miércoles, 7 de noviembre de 2012

José Hernández, de pies a cabeza - parte 3



Domina el difícil arte de ser firme y cortés. Nunca hiere a las personas y, en un malentendido, pide disculpas. Es temperalmente (sic) franco y sostiene con gallardía sus opiniones. No soporta la mentira. De una gran llaneza en el trato, sabe darse su lugar sin necesidad de desplantes. La ironía sólo le sale cuando está a la defensiva, como cuando, años después, en Buenos Aires, se encontró con un amigo al subir a un tranvía; como él sacara dos boletos para ocupar todo el asiento, el otro le dijo: “Usted siempre doble, ¿no?”. Y le contestó: “Y usted, ¿siempre simple?”. Es bondadoso y amable con las personas humildes. No sólo bondadoso, sino bueno. Dardo Rocha contará, después que él haya muerto, que en vísperas de los combates del 80 le mostró las provisiones que había hecho en su casa en previsión de las escaseces que causaría el sitio de la ciudad. Él, considerando que Hernández era un hombre de pocos recursos, le observó que había demasiadas cosas. “¿Y los pobres del barrio, amigo?”, fue la respuesta.

Le gustan los hombres del campo, su manera de hablar, su filosofía. Suele ir al mercado a escuchar a los carniceros, que son criollos puros, y se hace contar sus andanzas y las viejas campañas guerreras en que han intervenido. La gente lo ve pasar por la calle conversando animadamente con ese vozarrón que Dios le ha dado y le pone de apodo “Matraca”, que le quedará hasta que lo empiecen a llamar “Martín Fierro”.

No es nada ceremonioso. Tiene alergia por el boato y los cumplidos convencionales. No es siquiera formal. De soltero, se hacía llevar la comida a la mesa donde escribía, y apartaba los papeles para volver sobre ellos en seguida. Jamás usó alhajas, ni siquiera una cadena de reloj, que remplazaba por una cinta de género. Es austero. El juego –los gallos o la baraja- sólo le atrae como pasatiempo. Fuma bastante, armando sus cigarrillos con tabaco negro. Los apaga para comer, los deja a un lado y los sigue después. Si se despierta de noche, aprovecha para fumar.

¿Es un hombre religioso? Aparentemente sí, aunque no haya religiosidad en su carácter. Probablemente sea como tantos hombres de su tiempo, para quienes el dogma es una segunda naturaleza, aunque sean remisos al culto. Da la impresión de que no se hace problemas con la fe: conserva la que ha recibido y la respeta en los demás, como un objeto común del espíritu. Es probable también que el incremento cientificista de la época lo aleje de la historia sagrada. Una parienta suya nos dirá que más tarde practicaba el espiritismo. No hay rastros de que creyera en él como creía su hermano, que era un adepto.

Consultaría a las mesas con esa mezcla de superstición y juego con que lo hace tanta gente, buscaría un sucedáneo del misterio, como Ricardo Güiraldes buscó el hinduismo. Está convencido, eso es seguro, de que la religión es necesaria para ordenar las costumbres del pueblo y de que la Iglesia debe ser reverenciada. Cuando el Senado inaugure sus sesiones en La Plata procurará que se trate sobre tablas el proyecto de constituir la casa de un párroco, porque le parece “justo y tal vez de buen augurio” que ése sea el primer voto público emitido en la nueva ciudad. Sea por convicción o por hábito, sus costumbres son católicas.

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