados, pero verdeando antes de meterse en el Paso andarían bien.  La cosa era llegar a Los Hornillos.  De allí a Chile, ya se vería.  En Chile podrían trabajar en las minas o irse al sur, a los fundos.  Total, un conocido nunca falta para buscar conchabo.  Un hombre está bien en cualquier lado.  Lo único, estar en tierra extraña.  Cuando pensaba esto una inquieta desazón le ponía regustos amargos en la boca. 

Dejar la patria era como si le arrancaran las entrañas.  Una escondida voz le decía a gritos esto: el coronel Ceferino Chanampa seguiría siendo el mismo hombre en Chile; sus greñas ásperas, sus pómulos marcados, su voz aflautada y esdrújula no cambiarían; pero el coronel Ceferino Chanampa era también la tierra, el paisaje, el cielo, las gentes, las cosas.  El era él, con su cuerpo y su alma, con sus días y sus noches; pero él era también todo lo cotidiano y si le arrancaban esto, quedaría mutilado.  Cuando así pensaba, se le achicaba el corazón y sentía lo que sintió hacía muchos años, cuando estuvieron a punto de degollarlo tras una revolución fracasada…

El coronel Chanampa - parte 1


 



El coronel Ceferino Chanampa, alias el indio Shefe, escuchaba el ruido apagado de los cascos contra el arenoso camino.  Una luna de algodón acuchillado jugaba a resplandecer y apagarse entre las nubes.  Cuando asomaba, podía verse la pequeña tropa desarrapada, desgreñada, caminando en silencio.  Apenas se veían los espesos romerales, los ariscos chañares.  Cuando se escondía la luna, parecía que tierra, yuyos y caballos fueran una sola cosa oscura y palpitante.

El coronel Ceferino Chanampa sacó un pie del tosco estribo para no entumecerse.  Se balanceó un poco.  Si tan siquiera pudiera pitar.  Pero la sorpresa del Carrizalito había sido desastrosa.  No hubo tiempo más que para encarar un poco a la tropa de línea y escapar con lo puesto.  Jodida suerte. 
Desde que murió el General en nada les había ido bien.  Cierto que cuando peleaban a su lado tampoco habían ganado muchas batallas, pero por lo menos el desbande era una táctica y el huir un anticipo de victoria.  Y, además, ellos sabían que como quiera, el General arreglaría las cosas. 
Pero esto era la derrota bárbara, la derrota sin remedio, pobre y desolada como choco que los rondara toriándolos con sus fauces sumidas de hambre.  El tintín del sable contra la espuela casi lo sobresaltó.  Ese ruidito juguetón era cosa que sobraba. 
Todo parecía obligadamente trágico en esta ocasión.  El coronel Ceferino Chanampa arrugó la jeta aindiada y se encasquetó el gorro sobre los ojos.  ¡Bah!  El sable… ¡Para lo que servía…!  Fueran otros tiempos, cuando la cosa se resolvía en la primera arremetida a fuerza de fierro y pechazo: pero ahora, con los cañones de los Regimientos quemándolos de lejos y los Remingtons minuciosos bajándolos como cachilitas, ¡adónde!  ¡Qué guerra ésta!  El coronel Ceferino Chanampa revolvía palabras y sucedidos mientras estiraba alternativamente sus piernas sobre los bastos duros.  ¡Qué destino éste!  Ya ni sabía para qué peleaban, salvo para defender el cuero. 
Cuando estaba con el General todo era más fácil.  El General pensaba por ellos y les decía si iban a pelear o no.  A veces estaban semanas de ociosos en el campamento o en la ciudad, comiendo y chupando.  Y un día entre los días los hacía reunir y decía:
- Bueno, muchachos, hay que largarse de nuevo…

jueves, 29 de noviembre de 2012

Teatro Ópera




Buenos Aires. Teatro Ópera, fines del siglo XIX.

Documento fotográfico.
Álbum Aficionados. Inventario 213010.

Archivo General de la Nación.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Pampa bárbara - parte 5



GENERO: Drama 
DIRECTOR: Lucas Demare y Hugo Fregonese 
INTERPRETES: Francisco Petrone, Luisa Vehil, Domingo Sapelli, Froilán Varela 
AÑO: 1945

domingo, 25 de noviembre de 2012

Pampa bárbara - parte 4



GENERO: Drama 
DIRECTOR: Lucas Demare y Hugo Fregonese 
INTERPRETES: Francisco Petrone, Luisa Vehil, Domingo Sapelli, Froilán Varela 
AÑO: 1945

Pampa bárbara - parte 3



GENERO: Drama 
DIRECTOR: Lucas Demare y Hugo Fregonese 
INTERPRETES: Francisco Petrone, Luisa Vehil, Domingo Sapelli, Froilán Varela 
AÑO: 1945

sábado, 24 de noviembre de 2012

Pampa bárbara - parte 2

GENERO: Drama 
DIRECTOR: Lucas Demare y Hugo Fregonese
INTERPRETES: Francisco Petrone, Luisa Vehil, Domingo Sapelli, Froilán Varela
AÑO: 1945

viernes, 23 de noviembre de 2012

Pampa bárbara - parte 1



GENERO: Drama 
DIRECTOR: Lucas Demare y Hugo Fregonese
INTERPRETES: Francisco Petrone, Luisa Vehil, Domingo Sapelli, Froilán Varela
AÑO: 1945

jueves, 22 de noviembre de 2012

Félix de Olazabal - parte 2


El 10 de junio de 1820 era graduado sargento mayor, en circunstancias en que se alistaba con las legiones que iban a intervenir en la expedición libertadora al Perú, con la cual se embarcó en el puerto de Valparaíso.  Desembarcadas las tropas expedicionarias en la bahía de Paracas, el general San Martín, rindiendo homenaje a la acrisolada honradez y a la inteligencia de este ilustre soldado, lo destinó con una compañía de granaderos a la ciudad de Trujillo, para proteger la independencia de aquel Departamento, que aún lo ocupaban los españoles.  En Trujillo formó el batallón Nº 2 del Perú, cuya jefatura retuvo más adelante, cuando fue ascendido a sargento mayor efectivo con el grado de teniente coronel, el 6 de julio de 1821.

Por motivos de salud el Marqués de Torre Tagle relevó a Olazábal.  Posteriormente con la tropa Nº 2 del Perú participó con valor en la campaña de Quito, especialmente en la célebre Batalla de Pichincha, el 24 de mayo de 1822.  El 23 de junio de ese mismo año recibió la condecoración con el lema: “Libertador de Quito – Año 1822”, recibiendo además otra de oro de parte del gobierno de Colombia y el título de “Benemérito de la Patria en grado heroico”.  San Martín le otorgó la condecoración del “Sol del Perú”.  El 25 de setiembre de 1823 fue nombrado Gobernador Intendente de la provincia de Ica y en diciembre Comandante General de la Costa Sud, ya con el grado de coronel.

Al producirse la sublevación del Callao, el 5 de febrero de 1824 el general Bolívar lo elige para parlamentar con los sublevados de aquella fortaleza.  Estos, violando las leyes de la guerra lo tomaron prisionero, siendo libertado gracias al teniente coronel Niceto Vega, ligado a Olazábal por una fuerte amistad, quien se ofreció para ocupar su lugar.  Su proposición no fue aceptada, pero al siguiente día Olazábal recobró su libertad.

Olazábal se trasladó a Trujillo con su familia y luego fue comisionado por el general Cirilo Correa para conducir a Buenos Aires todos los oficiales que existían del antiguo Ejército de los Andes.  Se presentó al Gobierno de Buenos Aires el 2 de julio de 1825. 

El 22 de abril de 1826 se incorporó al Ejército de Observación, que bajo el mando del general Martín Rodríguez, acababa de vadear el río Uruguay, listo para comenzar las operaciones contra el Imperio del Brasil.  Allí organizó el Batallón 1º de Línea, que tomó después la denominación de 5º de Cazadores.  En la Batalla de Ituzaingó el coronel Olazábal acreditó una vez más sus excepcionales calidades de hombre de guerra: destacado por el general Alvear para ocupar muy temprano una colina que éste consideraba, era la llave de la posición, lo hizo acompañado por la batería mandada por Martiniano Chilavert y el 1er Cuerpo mandado por el general Lavalleja.  Durante las primeras fases de la batalla sostuvo con decisión el fuego de su batallón, disputando el terreno que ocupaba a los enemigos, hasta que la llegada de los restantes cuerpos del Ejército Republicano alivió la ruda tarea del 5º de Cazadores.  Por su comportamiento el coronel Olazábal recibió el escudo y el cordón de honor acordado a los vencedores de aquella gloriosa jornada.

En 1827 se incorporó a las fuerzas sitiadoras de Montevideo.  A su regreso a Buenos Aires, el gobernador Dorrego lo nombró subdelegado de Marina del Salado y comandante militar de la Costa Sud.  En dos ocasiones rechazó ataques brasileños al puerto del Salado. 

El coronel Olazábal acompañó al general Lavalle en el movimiento del 1º de diciembre, y juntamente con otros jefes firmó un Manifiesto explicando su pronunciamiento en aquella grave emergencia.  Pero la actitud de Olazábal estuvo de inmediato en desacuerdo con el general Lavalle, pues hizo esfuerzos para evitar el fusilamiento de Dorrego, y este hecho aumentó su disidencia con los hombres que dominaban la situación.  Sus ideales se inclinaron a favor del sistema federal de gobierno, al igual que Dorrego.

En 1831 marchó a Córdoba contra el general Paz.  A fines de ese mismo año fue propuesto por Juan Manuel de Rosas a la H. Sala de Representantes para la jerarquía de coronel mayor, ascenso que le fue acordado.  En 1833 fue elegido diputado a la Legislatura y nombrado Jefe de Policía.

En octubre de 1833, con motivo de la Revolución de los Restauradores,  mandaba una parte de las fuerzas del gobernador Balcarce.  La caída de este impuso a Olazábal la emigración al puerto de Las Vacas (hoy Carmelo, Uruguay).  Luego se radicó en Montevideo, donde permaneció en compañía de su esposa. Manuela Cagigas y Martínez,  y sus ocho hijos.  Allí falleció el 18 de octubre de 1841.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Yaben, Jacinto R. – Biografías Argentinas y Sudamericanas -  Buenos Aires (1939.
www.revisionistas.com.ar

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Félix de Olazabal - parte 1




Nació en Buenos Aires el 20 de noviembre de 1797, siendo sus padres Benito de Olazábal, natural de Irún, en la provincia de Vizcaya y Matilde de San Pedro Llorente, porteña.  Desde muy joven sus padres, que poseían una sólida fortuna, quisieron destinarlo al comercio, pero sus sentimientos patrióticos le impulsaron a seguir la carrera de las armas, incorporándose  el 12 de febrero de 1813 como cadete de artillería de Buenos Aires.  Posteriormente solicitó y obtuvo el pase a la Compañía de Cazadores del Batallón Nº 7 de Infantería, cuerpo que se acababa de crear y que estaba destinado a incorporarse al Ejército Auxiliar del Alto Perú.  El 26 de julio del mismo año es promovido a teniente 1º.

Unas graves dolencias lo obligaron a separarse del ejército y apenas restablecido se incorporó a las fuerzas que operaban en Santa Fe hasta  junio de 1816, integrándose después al Ejército de los Andes, que San Martín alistaba en Mendoza.  Olazábal cooperó eficazmente en la organización y disciplina del ejército.  Pocos días después de acometerse la magnífica empresa transcordillerana, el 27 de diciembre de 1816, fue promovido a capitán del batallón Nº 8, en la 1ª compañía.

Se batió en la Batalla de Chacabuco, que es la primera acción de guerra importante que libró el Ejército de los Andes.  Allí el capitán Olazábal tuvo su consagración histórica: al mando de la compañía del Batallón Nº 8 se lanzó al asalto sobre los veteranos españoles en Talavera de la Reina.  En esa cruenta lucha fue herido gravemente de bala en el brazo derecho, causa por la cual no pudo intervenir en la campaña del S. de Chile.  Por su actuación en la Batalla de Chacabuco recibió una medalla de plata otorgada por el gobierno de las Provincias Unidas.

Restablecido de su herida participó de la acción de Cancha Rayada, el 19 de marzo de 1818 y posteriormente en Maipú.  Por su comportamiento honroso mereció las condecoraciones otorgadas por los gobiernos de Chile y de las Provincias Unidas a los vencedores de aquella jornada sangrienta y decisiva.


sábado, 17 de noviembre de 2012

Una epidemia, un monumento



En donde en 1871 estaba el cementerio, se recuerda a las víctimas de la fiebre amarilla.
El monumento está en la gran plaza Ameghino, en Parque Patricios, a metros de la avenida Caseros y frente a la vieja cárcel. Y no es una casualidad. Porque en ese parque, hoy con mucho verde, quedó sepultada parte de una historia trágica: la brutal epidemia de fiebre amarilla que mató a más de 14.000 habitantes de ese Buenos Aires.
Ocurrió en 1871 y resultó devastadora. Napas contaminadas, poca provisión de agua potable, hacinamiento en algunas zonas, la contaminación que provocaban los saladeros y el calor agobiante fueron el caldo de cultivo propicio para que aquello pasara.

Los historiadores empiezan a registrar los primeros casos a fines de enero de 1871. En febrero habían muerto unas 300 personas. En marzo ya era incontrolable: morían cien personas cada 24 horas. Y como había sólo unos 50 coches fúnebres, muchos ataúdes quedaban en las esquinas esperando el traslado al cementerio del Sur, justamente donde está el actual Parque Ameghino. Aquel predio había sido comprado por la Municipalidad en diciembre de 1867.

Ante este desborde, el gobierno porteño decidió comprar siete hectáreas en la zona de la “chacrita de los colegiales”. Fue el primer cementerio del Oeste y ocupó lo que ahora es el Parque Los Andes, entre las calles Dorrego, Guzmán, Jorge Newbery y Corrientes. El actual cementerio de Chacarita, a unos metros de aquel, recién se habilitaría en 1886.

Pero volvamos al cementerio del Sur y al monumento que recuerda a aquellas víctimas. En esa obra hecha en mármol (se le adjudica al escultor Juan Ferrari) se sintetiza algo de lo que significó aquella tragedia. Por ejemplo, en uno de sus laterales, tallada sobre el mármol, hay una representación de la imagen que Juan Manuel Blanes pintó en un óleo y tituló “Episodio de la fiebre amarilla”. En aquella escena dramática se ve a unos médicos entrando a una habitación donde hay una mujer muerta y su bebé llorando junto al cadáver.

También hay listados con los nombres de sacerdotes, farmacéuticos, asistentes de la Comisión de Higiene y médicos que murieron contagiados mientras auxiliaban a las víctimas. Entre ellos está Francisco Javier Muñiz, el médico cuyo nombre lleva el Hospital de Infectología que hoy funciona sobre la calle Uspallata, frente al parque. Una frase grabada sobre el monumento rinde homenaje a aquellos héroes: “El sacrificio del hombre por la Humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen”.

La epidemia de 1871 generó pánico y mucha gente decidió escapar de la Ciudad, algo que sugirieron y practicaron algunas autoridades. Pero hubo otros que también hicieron todo lo posible por ayudar. Ese fue el caso del ingeniero Augusto Ringuelet, presidente de la empresa Ferrocarril del Oeste. Como los cadáveres se amontonaban y no había carros para llevarlos hasta aquel nuevo cementerio, decidió instalar vías a lo largo de la avenida Corrientes. La obra costó más de dos millones pesos y se hizo en tiempo récord: menos de 30 días.

Se lo conoció como “el tren de los muertos”. Salía desde el cruce de la actual Jean Jaures (entonces se llamaba Bermejo) y tenía dos paradas: en Medrano y en Scalabrini Ortiz (conocida entonces como la calle del ministro inglés, por George Canning). Aquel tren cargado de cadáveres era tirado por la vieja locomotora “La Porteña” que todavía prestaba servicio. Los cuerpos eran dejados en unos galpones vecinos a la zona de Corrientes y Dorrego y luego enterrados en el cementerio. Cuentan que el maquinista de aquel tren era el ingeniero John Allan y dicen que después de realizar varios viajes también se contagió y fue otra víctima de la fiebre amarilla. Pero esa es otra historia.

Por Eduardo Parise

http://www.clarin.com/ciudades/epidemia-monumento_0_809319115.html

martes, 13 de noviembre de 2012

El Lago Lacar y su ciudad sumergida (Leyenda)


Un malvado Rey Inca, dominaba estas tierras hace miles de años, donde se encontraba Kara Mahida, que significa: ciudad de la montaña. La gente moría victima de los caprichos de su dictador, a quien no le faltaba talento, para inventar excusas que justificaran los sacrificios.

Al ver tanta maldad en la tierra, Dios mando a su hijo disfrazado de mendigo, el cual intento hablar con el Rey pidiéndole ayuda para salvarse de su supuesta miseria. El Rey no supo ver su propia última oportunidad y condenó a muerte al mendigo.

El hijo de Dios nunca fue aprendido pues se convirtió en río atravesando la ciudad, llevándose muchas cosas a su paso y entre ellas ahogando al mismo hijo del Rey Inca. Las Machis (mujeres sabias mapuches) intentaron calmar al señor con sus prohibidas practicas, pero esto solo provocó aumentar la ira del Rey que mando a matar a las Machis y al resto de la población destruyendo además sus elementos mas sagrados, entre ellos el árbol sagrado, El Canelo.

Cortar el árbol, termino finalmente con la paciencia de Dios, quien con lluvias interminables ahogo la ciudad sobre la que hoy se encuentra el Lago Lacar (en mapuche: ciudad sumergida)

Sin embargo, el Rey sigue vivo, lo que provoca pánico en el resto de los seres del lago los días de lluvia, Las sirenas bajan al fondo del lago, los Duendes, Hadas y Hobbits, suben a los serros y los humanos y animales se alejan del lago.

Pues con las lluvias aparece el Rey flotando en el lago, sentado en un tronco y buscando matar a todo ser vivo que encuentre.


http://www.sanmartinandes.com/leyendas.htm

jueves, 8 de noviembre de 2012

Juan Manuel de Rosas - Documental de Pacho O'Donnell - parte 1

José Hernández, de pies a cabeza - parte 4

¿Es culto? En cierto sentido lo es, por su costumbre de alternar con la gente, por el afán de informarse, por su curiosidad en cuestiones morales e intelectuales.

Pero con la vida trajinada que llevó no ha podido adquirir una cultura humanística. Sus errores de ortografía demuestran que no conocía el latín. Quizás ha retenido o perfeccionado el francés que recibió en la escuela.

Sabemos que desde chico fue un gran lector, aunque debe suponerse que desordenado. En sus escritos y discursos parlamentarios, donde no abundan las citas, aparecen los nombres de Jenofonte, Platón, Aristóteles, César, Confucio, Epicteto, Dante, Cervantes, Tasso, Montesquieu, Cadalso. Ángel Azeves ha demostrado cómo algunos proverbios de Séneca están versificados en el Martín Fierro. Más tarde leerá obras de temas económicos y técnicos. Entiende de pintura. En música es un analfabeto. Tiene muy buena información histórica, sobre todo argentina.

Su gran pasión es la política. La lleva en la sangre y es una consecuencia de su generosidad. Ama a la patria en el pueblo. Quiere la justicia. Le indignan los abusos, los atropellos que se cometen con el desvalido, el egoísmo de los poderosos.

Pero sabe ceder y amoldarse a las situaciones con tal de salvar lo principal de lo que pretende. Es caballeresco con el adversario y moderado en el lenguaje. Los únicos que lo sacan de las casillas son Mitre y Sarmiento, a los que considera los grandes culpables de los peores males que ha sufrido el país. Sin embargo, con el tiempo llegará a perdonarlos, a justificarlos quizá. Todo en su vida gira alrededor de la política, aunque ésta se reduzca a los temas inmediatos; salvo lo que pensó sobre colonización o educación, no hay doctrina en su obra. Inclusive el Martín Fierro será un acto militante.

Esta pasión llega a ofuscarlo y hasta a hacerlo incurrir en algunos excesos…





Referencias:
1 Alude a Carolina González del Solar, sobrina nieta del virrey Pedro de Cevallos, con quien se casó el 8 de junio de 1863.

http://www.elhistoriador.com.ar/gaceta/gaceta69.html


miércoles, 7 de noviembre de 2012

José Hernández, de pies a cabeza - parte 3



Domina el difícil arte de ser firme y cortés. Nunca hiere a las personas y, en un malentendido, pide disculpas. Es temperalmente (sic) franco y sostiene con gallardía sus opiniones. No soporta la mentira. De una gran llaneza en el trato, sabe darse su lugar sin necesidad de desplantes. La ironía sólo le sale cuando está a la defensiva, como cuando, años después, en Buenos Aires, se encontró con un amigo al subir a un tranvía; como él sacara dos boletos para ocupar todo el asiento, el otro le dijo: “Usted siempre doble, ¿no?”. Y le contestó: “Y usted, ¿siempre simple?”. Es bondadoso y amable con las personas humildes. No sólo bondadoso, sino bueno. Dardo Rocha contará, después que él haya muerto, que en vísperas de los combates del 80 le mostró las provisiones que había hecho en su casa en previsión de las escaseces que causaría el sitio de la ciudad. Él, considerando que Hernández era un hombre de pocos recursos, le observó que había demasiadas cosas. “¿Y los pobres del barrio, amigo?”, fue la respuesta.

Le gustan los hombres del campo, su manera de hablar, su filosofía. Suele ir al mercado a escuchar a los carniceros, que son criollos puros, y se hace contar sus andanzas y las viejas campañas guerreras en que han intervenido. La gente lo ve pasar por la calle conversando animadamente con ese vozarrón que Dios le ha dado y le pone de apodo “Matraca”, que le quedará hasta que lo empiecen a llamar “Martín Fierro”.

No es nada ceremonioso. Tiene alergia por el boato y los cumplidos convencionales. No es siquiera formal. De soltero, se hacía llevar la comida a la mesa donde escribía, y apartaba los papeles para volver sobre ellos en seguida. Jamás usó alhajas, ni siquiera una cadena de reloj, que remplazaba por una cinta de género. Es austero. El juego –los gallos o la baraja- sólo le atrae como pasatiempo. Fuma bastante, armando sus cigarrillos con tabaco negro. Los apaga para comer, los deja a un lado y los sigue después. Si se despierta de noche, aprovecha para fumar.

¿Es un hombre religioso? Aparentemente sí, aunque no haya religiosidad en su carácter. Probablemente sea como tantos hombres de su tiempo, para quienes el dogma es una segunda naturaleza, aunque sean remisos al culto. Da la impresión de que no se hace problemas con la fe: conserva la que ha recibido y la respeta en los demás, como un objeto común del espíritu. Es probable también que el incremento cientificista de la época lo aleje de la historia sagrada. Una parienta suya nos dirá que más tarde practicaba el espiritismo. No hay rastros de que creyera en él como creía su hermano, que era un adepto.

Consultaría a las mesas con esa mezcla de superstición y juego con que lo hace tanta gente, buscaría un sucedáneo del misterio, como Ricardo Güiraldes buscó el hinduismo. Está convencido, eso es seguro, de que la religión es necesaria para ordenar las costumbres del pueblo y de que la Iglesia debe ser reverenciada. Cuando el Senado inaugure sus sesiones en La Plata procurará que se trate sobre tablas el proyecto de constituir la casa de un párroco, porque le parece “justo y tal vez de buen augurio” que ése sea el primer voto público emitido en la nueva ciudad. Sea por convicción o por hábito, sus costumbres son católicas.

José Hernández, de pies a cabeza - parte 2



José Hernández (…) es un hombrón hecho y derecho. (…) Ha estado en los campos de batalla, ha hecho periodismo, también de batalla, se ha mezclado en la vida política, ha ocupado posiciones que le permitieron hallarse cerca de los hombres eminentes del país y alternar con ellos.

Es alto, aunque no lo parezca tanto a causa de su corpulencia. Un amigo dirá, tratando de precisar: “tenía, más o menos, el cuerpo de dos hombres… Era un coloso”. Y una señora que conservaba su imagen entre los recuerdos de su infancia, exageraba un poco: “el hombre más grueso que tengo conocido”. “Cabeza poderosa”, implantada sobre un cuello taurino; pelo negro, lacio, espeso y echado hacia atrás; la frente, clara; los ojos, algo oprimidos por la gordura, miran con serenidad, bondad y firmeza; casi no se le ve la boca, de labios enérgicos, a causa del bigote que cae sobre ella; usa barba redonda; la tez tira a moreno. Las recias cabriadas del pecho cierran un torso esbelto, no obstante su volumen. Los brazos se mueven en amplios ademanes. Ligeramente estevado, como para que la mole parezca más leve.

Es un gordo macizo, de una fuerza descomunal. Dicen que cuando llegó a Paraná y andaba sin trabajo vio frente a un negocio un carro con grandes cajones. El dueño protestaba porque necesitaba dos hombres para descargarlo y sólo tenía uno. Hernández se detiene, se saca el sombrero y la levita y se pone a bajar los cajones como si nada. El dueño, asombrado, entra en conversación con él y lo emplea como contador. (Era el catalán Puig.) Su hermano cuenta que domando potros los apretaba con las piernas hasta que se caían (hay que tener en cuenta que eran animales criollos, más chicos que los afrisonados que se usan hoy, y que el peso del jinete les debía aflojar las rodillas en los corcovos).

Martínez Estrada observa que Martín Fierro recibe la fuerza de su autor y es capaz de cargarse un negro ensartado en el cuchillo.

Después de la figura, impresiona la voz: “voz de órgano”, “voz de trueno”, “voz pura y potente”, “llena, sonora y vibrante, como la de Aristóbulo del Valle”, voz que “dominaba las asambleas tumultuosas”.
Le encantan la vida en sociedad, las tertulias, el diálogo ingenioso. Es muy discreto, de espíritu jovial, dado a las bromas y juegos.

En los carnavales juega y se disfraza y lo seguirá haciendo cuando ocupe posiciones espectables (sic). Una vez mostró su propio reloj a un amigo un poco pánfilo para que le dijera la hora, simulando no saberla, y lo tuvo una semana dándole clases arduas, hasta que resolvió “aprender”. Rápido en las respuestas, chispeante, gracioso, conversa horas enteras con una locuacidad inagotable. Le gusta decir versos y también improvisarlos. Tiene ocurrencias originales, como ésa de hacerse retratar de frente y de espaldas y formar con las dos fotografías un medallón para recuerdo de su novia (una vasca necia, anterior a Carolina 1, que, como vio primero el de la espalda, lo tiró al suelo).

Pero lo que más llama la atención es su memoria de elefante. Le dictaban hasta cien palabras, cuenta su hermano, y él “las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisando versos y discursos sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden en que habían sido dictadas”. Recordaba páginas enteras de memoria. Cuando sea legislador hablará muchas veces sin apuntes, barajando citas y números con una precisión desconcertante. Si le preguntaban una cifra, respondía en el acto, como una computadora. No sería difícil que la memoria haya cubierto las lagunas en sus primeros tiempos de taquígrafo. Le gusta la historia y la poesía. Ha leído clásicos y conoce bastante bien la literatura gauchesca.

José Hernández, de pies a cabeza - parte 1






Nacido el 10 de noviembre de 1834, en lo que hoy se conoce como Villa Ballester (partido bonaerense de Gral. San Martín), José Rafael Hernández y Pueyrredón colaboró de chico con su padre, capataz de estancia, y con gran capacidad autodidacta pronto se convirtió en instructor del estanciero para quien trabajaba. A los veinte años, se integró a las filas antirosistas de Justo José de Urquiza.

Con posterioridad, en 1870, ya casado y padre de siete hijos, participó de las rebeliones federales junto a Ricardo López Jordán. Luego de un breve exilio en Brasil, trabajó como periodista en El Río de la Plata, El Nacional Argentino y La Capital de Rosario, entre otros, y más adelante alcanzó a defender las ideas federales como diputado y senador. En sus notas, discursos y poemas, abordó la cuestión del indígena y del gaucho y criticó las ideas “civilizadoras” de Sarmiento. Matraca -como le decían, por ser corpulento y de voz resonante- buscó a través de sus escritos conectar la “cultura culta” y la popular.

El hombre por quien cada 10 de noviembre se festeja el Día de la Tradición, fallecería a los 51 años, el 21 de octubre de 1886. ¿Cómo recordar a José Hernández? Muchísimo es lo que se ha escrito sobre su persona, mucho más sobre su gran creación, ese paradigma de la literatura gauchesca que es Martín Fierro, con lecciones de vida que no perecen. Pero pocas obras han ingresado tanto en el personaje histórico como el trabajo de Roque Aragón y Jorge Calvetti, encargado por Eudeba, allá por los años 70.

Premiado con el primer reconocimiento en el Concurso centenario del Martín Fierro, en 1972, el trabajo nos enseña las flaquezas y las virtudes de un hombre de acción. Pero mucho más, el fragmento que acá presentamos nos describe al hombre entero, de pies a cabeza, nos los muestra comiendo, escribiendo, fumando… He aquí el auténtico José Hernández.

Fuente: Roque Raúl Aragón y Jorge Calvetti, Genio y figura de José Hernández, Buenos Aires, Eudeba, 1972, págs. 54-59.

martes, 6 de noviembre de 2012

Manuel Belgrano - Historias de la Historia (Documental)

La Basílica como libro de historia


Es Nuestra Señora de la Merced. De las Invasiones Inglesas a la Batalla de Tucumán.

Su ubicación es casi contradictoria. Se trata de una de las iglesias católicas más antiguas de Buenos Aires. Es decir: un lugar donde prima la fe y la mística por encima de lo material. Y sin embargo está en el corazón de la city, donde bancos y entidades financieras reinan con sus números y sus valiosas monedas. Claro que en 1580, cuando don Juan de Garay le asignó esos terrenos a la orden de los dominicos, allí no había tesoros sino mucho horizonte. Nueve años después, con la llegada de los mercedarios, el lugar cambió de manos y empezó otro rumbo histórico que hoy, 422 años después de ese desembarco, sigue como referencia religiosa de la Ciudad.

La Basílica de Nuestra Señora de la Merced está en Reconquista 207. El proyecto se realizó en 1721, una parte se habilitó en 1733 y se inauguró en 1779. Aquella obra fue pensada y dirigida por los arquitectos italianos Andrea Bianchi (o Blanqui, como se lo conoció aquí) y Giovanni Battista Primoli, dos jesuitas que diseñaron muchos de los templos porteños. Pero su gran remodelación, incluyendo su monumental fachada, tiene como año clave a 1894. La tarea estuvo a cargo de Juan Antonio Buschiazzo, un arquitecto nacido en 1846 en Italia, pero que llegó a la Argentina cuando tenía 4 años. Era hijo de un maestro mayor albañil. Y en 1878 fue la segunda persona en recibir el título de arquitecto en estas tierras. El primero fue Ernesto Bunge. El trabajo de remodelación de la Basílica de la Merced llevó seis años y se inauguró en abril de 1900, cuando empezaba a rodar el siglo XX.

Más allá de los valiosos elementos interiores, la Basílica tiene un referente curioso incluido en la remodelación propuesta por Buschiazzo: un frontis con un grupo escultórico que alude a un hecho histórico y clave en la lucha por la liberación del imperio español. En ese trabajo se ve a Manuel Belgrano ofrendando a la Virgen de la Merced el bastón de mando del ejército del Norte (que él comandaba) y dos banderas capturadas a los realistas.

Eso tiene una explicación. El 24 de septiembre de 1812 (acaban de cumplirse 200 años) las fuerzas patriotas derrotaron a los españoles que los superaban ampliamente en número y armamentos. Fue en la Batalla de Tucumán y allí se decidió la suerte de las Provincias Unidas del Río de la Plata que pugnaban por afianzar su revolución. Esa mañana, antes del combate, Belgrano había estado rezando en aquella provincia ante el altar de la virgen. Era el día de su veneración. Y puso a su ejército bajo aquella protección. El resultado del combate convirtió el triunfo en milagro y desde entonces Nuestra Señora de la Merced es patrona y generala de nuestro ejército.

Hoy la Basílica que está en Buenos Aires es Monumento Histórico Nacional. Y entre 2001 y 2007 se hizo una última restauración para conservarla como corresponde. Es que el lugar es una referencia para muchos hechos importantes de la Ciudad. Por ejemplo, durante las invasiones inglesas, fue el lugar desde donde Santiago de Liniers dirigió el asalto a la Plaza Mayor para reconquistar Buenos Aires. En ese atrio, dicen, pronunció una emotiva arenga a sus tropas, atrincheradas allí. También los estudiosos recuerdan que en ese templo, el 12 de septiembre de 1812 (ya también se cumplió el bicentenario) el sacerdote y educador Luis José de Chorroarín bendijo el matrimonio de un joven teniente coronel de Caballería (tenía 34 años) y una adolescente de 15 años. Eran José de San Martín y María de los Remedios Escalada. Los testigos fueron Carlos de Alvear y su esposa María del Carmen Quintanilla. Pero esa es otra historia.

Por Eduardo Parise



lunes, 5 de noviembre de 2012

Juan Moreira - (Trailer)

Juan Moreira - Trailer

Del Río Collon Curá (Cara de piedra-Leyenda)

A orillas del río Kollon-Kura habitaba un terrible gigante, devorador de hombres, a quienes cebaba previamente para que engordaran bien. Sus piernas eran gruesas como troncos de árbol y tan largas que le permitían pasar de un cerro a otro manejando un bastón, que era el tronco de un enebro, gracias al cual podía atravesar los valles.
Naturalmente, un monstruo semejante era un peligro para los habitantes de la región, a quienes aterrorizaba el Trauko que así se llamaba el gigante, de barba desmesurada y cuyos cabellos parecían tallos de totora y eran de un rojo fuego, lo cual contribuía a darle un aire más feroz.

En cierta ocasión, raptó a una muchacha que caminaba en compañía de su hermanito y se la llevó a la cueva. Pero el hermanito no se apartaba de las cercanías, escuchando siempre el llanto de la cautiva. Esto disgustó al gigante, quien le dijo cierto día a la muchacha:
-Debes matar a tu hermano. Si no lo haces tú, lo haré yo mismo, pero en forma cruel, ya que estoy harto de su presencia. Y ahora, escucha. Nadie te servirá de puente para llegar al Huekúfu. Como esto era una amenaza de muerte para la muchacha, ésta prorrumpió en sollozos, ya que para ella su hermano era todo lo que le quedaba en el mundo fuera de sus padres. Pero, reaccionando, le dijo a su hermano:
-Quédate lejos de la caverna, no te dejes ver. Frota tu cuerpo con grasa de león y adiestra mientras tanto nuestros dos trewuas, nuestros tan fieles perros Norte y Sur. Y cuando te llame con el chillido del pájaro Fürüfühue, apresúrate a venir con los perros, que me buscarán por todas partes. Un día, el pérfido gigante Trauko le dijo a la muchacha:
-Ya que has amaestrado a los perros Norte y Sur, lánzalos contra tu hermano. Llámalo, pues saber donde está: porque si no lo haces, yo aplastaré a ese taimado, lo mismo que a los perros:
Entonces, la muchacha imitó el chillido del pájaro Fürüfühue y cuando su hermano llegó con los perros Norte y Sur, el terrible Trauko, devorador de hombres, ordenó:
-Ve con tu hermano. Debes ir a la montaña. ¡Llévate a los trewas y lánzalos sobre él para que lo despedacen!
El cruel gigante quiso gozar del espectáculo; pero como los perros obedecían al muchacho más que a su hermana, cuando ésta les gritó: “¡Norte! ¡Sur! ¡Sus, al gigante!”, ambos se lanzaron con furor salvaje sobre el gigante, mordiéndolo todo en las partes más sensibles de su cuerpo, sin tergua, hasta ultimarlo.
En su desesperación y dolor, el gigante se retorcía de tal modo que todavía hoy se ven las huellas de su cuerpo que forman un valle, y su cabeza se convirtió en piedra.
Muerto el Trauko, ambos hermanos se fueron con los trewas a la cueva del gigante malo y allí encontraron tanto oro y piedras preciosas, así como admirables Llankas de la clase más valiosa, que se hicieron ricos. Los perros Norte y Sur se quedaron siempre con ellos y los reconocieron como sus salvadores no sólo ambos hermanos, sino también todos los habitantes de los alrededores, que tanto había hecho sufrir la vecindad del gigante y la constante amenaza de devorarlos. Según otros narradores, en el valle del cerro feo puede reconocerse no sólo el rastro del cuerpo del gigante, sino también el de su pétrea cabeza: con su sangre se formó un arroyuelo, y con los pelos de la barba se hicieron juncos.
 
Origen: tizadopatagonia.com.ar