domingo, 29 de septiembre de 2013

Giuseppe Garibaldi (1807-1882) - Parte 3

¿Cualeguaychú no tenía defensa?

Por la declaración del Comandante Villagra observamos que la Villa estaba desprotegida. Las fuerzas de Caballería del Departamento estaban bajo las órdenes del Alférez Jorge Neyra.
La fuerza de Milicias al mando del Comandante, constaba de 48 hombres, que en esos momentos se encontraban acarreando ganados. La Compañía Cívica Activa la dirigía el Capitán José Benítez; compuesta por 70 hombres pero sólo había fusiles para 60. La Compañía Cívica Pasiva bajo órdenes del Alcalde Mayor don Luis Paulino Acosta con 90 hombres, pero sin armas. La Comandancia sólo tenía diez paquetes de cartuchos que había dejado reservados Neyra para sus comisiones privadas. Las Compañías Cívicas no estaban acuarteladas en el momento del asalto ya que nadie sospechaba que el Departamento estuviese amenazado. (12)
Finalmente, Villagra fue arrestado y como no había una “cárcel decente para cierta clase de arrestados se le dio por cárcel su propia casa” (14). El historiador Benigno Teijeiro Martínez afirma que “estos antecedentes son más que suficientes para confirmar la negligencia de las autoridades de Gualeguaychú que nunca olvidó el General Urquiza”. Villagra fue separado de su puesto. Urquiza olvidó los servicios de su compañero de armas, su lealtad, su carácter y le envió un sustituto.
En 1851, luego del Pronunciamiento contra Rosas, Urquiza visitó Gualeguaychú. Fray Mocho nos informa que el Comandante Villagra decidió saludar a su Jefe que al verlo exclamó:
- “Villagra…eh? ¡No merece mi amistad un perdonado de Garíbaldi!”
- “¡Ni merece este recibimiento quien como yo, cuando Vuestra Excelencia mamaba, ya estaba guerreando por la Patria!”
Y el viejo Coronel se dio vuelta con presteza y se alejó con el entrecejo arrugado.
- “¡Vení acá… tigre… Vení!” -dijo el General, a quien jamás desagradó encontrar hombres que no temblaran en su presencia.
El viejo Coronel ni se dignó dar vuelta la cabeza…
- “¡Toro el viejo, ¡eh! ¡Y primero lo he de quebrar, ¡eh!… lo he de quebrar… antes que doblarlo!”. (15)

Damnificados en el asalto y saqueo de Gualeguaychú
José Benítez (portugués) su almacén por valor de 5.000 pesos sin incluir la goleta “Joven Emilia” que se llevaron; Agustín Peyrelo (sardo) a sus dos casas de comercio, por 6.700 pesos; Juan Iriarte, a su almacén por 1.210 en artículos y 975 pesos en efectivo; Juan Sousa Martínez (portugués), robo en su casa en efectos y dinero, por 1.600 pesos; Antonio Peirano (sardo), efectos de su tienda por $2.600; llevado ante Garibaldi, reclamó la devolución pero este contestó que era un mal que no podía remediar; José García Sobral (español), saqueo de su negocio y robo de dinero que tenía en su baúl, por $1.710; Domingo Elizate (vasco francés), saqueo de su casa a mano armada, por $ 346; Andrés Chichizola (sardo) saqueo de su negocio e intimación a mano armada para que entregue el dinero efectivo, total, $1.035.
Por saqueo en sus negocios e intimación a mano armada siguen: Juan Lucero (argentino), Juan B. Solusse (francés), Juan Costa (sardo), Juan Echevarría (francés), Pedro Alcahenest (francés), Juan Guenon (francés), Juan Isaldi (francés), Juan Archaine (francés), Pedro Valls (francés), Juan Jaureguiberri (francés), Juan Iturralde (francés), Lorenzo Aguerre y hermano (francés), Bautista Doyhenard (francés), Juan Arambago (francés), Samuel Icart (francés), Jerónimo Gómez (argentino), Leopoldo Espinosa (argentino), Prudencio Gómez (argentino), Juan Méndez Casariego (argentino). Total 31 casas de negocios saqueadas en una población de 4.000 habitantes.

Referencias

(12) Portela, Manuel – “El asalto y saqueo de Gualeguaychú por Garibaldi”, 1945.
1983.
(13) Teijeiro Martínez, Benigno, Op. Cit.
(14) Alvarez, Jose S. (Fray Mocho) – “Salero Criollo”.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Gaceta Mercantil – Buenos Aires, 23 de octubre de 1845.
Razzetto de Broggi, Silvia – 1845, Garibaldi saquea Gualeguaychú


Giuseppe Garibaldi (1807-1882) - Parte 2


Gualeguaychú es saqueada
El 18 de setiembre la escuadrilla formada por cinco buques de cruz y catorce entre lanchones y balleneras, pasó por la boca del Gualeguaychú y remontó el Uruguay seis millas para que nadie sospechara del inminente ataque. En la noche del 19 al 20 sorprendieron a los dos guardias que celaban la Boca en una nave ligera. Bernardino Gómez, vecino de Gualeguaychú y marinero de un buque mercante, sirvió de baqueano a Garibaldi para entrar en el Puerto.
En la madrugada del 20 los Legionarios desembarcaron en el Saladero de Gianello, distante una legua de la ciudad y atacaron la indefensa Gualeguaychú. Sorpresivamente llegaron a la casa del Comandante don Eduardo Villagra y lo encontraron dormido. El comandante, las autoridades y guardias nacionales cayeron inmediatamente en las manos del enemigo. Según Fray Mocho:
“Garibaldí ordenó el fusilamiento de las autoridades de alto rango. Villagra, el alcalde, el administrador y el capitán Benítez fueron llevados a bordo. Los vecinos intervinieron rápidamente solicitando la libertad de los prisioneros. El italiano accedió al pedido. Se fortificaron los puntos más importantes y dominaron la ciudad. Inmediatamente se inició el saqueo. E1 soldado de policía Mariano Robles y el vecino Pedro Chamorro condujeron a los Legionarios a las casas donde había más para robar. (4)
Los vecinos de la tranquila ciudad vivieron dos días de pánico. Fueron saqueados 31 establecimientos comerciales y numerosas casas de familia. Los más perjudicados fueron comerciantes españoles, sardos, portugueses y franceses (5). Garibaldi se llevó un botín calculado en 30.000 libras esterlinas. (6)
En la casa de la familia Haedo (esquina Rivadavia y San José), aprovechada como Cuartel General, los invasores colocaron un cañón, amenazando la Comandancia y apuntando en dirección a la residencia del Comandante Villagra, (Rivadavia casi Ángel Elías). (7)

¿Por qué fue atacada Gualeguaychú?

Garibaldi en sus Memorias expresa: “El pueblo de Gualeguaychú nos alentaba a la conquista por ser un verdadero emporio de riqueza, capaz de revestir a nuestros harapientos soldados y proveernos de arneses para los caballos y de otras cosas necesarias. Era preciso desembarcar en él”. (8)
Los comerciantes damnificados suscribieron una protesta especificando los artículos y las sumas de dinero que les habían sido robadas.
Uno de los más perjudicados fue José Benítez, fundador y propietario del primer banco con facultad de emisión, establecido en Entre Ríos con sucursal en Gualeguaychú. Era además, comerciante, armador y saladerista. Los garibaldinos le sustrajeron cinco mil pesos y su goleta “Joven Emilia” que se encontraba en el puerto. (9)
En los suburbios de la villa se levantaba la chacra de Don Francisco Lapalma (la Azotea de Lapalma, hoy Museo de la Ciudad), cuya quinta producía abundantes frutas que don Francisco industrializaba o enviaba a Buenos Aires por vía fluvial. Esta no fue ajena al saqueo.
Al marcharse de ese lugar, los garibaldinos se enfrentaron con ocho gauchos reunidos por el Alférez Jorge Neyra, mano derecha de Villagra. Según el parte enviado al General Garzón y al Comandante General Galán, dice Neyra que “en la mañana del 21 de setiembre al salir el sol, una partida de gente, como de treinta hombres, había salido de la Villa de Gualeguaychú y los avanzó con ocho soldados; tres de ellos murieron y él se escapó con cinco compañeros después de habérsele boleado el caballo. Es de presumir, añadía, que el Comandante Villagra ha sido víctima y el pueblo entregado al saqueo”. (10)
Después de este encuentro, los salteadores retornaron a la casona de Lapalma conduciendo un herido grave, “con el rostro dividido por un certero sablazo”. Se tomaron un momento de descanso y se retiraron “abatidos y maltrechos por la brava arremetida”. (11)
En la noche del 21 de setiembre, Garibaldi ordenó la retirada porque se aproximaban las fuerzas de la división Nogoyá al mando del Comandante Reinoso y el escuadrón del Teniente don Rosendo Fraga.
Referencias
(4) Villagra, Eduardo J. – “Palo a Pique”, 1942.
(5) Saldías, Adolfo – “Historia de la Confederación Argentina”. Tº. IV (1919).
(6) Rosa, José María. Op. Cit.
(7) Sameghini, Andrea (María de las Mercedes Chaparro) – Página del Domingo. “El Argentino” de Gualeguaychú, domingo 19 de mayo 1974.
(8) Garibaldi, Giuseppe – Memorias, Tomo I, 1910.
(9) Gras, Mario César – “El pintor Gras y la iconografía histórica”, 1946.
(10) Teijeiro Martínez, Benigno, Op. Cit.
(11) Gras, Mario César, Op. Cit.

Giuseppe Garibaldi (1807-1882) - Parte 1


En los primeros años de la década de 1840, Entre Ríos debe enfrentar la invasión del Ejército Unitario dirigido por el general José María Paz y sus aliados: el correntino Ferré y el uruguayo Fructuoso Rivera. Urquiza asume el gobierno de una provincia acechada por múltiples peligros. “Nadie ha sido colocado al frente de la provincia en circunstancias más difíciles. El mando desnudo de cuanto halaga, sólo me presenta sus azares”, expresa al aceptar el gobierno. (1)
No puede ejercerlo por su actividad militar. En forma provisoria, lo desempeñan Vicente Zapata, luego su hermano, Cipriano de Urquiza y desde 1844 a 1846 don Antonio Crespo.
Las fuerzas de Urquiza y del uruguayo Manuel Oribe, derrotan ampliamente a Fructuoso Rivera en Arroyo Grande, cerca de Concordia. El régimen federal se afirma definitivamente en Entre Ríos, la que ostenta un sensible crecimiento económico al que no es ajena Gualeguaychú.
Entre tanto la Confederación vive momentos difíciles. A la guerra intestina entre unitarios y federales se suma, en 1845, el bloqueo Anglo-Francés contra la Argentina ante la negativa de Juan Manuel de Rosas de permitir la libre navegación de los Ríos Paraná y Uruguay a Inglaterra y Francia. Además, éstas reclaman el retiro de los diez mil argentinos que sitian Montevideo y el levantamiento del bloqueo que a esta ciudad había impuesto el Almirante Guillermo Brown.
Juan Manuel de Rosas explica que la Confederación no reconoce el gobierno usurpador de Fructuoso Rivera que desplazó violentamente al Presidente Manuel Oribe y que no descansará hasta que el gobernante legalmente elegido retorne al poder de la nación uruguaya. Sostiene también que los ríos Paraná y Uruguay están bajo la soberanía exclusiva de la Confederación y sólo a ella compete establecer o no la libre navegación de sus aguas.
Las pretensiones anglo-francesas son apoyadas incondicionalmente por los unitarios expatriados en Montevideo y sus aliados, los partidarios de Rivera.
El 2 de agosto de 1845 la escuadra argentina comandada por Brown es apresada por los Almirantes Lainé e Inglefield; los buques “San Martín” y “25 de Mayo” capturados por franceses que arriaron la bandea argentina e izaron la suya; el “General Echagüe”, el “Maipú” y “9 de Julio” tomados por los ingleses en los que izaron su pabellón. (2)
Los diplomáticos de Inglaterra y Francia hicieron enarbolar la bandera oriental en las naves apresadas y formaron una escuadrilla que pusieron a las órdenes del aventurero italiano Giuseppe Garibaldi.
Inmediatamente se adoptaron medidas de precaución en los puertos y costas entrerrianas.
El General Garzón, General en Jefe del Ejército de Reserva, ubicado en Arroyo Grande (Concordia) dio instrucciones para defender los puertos litorales, “especialmente el de Gualeguaychú, en cuyo Comandante tenía poca confianza”. (3)
El 1 de Setiembre Garibaldi asaltó la ciudad uruguaya de Colonia. Cinco días más tarde se apoderó de la indefensa Isla Martín García. Los Almirantes anglo-franceses le ordenaron se internara Uruguay arriba y atacara Gualeguaychú.

Referencias
(1) Bosch, Beatriz – Historia de Entre Ríos, Ed. Plus Ultra, 2ª edición, Buenos Aires (1991).
(2) Rosa, José María – Historia de la Argentina, Tº V – Buenos Aires (1993).
(3) Teijeiro Martínez, Benigno – Historia de Entre Ríos, Tº. II (1919).

jueves, 26 de septiembre de 2013

Eduardo Villagra


Nació en Gualeguaychú (Entre Ríos), el 13 de octubre de 1789, hijo de Lorenzo Villagra y Ortiz de Vergara, paraguayo, estanciero en ese pueblo, y de Socorro del León.  Provenía de familias de linaje.  En 1806 combatió en las Invasiones Inglesas desalojando a los británicos.  Fue alcalde de la Santa Hermandad.
En la época patria, en 1828, fue promovido a la comandancia militar de Gualeguaychú, manteniendo desde ese puesto la causa de la Federación, y resistiendo eficazmente las tentativas unitarias de Lavalle, Paz y Garibaldi.  En 1830, con López Jordán y Justo José de Urquiza apoyó la revolución contra el gobernador Solá, sustituido por López Jordán, época en que se firmó el Pacto Federal de 1831.
Lavalle tras derrotar al gobernador de Entre Ríos en 1839, y anular los esfuerzos de Estanislao López enfrentó a Urdinarrain, Cipriano de Urquiza y a Eduardo Villagra.  Lavalle iba al frente de jefes que habían triunfado en Maipú, Ayacucho e Ituzaingó.  Así se expresa el diario de Urdinarrain: “Cuando Lavalle invadió Entre Ríos, el coronel Villagra, con sus escasos soldados resistió al invasor unitario y le obligó a retroceder… la estrategia de aquél famoso militar no pudo vencer al corazón de hijo de Gualeguaychú”.
En 1841, Villagra, se casó con Tomasa de León Mosqueira que pertenecía al principal linaje fundador de Gualeguaychú, y a raíz de este matrimonio pasó la familia Villagra a ocupar la enorme y vieja estancia “La Cruz”.
El general Seguí, en nombre del ministro de Juan Manuel de Rosas, Felipe Arana, en una comunicación aplaudió el comportamiento de Villagra en los hechos de 1843.
Desde 1841 a 1845, ocurren memorables sucesos.  Paz derrota a Echagüe en Caaguazú; Urquiza asume la gobernación y acampa en Gualeguay junto con las tropas de los coroneles Villagra y Crispín Velázquez; Paz se adueña de Gualeguaychú; es asesinado un hermano del coronel Villagra; sus matadores son ejecutados después por el general Urquiza; de 1843 a 1844, las tropas del “Ejército Libertador” entran a saco y degüello en Gualeguaychú y es asesinado el gobernador Cipriano de Urquiza.
En la madrugada del 20 de setiembre de 1845 Giuseppe Garibaldi, aliado de los unitarios de la Banda Oriental y de los franceses desembarcaron en el Saladero de Gianello, distante una legua de la ciudad y atacaron la indefensa Gualeguaychú. Sorpresivamente llegaron a la casa del Comandante Eduardo Villagra y lo encontraron dormido. El comandante, las autoridades y guardias nacionales cayeron inmediatamente en las manos del enemigo.  Según Fray Mocho:
“Garibaldi ordenó el fusilamiento de las Autoridades de Alto Rango.  Villagra, el alcalde, el administrador y el capitán Benítez fueron llevados a bordo.  Los vecinos intervinieron rápidamente solicitando la libertad de los prisioneros.  El italiano accedió al pedido.  Se fortificaron los puntos más importantes y dominaron la ciudad.  Inmediatamente se inició el saqueo.  E1 soldado de Policía Mariano Robles y el vecino Pedro Chamorro condujeron a los Legionarios a las casas donde había más para robar.
En seguida, la actitud de Villagra hizo posible que las ciudades interiores se previnieran contra la escuadra garibaldina de 18 buques.  Garibaldi, luego de tomar Gualeguaychú, la abandonó, escribiendo en sus “Memorias” lo que es todo un elogio para Villagra y sus soldados: “en aquellos pueblos de gente belicosa no era raro ver a las mismas tropas derrotadas reorganizarse en un instante, formando columnas de caballería realmente maravillosas y de una movilidad y osadía a toda prueba”
Años más tarde, tras rudo batallar, se retiró a la vida privada, habitando con sus hijos y nietos, la ya entonces secular casona que todavía conservan sus descendientes (1).  Falleció en 1865, y en ese tiempo, lo recuerda Fray Mocho en “Salero Criollo”: “Villagra, uno de los mejores lanceros entrerrianos, compañero de Urquiza en todos sus combates… entonces el león estaba viejo… de él dijo Urquiza, “primero lo he de quebrar… antes que doblarlo”.  Era recto como la lanza que había usado en sus campañas y menos flexible que la moharra que más de una vez tiñera en sangre”.
Referencia
(1) La casa de la familia Villagra se halla situada en la esquina sudoeste de la intersección de las calles Yrigoyen y Rivadavia.  Fue el centro de las reuniones sociales de Gualeguaychú, siendo saqueada por Giuseppe Garibaldi en 1845. Actualmente es una residencia particular.  
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martes, 17 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 9


Las palabras que dicen provenir del rocío esconden bellamente el puro artificio y el esfuerzo que la naturalidad conlleva. Mucho sabe Hudson de ese salto entre las cosas (animadas e inanimadas) y las palabras ya que ni siquiera tiene las voces humanas apropiadas para transmitir el canto de las aves. Cuando las encuentra, intuye que nada garantiza su eficacia y que buscarlas es una batalla perdida desde siempre. Lewis Carroll, esa otra anomalía para la moral victoriana, le hace decir a Humpty Dumpty –mientras Hudson recorre la Patagonia- que, en cuanto a los significados de las palabras, la cuestión es saber quién manda. El libro en que Hudson cuenta aquel viaje de expedición y despedida, aparece veinte años más tarde y convoca al disparatado pero sagaz personaje: Fácilmente podemos perdonar a los poetas sus descripciones equívocas, puesto que como guías no son de fiar y muchas veces como Humpty Dumpty, en "A través del espejo", hacen que las palabras desempeñen "trabajo extra". En busca de conceptos bien fundados acostumbramos a acudir a los hombres de ciencia, pero, por extraño que parezca, mientras se quejan que nosotros –los no científicos- carecemos de ideas determinadas y correctas sobre el color de nuestros propios ojos, ellos han prestado apoyo a las fábulas del poeta, y se han tomado el trabajo, incluso, de convencer a la humanidad de su acierto. (Días de ocio: 169)

Otra vez fugando de los nombramientos y los titulados: se dice no científico pero se distancia de los poetas. Su estilo es engañosamente despojado y llano como es de engañosa la pampa vacía para quien no la sabe leer repleta de rastros. Ese dejo natural le exige correcciones, tachaduras, peleas con los adjetivos que no dicen lo que deben, extensas digresiones que parecen silvestres pero que han sido cultivadas justo para distraernos. Y lo logra, hasta que reparamos en que nos está contando la impresión que le causa un coro de tordos al pequeño bárbaro William, comparándolo con la música instrumental de algún salón inglés; o el susurro de los álamos con el de las olas que ha escuchado mucho años más tarde. El efecto se refuerza por la escasa jerarquización de los temas que nos lleva de la composición química de la luz de una luciérnaga a la reflexión sobre el panteísmo en la humanidad. Además de la displicencia con que recurre al dramatismo, sorprendiendo al lector en solidaridad con la tragedia de unas hormigas de las que hay miles.

En fin, los hechos triviales narrados como epopeyas y los viejos recuerdos reanimados como vivencias actuales, ocultan las trampas del lenguaje cuya artificialidad conmueve a nuestro autor tanto como la aparente naturalidad de las cosas. Su tierna manera de perseguir las voces que dicen mejor el mundo lo convierte en escritor casi a su pesar. Lástima que de esa búsqueda maravillosamente inútil que es toda su literatura, nada nos dice la combinación de versos elegida por sus amigos para el epitafio: Amó los pájaros, los lugares verdes y el viento de los matorrales, y vio el brillo de la aureola de Dios.

Laura Fernández
Universidad de Buenos Aires

Inauguración de una planta energética en Argentina en 1956

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 8



Ante la desgracia de que los datos no confirmen el Hudson deseado, muchos optan por encontrarlo contradictorio, incoherente, aturdido. Otros recrean un triste gaucho atrapado por la city más parecido a un águila enjaulada y en pena. Cuando no un romántico que prefiere el destierro antes de ver con sus propios largavistas los campos arados. Un hombre que vive a través de su escritura porque afirma que su vida ha terminado al dejar las pampas. Según una lectura simplista de esos dichos, Hudson es de a ratos Richard Lamb y vuelve a cabalgar mientras suspira tras las ventanas mínimas de su pensión londinense. El efecto atemporal de sus textos refuerza esa interpretación porque logra un presente continuo, fluido, errante donde casi nos sorprendemos con él ante el paso sigiloso de un ciervo o el nido escondido entre las ramas y gracias al cual olvidamos que la anécdota tuvo lugar hace unos ciento y pico de años.

Hudson mismo es, a la vez, autobiográfico y antibiográfico. No deja de hablar de sí pero evita las pruebas de su intimidad, quema manuscritos y pide a sus mujeres amigas devoluciones de las viejas cartas. En las breves epístolas salvadas hay oscuridades y malentendidos como los hay hasta en las vidas que se saben de antemano celebradas póstumamente. Guardan, también, huellas de un recorrido original fuera de las escuelas literarias, de las clases sociales y de las nacionalidades definidas; un Hudson algo nómade que nunca está donde se lo espera. Anda migrando como sus aves amadas y, por suerte para la literatura, dándole letra a ese narrador que es él aunque nunca del todo.

La otra poderosa ilusión de sus escritos provocada por la excusa de la Memoria es celebrada por los comentaristas como transparencia o diafanidad del lenguaje. Aquí aparecen fáciles imágenes de la naturaleza en las que su prosa corre como el agua o vuela como el cóndor, apaciblemente y sin mover las alas. Además, crece como los pastos, espontáneamente y al sol. Se trataría de una obra extraída de la naturaleza del siguiente modo: Hudson vaga y percibe con su fina sensibilidad, Hudson recuerda como quien revive, Hudson escribe casi como viviendo. Según afirma en su correo, abonando las metáforas vegetales, sueña con el día en que me encontraré al fin a mí mismo en absoluta armonía con todas las cosas animadas e inanimadas y tendré por lápiz una verde hoja de pasto y por tintero una gota de rocío asoleada y donde un día será como mil años y mil años, suponiendo que viviera tanto tiempo, serían como un día. (Cartas a Cunninghame)

lunes, 16 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 7



Escribir de Memoria es una ilusión

Si Sarmiento describe la pampa por intuición, Hudson la escribe de memoria. Es Martínez Estrada quien lo pinta como el más nostálgico de los emigrantes, siempre añorando la patria natal y lleno de saudades. Pero parece ser Cunninghame Graham quien toma primero esa palabra del portugués para explicar mejor los sentimientos de su amigo ¿O es el traductor quien encuentra más efectivo decir sufría de saudades que nomás extrañaba el pago? No es el único inconveniente de trabajar con traducciones en lugar de recurrir a los originales en inglés; Jurado ya despotricó contra esa pretensión y lo haría nuevamente ante este intento. Sin embargo, alcanza para este ensayo aceptar las contrariedades de la traducción y proyectar otro que se ocupe, justamente, de esa compleja operación.

Antes se nos aparece una trasposición original desde lo visto alguna vez a lo reactualizado en la escritura, a través de una evocación intachable. Basta una hoja o un sonido para desatar -como la madeleine de Proust- toda una narración de experiencias que estaban allí para ser revividas. La Memoria de Hudson supone la copia fiel tanto como en su momento lo prometieron la fotografía y el cinematógrafo. Es una Memoria de registro, un gran ojo que se pasea por todo lo vivido como si hubiese sido almacenado en bruto para que alguna vez el ya viejísimo Hudson pudiese recuperarlo. Casi todos los comentaristas destacan su memoria prodigiosa, un hombre que recuerda el matiz verdoso de un yuyo pero ha olvidado el castellano que intenta practicar cuando su sobrina Laura lo visita en Londres. Quizás las sonoridades de ese idioma no lo han impresionado tanto como la llanura, los escasos árboles y los muchos pájaros, protagonistas de su autobiografía Allá lejos y hace tiempo. Es el libro que narra su infancia, período en que se percibe todo por primera vez y se garantiza, según su propio requisito, la evocación por excelencia. Páginas escritas de un tirón en la convalecencia de una fiebre que como por milagro despeja las brumas de los viejos tiempos; editadas casi a la par de su testamento, eso que uno escribe para cuando ya no pueda decir nada más. Y aquí su otra obsesión: el temor a la muerte presente desde que los médicos le prescriben una existencia corta y una partida de sorpresa, a causa de una debilidad cardíaca descubierta después de una gripe adolescente. En contra, entonces, de la muerte y del olvido, escribe como quien recuerda bajo una hipnosis providencial; técnica admirada y defendida de sus detractores por el Hudson psicólogo que sabe ser cuando intenta explicar las bondades del ocio o el horror que nos provoca un simple bicho.

Bajo esta Memoria fotográfica operan, como dos ilusiones fascinantes, la continuidad vida-obra y la naturalidad del lenguaje. En la primera, participan sobre todo los reseñadores que intentan encontrar en su biografía algunos indicios para comprender cierta incoherencia de la obra. La mayoría ansiosa por comprobar que los personajes tienen más relación con su creador de lo que él mismo confiesa, a pesar de frases bastante elocuentes como es una ilusión suya creer que las aventuras allí relatadas son autobiográficas. (Cartas a Cunninghame) En contra de las interpretaciones forzosas lo descubren vestido de tweed y sin poncho o lo leen en sus cartas afirmando que conoce bien la pampa porque es su tierra nativa aunque abandonada para habitar nuestro suelo inglés. Para desencanto de varios, no se le escuchó una condena firme de la tiranía rosista, ni una alabanza a la modernización genocida, ni un saludo a los europeos migrantes. Tampoco han dado con la cita que explique satisfactoriamente su partida, mucho menos su reticencia a volver pese a las invitaciones de algunos familiares que lo tientan con imágenes de avecillas y de flores.

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 6



 

Alguna vez podríamos trazar sobre las pampas un mapa que sin respetar la buena cartografía ilustre estos encuentros. Hombres de a caballo (y mujeres) que las recorren, las escriben o las conquistan, con la pluma con la espada y la palabra, para después alambrarlas y sembrarlas de pueblos en damero con nombres de generales y llenar las vitrinas de los museos europeos con sus especímenes embalsamados. El Hudson romántico –cuyo nombre bautizará la localidad que hoy todos pronuncian "údson"- prevee ese destino, abandona la taxidermia y elige, además del destierro, utilizar algo de ese paisaje como inspirado escenario de un relato utópico. The crystal age fue publicada sin su firma en 1887, dos años antes de la más reputada News from nowhere de William Morris (a quien Hudson considera un autor tibio) y nos tienta si quisiéramos con una nueva genealogía que lo convoca, la del pensamiento utópico en nuestro país.

Esta reunión caprichosa de algunos naturalistas célebres y un militar extravagante tiene como excusa no sólo que todos escriben sino que sus notas de campo registran las manifestaciones del lenguaje, esa otra cosa que parece natural. Falkner escucha y practica sin suerte las lenguas locales. Muñiz resume en un glosario fantasioso las voces gauchas entre cuyas acepciones tienen lugar hasta los dioses griegos, como corresponde a un miembro de la Sociedad de Amantes de la Ilustración; además de cartearse con el director de la Real Academia Española. Ameghino propone un sistema de escritura taquigráfíca que se aprende en tres horas y es de suma utilidad para tomar notas veloces. Barros escapa a la limitación de su oficio y redacta informes que no desdeñan la belleza poética inspirada por el horizonte. Sus libros compilan los malentendidos entre los indios, los lenguaraces y los funcionarios corrompidos que hablan la lengua de los fortines. A su manera, estos hombres no tienen más que llanura y libreta. Vagar, ver y escribir sobre las rodillas sin desmontar. O al lado de la bicicleta, como continuó Hudson cuando la pobreza londinense primero y la edad después, le quitaron el caballo.

Pero, las notas de campo no son literatura

Dicen quienes lo persiguieron en bibliotecas y papeles familiares -pese a su deseo de matar su memoria con él- que, como buen naturalista, siempre tomó notas de campo. Incluso escribió un diario en el barco del exilio para después dedicarse a los artículos de la Royal Zoological Society y a su colaboración en la "Argentine Ornithology". A la par de esas notas sobre el comportamiento animal intenta alguno que otro poema, entre ellos, una canción de cuna publicada, según Ara, oculta bajo un seudónimo femenino que nos entristece. ¿Querría Hudson proteger su reputación de científico inminente? ¿O ya sabrá, como confiesa en una carta posterior, que su talento para la poesía no está a la altura de las emociones transmitidas? Cree como Virginia Woolf -quien llegó a admirarlo en Londres y en vida- que la poesía es la expresión literaria más genuina y más difícil, por lo tanto, resigna su deseo. Así, su obra completa incluye novelas, cuentos, ensayos y artículos periodísticos pero es imposible que respeten como se debe las reglas de los géneros. En una novela puede detenerse a explicar las costumbres de ciertos mamíferos y confiamos en que la información proviene del más riguroso de los observadores. En el mismo sentido, recurre a unos versos ajenos para ilustrar la furia cazadora de un insecto mientras en sus arrobadas descripciones del abdomen de un ofidio alcanza la altura poética que cree carecer.

Sus textos reproducen el vagabundeo de los recorridos campestres. El naturalista puede preveer el objeto de su interés pero, en general, los ejemplares salen al cruce para ser atrapados por la libreta de notas tan azarosamente como aparecieron. Después serán pulidos y dispuestos a la exhibición con algunas palabras más que las dictadas por la libreta y por la memoria. Ese agregado, esa traducción entre unas pocas líneas al paso y la belleza de una página le valieron, al fin, reconocimiento y colegas. A pesar de ello, W. H. Hudson no se considera un escritor artista, y se los aclara provocativamente en los cafés literarios y en sus casas de campo en cuyos alrededores aprovecha para tomar más notas. Su escritura parece deber menos a la inspiración que a la delicadeza de sus sentidos. Está tan convencido de que las percepciones deben ser fuertes y únicas que suele evitar reincidir en un paseo o en una perspectiva con tal de preservar la impresión de la primera vez. Sólo la memoria así estimulada ofrecerá un recuerdo válido para contarles a todos en novelas, relatos breves o modestos poemas. Tanta subjetividad y tan descarado sentimentalismo son imperdonables para un espíritu cientificista. No hay modo de salvarlo con la excusa de que es un botánico que escribe bien o un biólogo todavía más cercano al influjo de la campiña que al gabinete del Museo Británico. Irremediablemente traiciona la exigencia de un correcto naturalista quien, con binoculares o sin ellos, sólo debería apuntar lo que ve para que otros acrecienten sus saberes sobre el mundo natural. Sin embargo, con su inevitable primera persona del singular, su errancia por los géneros, su extremada sensibilidad ante cualquier criatura viva y su silvestre vocación filosófica, Hudson trasciende el simple oficio de escribiente anónimo al servicio de la ambiciosa enciclopedia de la ciencia universal.

domingo, 15 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 5




El descubridor del extinto Muñifelis bonariensis produce una variación de la metáfora marítima al ver el campo como una sirena que encanta o aquerencia a riesgo de que el gaucho deje sus huesos blanquiando entre las pajas o a orillas de una laguna. (Muñiz) Los otros huesos, de gliptodontes y megaterios que él había arrancado a orillas del río Luján, son enviados prolijamente a Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes para comenzar a construir la gloriosa historia antediluviana y nacional. Con notas de un rigor conmovedor y bajo la consigna ¡Viva la Federación!, Muñiz indica al Exmo. Señor la manera en que deben extraerse los fósiles para armar sin errores la cola bestial del Clygtodón. Instrucciones vanas porque el Tirano amante de los benteveos, hace que los cajones sigan viaje directo a los museos de Londres y París para indignación posterior de Ameghino quien sí podrá repletar de esqueletos las salas patrióticas de nuestros museos. Tarea desplegada en franca disputa con Burmeister, sabio alemán que había provocado el encuentro entre el todavía no perito Moreno y el incipiente excavador William, quien se desprende de algunos huesos para observar mejor los pájaros sobrevolando la pampa sin árboles. Cuando más tarde Mr. Hudson se entretiene con los "Birds in London" aquí se organiza el culto al eminente Ameghino, tanto como para peregrinar laicamente hasta su casa en Luján o estamparlo en los libros escolares como ejemplo cívico. La ciencia natural y nacional se consagra en otro patriótico centenario obteniendo la personería jurídica como Sociedad Argentina de Ciencias Naturales en 1916. Sus miembros poco vagan por los campos y su preocupación es, ahora abastecer con investigaciones edificantes las aulas que producen, año a año, flamantes argentinos. En esa cruzada, Ameghino es el más meritorio porque la antigüedad del hombre en el Plata, tal como él la había datado, nos proclama cuna de la civilización. (González, Horacio) Justo cuando buscamos emparentarnos con las naciones modernas y para eso montamos un fabuloso stand en la Exposición Universal de París de 1889 donde premian con medalla de oro a nuestro sabio, sellando otra imaginación sobre la pampa ahora paleontológica y estratificada.

Quienes aspiran a incluir en esta genealogía a Hudson, se topan con una descripción detallada de las flores que gustaban a su madre y, enseguida, un réquiem emocionado y perdido entre las especificaciones sobre el modo en que esta planta se reproduce en cierto momento de la primavera en el cual la hierba es de un color particularmente glorioso. Además, el autor se jacta de su disfrute del ocio y alardea sobre su falta de instrucción académica: Llega el anochecer, que pone fin a mi inútil investigación, y digo inútil con verdadero placer, porque si hay algo que nos sentimos inclinados a detestar en esta plácida tierra es la doctrina de que todas las investigaciones que se lleven a cabo en el reino de la naturaleza deben reportar algún provecho, presente o futuro, para la raza humana.(2) Su amigo, Cunninghame Graham, le oyó decir heréticamente que preferiría ver perdidas todas las obras de los griegos antes de que se extinguiera una especie. Hudson no es un clasificador ni un coleccionista, tan frecuentes en la ciencia moderna, sino un observador vital que de pequeño cazador en las pampas del degüello pasa a anciano defensor de ardillas del Hyde Park. Pobre niño autodidacta; quizás, se lamenta un autor que quisiera contarlo para la ciencia, tendríamos al doctor Hudson si cerca de los ombúes hubiera habido una escuela, como la del otro Dominguito, a la cual no faltar nunca. Pero para eso fueron necesarias otras expediciones del todo más asesinas y también escritas.

El militar Álvaro Barros publica su informe sobre las "Fronteras y territorios federales de las pampas del sur" en 1872. Por años ha recorrido la pampa que siente como el océano pero que sabe cruzada de malones; para atajarlos lo enviaron a la frontera. Desde allí denuncia las corrupciones oficiales y la arbitrariedad de las campañas con una frase lamentablemente menos famosa que la otra: la civilización por el exterminio no es civilización sino barbarie. El después figurado gobernador de la Patagonia, hace su propio inventario pero no de minas explotables ni de raros insectos sino de hombres y caballos dispuestos a extender la patria. ¿Habrá contado entre ellos al jinete Hudson? Martínez Estrada también pregunta a la pasada si se habrán conocido en los pagos de Azul donde uno cumplía órdenes y el otro mandaba. Y donde Barros se preocupa por el ocio de dos o tres mil hombres conminados a soldados que no será seguramente coger margaritas y flores del aire para reconcentrar en un solo sentido (el del olfato) todos sus goces y entonces pide que envíen mujeres pero no esas que siempre siguen a los ejércitos y sí de las que constituyen hogares porque una población sin mujeres se disuelve. Nosotros sabemos, porque Martínez Estrada ha sustentado su interpretación de la filosofía de Hudson en los sentidos y sobre todo en el olfato, que William aprovechará su estadía en los fortines para oler, si no margaritas, alguna que otra flor olvidada por la poesía y por la botánica. Como Muñiz, comprobará de cerca las bondades del avestruz americano aunque no compartirá su destino de víctima de la fiebre amarilla porque en 1871 está en la Patagonia escuchando los pájaros ignorados por Darwin. Después describirá en Ralph Herne el cuadro dramático que nunca vivió, con sólo haber visto y recordar, el cuadro que Blanes pintó sobre la masacre de la peste en los conventillos pobres.

sábado, 14 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 4




Los naturalistas vagan hasta que reina Ameghino

Hasta el siglo XIX, el inventario de las llanuras sudamericanas había estado a cargo de algunos visitantes mandados a sopesar las posibilidades de la región a favor de la industria, la política, la ciencia o la literatura de entretenimiento europeas. Falkner, calvinista devenido misionero jesuita, se aleja del río hacia 1750 para habitar entre los tratables indios que rodean la Laguna de los Padres. La falta de espejitos y alimentos básicos despierta la sempiterna incivilidad indígena y hace fracasar la bienintencionada Reducción del Pilar.

Expulsado y vuelto a Inglaterra, el padre Tomás Falkner redacta sus memorias que son retocadas por William Combe, afanosamente dedicado a convertirlas en un informe de utilidad pública indicando posibles puertos y peces comestibles, por las dudas que los navíos reales tuvieran que hacer un día las invasiones inglesas.

Además de médico, profesor y sacerdote, Falkner es un naturalista que no sólo apunta su encuentro con un yaguarú y la variedades del gato salvaje sino que rasca la superficie para encontrar unas pocas vértebras e intuir que por debajo las pampas tienen mucho más que decir. Su "Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur" es publicada y criticada aquí por Pedro de Angelis, editor por excelencia de quien en 1833 se aventura en una temprana conquista que le vale el título de héroe del desierto. En esa expedición hacia el sur, Rosas rescata cautivos, asegura las endebles fronteras y se cruza con un joven naturalista inglés contento de que tan eximio jinete y comandante lo recibiera. Pudoroso de ese deslumbramiento casi adolescente, Charles R. Darwin anotará al pie del libro sobre su viaje por esta parte del mundo que, vistos los hechos posteriores, la Confederación no era tan buena y sí tan irregular como parecía.

Sabe de las pampas porque ha leído al padre Falkner pero mucho más va a saber cuando abandone nuestras tierras repleta de ideas su cabeza acerca de las edades del planeta. El hecho de que todo se le haya ocurrido en esta superficie rala pero bondadosa en datos geológicos, alcanza para contarlo entre nuestros científicos, según propone Sarmiento cuando le toca hablar bien de Carlos Roberto Darwin recién fallecido.

Hudson recibe de regalo El origen de las especies y a pesar de rendirse ante el impacto de sus tesis, no deja de criticar a su autor en cuanto tiene oportunidad obligándolo, incluso, a rectificarse. Darwin olvidó esto, omitió aquello, confundió lo evidente y, el colmo de las faltas, no registró la belleza musical de las aves patagónicas. Un participante más amable en el extendido epistolario con el que Darwin recaba los datos para la teoría que explicará todo, es el naturalista bonaerense Francisco Javier Muñiz. Su biografía parece una colección de hitos nacionales: lucha en las invasiones inglesas, destaca como teniente coronel en la batalla de Ituzaingó, es miembro de la Convención Constitucional de 1853, con más de setenta años participa de la Guerra del Paraguay y muere en plena batalla contra la fiebre amarilla.

Sarmiento rescata más que fervoroso su obra civilizatoria; cómo no hacerlo con un soldado omnipresente, médico de parturientas, investigador de la vacuna indígena, naturalista excavador, canciller espontáneo y vindicador del ñandú argentino ante la infamia de que, como el de África, escondería la cabeza para evitarse el peligro.



viernes, 13 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 3



Si lo que deslumbra al Borges maduro es la superación de todo pintorequismo a través de la comunión de un duelo de cuchillos entre paisanos y una cita de Stevenson, lo que conmoverá a Martínez Estrada es la vitalidad desbordante, cierto aire aristocrático de quien desconfía de las multitudes y el gusto compartido por los pájaros de la zona. La inquietante extranjería en su idioma inglés bien castizo hace de Hudson un instrumento útil para confrontar la canonización gaucha y nacionalista.

Nada puede decirse en purísimo criollo y poco puede lograr la empobrecida literatura nacional apropiándose autores de otras tradiciones. Mejor será buscar en la ineludible traducción las posibilidades reales para las letras argentinas siempre en diálogo con la literatura universal. En ese sentido, "El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson" de Martínez Estrada termina citando a Hamlet igual que el "Far away and long ago" de su reseñado.

Aquí deberíamos indicar lo que dicen varios pero Michel Foucault escribe más fácil que todos: el lenguaje no expresa las cosas tan fielmente como pretendemos y, por lo tanto, estamos condenados y fascinados por interpretaciones infinitas y en combate, que si pueden ocultar su condición de tal presentándose como definitivas y naturales, mejor. El Hudson es nuestro de Martínez Estrada o el Hudson es inglés de Borges parecen no aceptar otra lectura que la literal pero no son más que otras de las numerables interpretaciones que construyen nuevos sentidos, algunos otros Hudson y varias modalidades de lo nuestro.

Así resultan paradojas como la de la "Revista Hispánica Moderna" cuyo dossier se denomina Guillermo Enrique Hudson visto por los argentinos, sugiriéndonos una nueva forma de la ciudadanía que no tiene un lugar fijo ni en las cartografías ni en las mitificaciones.

Tanto como en el idioma, la patria parece estar inscripta en el paisaje pero aquí las discusiones se tornan geológicas, topográficas y hasta poéticas. ¿Cuál de todas las pampas nos cuenta Hudson? ¿La ondulada del litoral, la vecina y oriental del Uruguay, la reseca de "Días de ocio en la Patagonia"? Jurado señala enojada que los amistosos comentaristas confunden nación y paisaje. Nosotros diríamos que quieren confundirlos para ligar de una vez territorio-nación-idioma como una cifra que todo lo explique y que distinga lo nacional de lo foráneo.

Sin proponérselo, Hudson la hace estallar amablemente porque su pampa es la del recuerdo infantil con todas sus trampas y no la del cruce entre tales paralelos y cuales meridianos; su pueblo es un conjunto de vecinos vistosos pero alejados del mito gaucho y su idioma es el inglés que eligió para escribir, entre otras cosas, sus treinta y tres años de vida argentina.

El exilio no le asegura el reconocimiento inmediato. Varios años en Londres soportará la pobreza que es más dramática según el grado de heroísmo que quieran sostener sus relatores. Mientras sus artículos científicos mejoran al adquirir el inglés técnico de la Historia Natural, gana algo de dinero con Chester Waters rastreando árboles genealógicos para norteamericanos ansiosos de nobleza europea. Nadie lo ha mandado a emigrar y tampoco nadie le pidió volver como sí hacía la corona con esos enviados ilustres que llamamos viajeros ingleses del siglo XIX. Por la certera descripción de nuestro paisaje podríamos contar entre ellos a Hudson. Dos datos a favor de este intento: la repugnante fascinación del matadero y la metáfora de la pampa como mar. Pero, nacer en Quilmes y ser criado en Chascomús invalida toda pertenencia creíble a las huestes de Head; además, sus textos son inútiles para informar las potencialidades económicas de la región. En ellos no hay mensuras ni contadurías sino alguna que otra avispa y un montón de pájaros.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 2






Pese a los arrebatos de sus admiradores, Hudson resiste mejor que otros todo intento de brutal nacionalización. De padres norteamericanos protestantes, esquiva la evidencia del registro en la Methodist Episcopal Church -que lo indica nacido en el campo "Los Veinticinco Ombúes" de Quilmes el 4 de agosto de 1841- tanto como la fuerza de lo telúrico que conectaría su prosa con lo más hondo de la tierra (pampeana y argentina). Aquí es nombrado y no bautizado William Henry, a pesar del Dominguito que los vecinos criollos le agregan por respetar el calendario. Familiaridad que para algunos lo convertiría en un mismísimo gaucho aunque sabemos que no es fácil definir si es el caballo, la indumentaria o la payada lo que hace gaucho a un hombre. De las chinas sabemos menos pero tampoco el matrimonio lo hace argentino porque salvo un temprano enamoramiento local, la elegida para casarse es Emily Wingrave, señora mayor y convenientemente dueña de la pensión que lo hospeda en Londres. Habrá que explicar, entonces, por qué un patriota deja la tierra donde vio la luz o que lo vio nacer, aunque para eso está la hipótesis romántica en la que alguna dama prohibida o algún rechazo mal dado lo hayan despechado y puesto sobre el vapor Ebro en 1874.

Sin embargo, los líos de polleras opacan la imagen de galante asexuado que tanto irrita a Alicia Jurado, una de sus más prolijas intérpretes pese a las resistencias del autor a toda póstuma biografía. Hasta el final las mujeres parecemos haber perturbado a Hudson quien se declara tan conmovido en su presencia como ante las serpientes o la Naturaleza confirmando, una vez más, símbologías que cargamos desde Eva. Este temprano militante de la ecología nos recomienda en artículos varios que dejemos de usar plumas en los sombreros y será, el resto de su vida, segundo de la Sociedad Protectora de Aves presidida por señoras de paso sufragistas.

Coherente hasta la exageración, la versión más corriente de su partida es que no soportó ver a su pampa alambrada y a sus pájaros asesinados por los despreciables italianos que llegaban en bandadas. Prefirió recordarla salvaje y virgen, ajena a los cultivos extensivos y a las vías férreas que la anudarían en abanico cerrado sobre el puerto de Buenos Aires. Lo cierto es que desembarca en Southampton el año que termina la presidencia de Sarmiento pero no recuerda especialmente al desterrado que hizo el mismo camino unos años atrás para alegría del reciente mandatario. También apodado "el inglés", quizás por sus ojos celestes, Rosas lo había fascinado de un modo que recuerda a los primeros que se atreverán a expresar, unos años después, que Juan Manuel habrá sido asesino pero su originalidad y su talento para el terror eran únicos.

El niño William había copiado el respeto que su padre Daniel le prodigaba al Restaurador pero, más tarde, alimenta ese sentimiento con una anécdota popular que muestra al Tirano perdonando un reo sólo porque lo conmueve su descripción del benteveo. Ese gesto delicado y magnificente conmueve a su vez a Hudson quien, ya mayor, tienta una leve disculpa por su distracción aunque hace nueva gala de su indiferencia política partidaria o de su falta de corrección política cuando, al pasar por las tierras del exilio de Mr. Rose, sólo comenta qué lindos pajaritos la habitaban.

El gobierno de la mazorca pertenecía a su infancia, es el color de fondo que describe en su primera novela "The purple land" editada en 1885 pero leída con éxito mucho tiempo después cuando pierde el subtítulo that England lost. El diario "La Nación", en Buenos Aires, había publicado un año antes el relato "La confesión de Pelino Viera" donde ya aparecían, aunque todavía carecieran de críticos notables, las peripecias de una traducción cultural más que compleja entre lenguas, culturas y tiempos.
Hudson había aprendido el inglés doméstico de su hogar, el anglosajón culto de una biblioteca generosa pero detenida un siglo antes y el castellano oral y agauchado con el que trabajó en el campo como uno más. A pesar del mil gracias o el mi amigo con los que se divierte en sus cartas, desconoce la ortografía; aunque algunos autores pretenden que pensaba en español y que la traducción se operaba bajo los efectos de una nostalgia de la que no pudo recuperarse. A los polemistas se les nota la vieja discusión por la literatura nacional porque si el color local es purple y el autor asegura su pertenencia a la gauchesca hablando de los gauchos pero no recuerda cómo hablan, habrá que abandonar las avanzadas nacionalistas sobre Hudson o aceptar que la patria no se agota en la descripción de una tropilla.

Fácil es presentir la intervención del Borges criollista quien en "El tamaño de mi esperanza" (1926) reseña La tierra cárdena indicando, sin ninguna "d" final, que es un libro más nuestro que una pena, sólo alejado de nosotros por el idioma inglés, de donde habrá que restituirlo un día al purísimo criollo en el que fue pensado. Claro que de ese libro abjura para sí mantener hasta "Otras inquisiciones" el comentario Sobre The purple land. Pasando por un abreviada Nota a La tierra purpúrea para la Antología de Hudson que publicará Losada en 1941 y donde, curiosamente, se ha suprimido: Una observación última. Percibir o no los matices criollos es quizá baladí, pero el hecho es que de todos los extranjeros (sin excluir, por cierto a los españoles) nadie los percibe sino el inglés. Miller, Robertson, Burton, Cunninghame Graham, Hudson.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 1


En la Inglaterra victoriana y casi a los ochenta años, William Henry Hudson recuerda que en las pampas bonaerenses fue Guillermo Enrique. Y lo escribe. A mediados de los años veinte, algunos escritores argentinos se acuerdan de este paisano que emigró joven y descubren una inquietante obra completa que parece gaucha pero está en inglés. Fue necesario que nos visitara el poeta indio Tagore y preguntara a sus anfitriones de la revista Sur qué más podía leer de uno de sus autores preferidos para que, avergonzados por el olvido, se propusieran recuperarlo. Así, durante las próximas tres décadas aparecerán prólogos, artículos y libros sobre William y sobre Guillermo, según lo que busquen cifrar en ese nombre que bien leído podría significar la patria.

Entusiasmados, los comentaristas ensayan aposiciones más o menos reveladoras como gigante pampeano, naturalista sapientísimo, viejo comedor de caracú, hijo pródigo, el más criollo de los escritores nacidos a orillas del Plata, británico y también hombre de nuestra llanura, verdadero sentidor de la pampa, escritor inglés, gaucho desprovisto de todo aditamento y ornato puramente externos, angloargentino, autodidacta, nómade contemplativo, intérprete romántico del Nuevo Mundo, inglés chascomusero y hombre de ciencia universal, viajero empedernido, primer lector argentino de "El origen de las especies", romántico inveterado, y barbecho de viñas nórdicas regado con el agua de la pampa. (1)

Aunque algunos se reúnen en la Asociación Amigos de Hudson y otros, como Astrada, los acusan de panegiristas rastacueros, todos intentan encontrar en la biografía señales para entender la obra. ¿Es argentino o inglés?, ¿Científico o poeta?, ¿Naturalista o escritor?

La patria en la lengua

Que la lengua contiene la patria y que la patria se dice en la lengua son fórmulas repetidas hasta que escandalosas convivencias de dichos pamperos y ruiseñores británicos vienen a impugnarlas. Guillermo Ara hace el patriótico esfuerzo de encontrar en la prosa inglesa de Hudson los ecos gauchescos de algunos giros. (2) Por ejemplo, My faults are more numerous that the spots on the wild cat podría ser frase que un Martín Fierro hubiera dicho como Tengo más vicios que manchas el gato salvaje, para más tarde exclamar algo así como Madrecita de mi alma! o Little mother of my soul!

Para sus lectores británicos, Hudson fue un exotismo dentro de lo exótico de la literatura de lejanías ya que, más cerca que las pampas, les eran las áfricas que colonizaban con mayor contundencia. Sin embargo, las llanuras recorridas a caballo por esos hombres barbados y contadas en la voz del imperio mechada por palabras de cándida extranjería, bastaron para reconocer en William Henry un escritor compatriota que recibió, pese a la resistencia apuntada por sus biógrafos, una pensión de la corona.

Pero, ay de las erratas; nuestro pampeanísimo autor parece decir maté a la sagrada infusión que ya no toma y pechicho a los cuzcos que se le cruzan. Aunque Ara lo vuelve a salvar de lo que Hudson no se hubiera avergonzado señalando que, con toda probabilidad, el error provenga de los editores ingleses. Y para librarnos de toda duda, Fernando Pozzo se cartea con Robert Cunninghame Graham -Don Roberto de tanto andar por estos parajes- y confirma que su amigo era un gaucho de viejo cuño encolumnado en una lista de genios que incluye a Dante, Shakespeare, Cervantes y Conrad.


(1). En orden de enumeración (ver bibliografía): Lucilo Oriz, Fernando Pozzo, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Velázquez, Enrique Espinoza, Alicia Jurado, Luis Franco, Carlos Astrada, Antonio Gallo, Haydée Jofre Barroso, Juan Azcoaga, Jorge Casares, Hugo Manning, Jorge L. Borges, Jorge Pickenhayn, Julio Orioni y Fernando Rocchi, Newton Freitas, Angélica Mendoza.

(2). Hudson, W. H.: Días de ocio en la Patagonia, AGEPE, Bs.As., 1956, pág.122.

Minguito - Monólogo: El Perro

jueves, 5 de septiembre de 2013

Primeros cementerios de Flores - Parte 3


En mayo de 1867 varios vecinos del cuartel 2º se presentan a la Municipalidad de Flores pidiendo que interceda ante su colega de la Capital para que deje sin efecto el proyecto de establecer un denominado “Cementerio del Sur” en aquella vecindad, situación que motivó una enérgica protesta ante el gobierno, ya que la Municipalidad de Buenos Aires “no tenía jurisdicción en este municipio”. Pero a raíz de haberse aprobado el proyecto de ensanche de la Capital por las cámaras provinciales, el terreno del llamado cementerio del Sur, hoy Parque de los Patricios, se segregó del partido de Flores quedando fuera del alcance de la Municipalidad local.

Mientras tanto, la inmediación del cementerio de Flores con la zona urbanizada preocupaba seriamente a la municipalidad, que en diciembre de 1867, se dirigió al agrimensor Arana para que le informara sobre los terrenos de propiedad pública donde fuera posible la “plantación de un nuevo cementerio provisionalmente, por encontrarse el actual en muy malas condiciones higiénicas”. Arena eligió un terreno al Sur entre las chacras Zavala y Ramos de treinta mil varas cuadradas, pero no se llegó a ningún acuerdo sobre este asunto.

En marzo de 1869, los municipales autorizan al presidente para que se dirija al gobierno de la provincia, ofreciendo pagar el valor correspondiente, para establecer un nuevo cementerio en los terrenos de la Chacarita. Pero ello no pasó de un proyecto, entretanto se decidió instalarlos en los terrenos al sur, linderos con el bañado y arrendados hasta entonces al antiguo juez de paz Isidro Silva, inaugurándose en setiembre de 1871 y clausurando definitivamente el antiguo cementerio desde el 1º de enero de 1872. El artículo 4º de la ordenanza correspondiente disponía que:

“Las personas que quieran construir bóvedas en el nuevo cementerio, por razón de la inhabilitación de las que tengan en el viejo, lo solicitarán de la Municipalidad. La corporación dará el terreno gratis para la nueva construcción, con relación al local que hayan ocupado en el primero”.

En estas condiciones se trasladaron los restos del primitivo cementerio al actual. Allí están depositados, en la bóveda de Tomasa Millán de Pereyra, su hija, los despojos de Antonio Millán. Al frente de la puerta principal, a unos cien metros, se destaca la blanca bóveda de la familia de Flores, que tiene una interesante historia.

En 1867 se presentaron a la Municipalidad los herederos de Ramón Francisco Flores solicitando comprar un terreno en el cementerio para construir una bóveda con el fin de trasladar a ella los restos del general José María Flores y otros miembros de la familia. El presidente de la Municipalidad Gervasio Castro en sesión del 4 de octubre propuso se les donase el terreno que solicitaban en atención a que el fundador Flores “había hecho donaciones de varios terrenos en el pueblo, como eran para Plaza, Corrales, etc. y cuyos recomendables antecedentes son notorios en el partido”.

Los municipales acordaron por unanimidad: “Que se les hiciera saber de oficio a los herederos del fundador Flores: que la Municipalidad atendiendo al mérito de que había sido acreedor dicho finado había dispuesto destinar en el Cementerio de este Pueblo, un terreno de tres varas de frente por tres de fondo de los terrenos que se hallen desocupados, el cual servirá para los que fallecieren de sus familias”.

Luego de habérseles mostrado los terrenos vacantes, los Flores se mostraron disconformes, pretendiendo que se les concediese en la calle principal como correspondía al fundador del pueblo. Ello motivó “una larga discusión en que participaron todos los Señores Municipales”, quienes decidieron finalmente concederles el solar que pretendían comprometiéndose los Flores a su vez, a edificar una bóveda de gran valor para mayor adorno del cementerio.

Así surgió la bóveda actual que ostenta en lo alto la fecha 1868 y debajo, encima de la puerta de entrada, la siguiente inscripción:

“Aquí yacen los restos mortales de la familia Flores, fundadores de este pueblo”.

Fuente
Cunietti-Ferrando, Arnaldo J. – San José de Flores. El pueblo y el partido (1580-1880) – Buenos Aires (1977).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Primeros cementerios de Flores - Parte 2


“El 20 de Setiembre de 1832 fue bendecido el nuevo Cementerio por el cura que firma, autorizado por el ilustrísimo señor Obispo y Vicario Apostólico acompañado del Juez de Paz y vecindario y dos eclesiásticos más que solemnizaron la función habiendo sido cantada. Este edificio se ha construido con donativos del vecindario y del Gobierno de la Provincia. Martín Boneo”. (4)

En efecto, una circular de Rosas del 1º de junio de 1831 había dispuesto que los jueces de paz de la campaña entregaran los importes de las multas a beneficios de las iglesias. Terminada la de San José de Flores, este dinero se aplicó al cementerio del pueblo. Años después fue ampliado y refaccionado. El propio doctor Boneo consignó la noticia:

“El día 27 de octubre de 1850 se le dio doble extensión al Cementerio de esta Parroquia, refaccionando todo el antiguo y bendiciendo todo lo nuevo. Esta obra tuvo de costo 12.500 pesos de los fondos de la Iglesia”. (5)

Muchos antiguos vecinos de Flores fueron inhumados en esta necrópolis, contándose entre ellos algunas figuras destacadas de la sociedad porteña como Rafaela Aramburu de Lezica, esposa de Ambrosio Lezica, que fue sepultada el 14 de octubre de 1833; o los de don Joaquín Belgrano, que corrieron igual suerte el 14 de mayo de 1849. Este último había dispuesto en su testamento ser enterrado en Flores, y habiendo fallecido en la ciudad el 2 de julio de 1848, un año después se trasladaron sus restos del Cementerio del Norte al del pueblo. Allí descansaba su esposa Catalina Melián desde el 18 de febrero de 1832.

Pocos días después de la Batalla de Caseros (3 de febrero de 1852) comenzaron a ser inhumados en Flores algunas víctimas de la batalla. El 1º de febrero, Juan Monsalvo, militar “que murió ayer herido de bala, en la acción de la Cañada de la Paja”, José Martínez, Francisco Toledo y Luis Gibes “heridos de bala en la batalla de Caseros” y también dos jóvenes que murieron “el 6 fusilados en Caseros”.

El 2 de febrero de 1856 se sepultó en el cementerio del pueblo el cadáver del infortunado general Gerónimo Costa, fusilado por orden del gobernador Obligado después de estar tres días en capilla. Su cuerpo había sido abandonado en el sitio de la ejecución después del fracaso de la sublevación que encabezara. Doña Mercedes Rosas de Rivera, hermana del Restaurador y esposa del doctor Miguel Rivera, uno de los médicos más caracterizados de Buenos Aires, se presentó al gobernador pidiendo autorización para retirar su cadáver, ya que “estaba persuadida que la mano de la autoridad no podía extenderse hasta la mansión de los muertos”. Así pudo ser inhumado en Flores, pueblo que al día siguiente se asoció con un solemne tedeum a los festejos por la derrota del propio Costa.

En abril de 1863, a pedido del cura párroco, se destinó un espacio del cementerio para sepultar a los protestantes y disidentes. El presidente de la Municipalidad entrevistó al señor Silveira “que ocupa un terreno a continuación del Cementerio para que lo cediese con este fin”, aunque personalmente consideraba inconveniente “aumentar más el Cementerio allí por lo inmediato ya a la población”. (6)

En el interín, la Municipalidad local dispuso que el cementerio pasase de la jurisdicción eclesiástica a propiedad pública, lo que se comunicó al padre Ramos y Otero por nota del 25 de julio de 1865, suscrita por el presidente de aquella corporación Bartolomé Vivot. No obstante, las partidas de defunción continuaron siendo asentadas en la iglesia.

(4) Libro 2º de Defunciones de la Iglesia de Flores. Folio 177 v.

(5) Libro 4º de Defunciones de la Iglesia de Flores. Folio 123 v.

(6) Archivo Histórico Municipal. Actas 1863. Legajo 3.






Primeros cementerios de Flores - Parte 1


El primer cementerio de Flores fue inaugurado el 2 de setiembre de 1807, inhumándose en esa fecha al vecino Pedro Ximénez, español, natural de Murcia. Hasta entonces, el párroco autorizaba los entierros en parroquias limítrofes, ya fueran Monserrat, la Piedad o la Recolección. Este primitivo cementerio estaba situado al Este de la iglesia, edificada entonces sobre la actual Rivera Indarte casi al llegar a Ramón L. Falcón. Enterratorio humilde, durante mucho tiempo sólo se inhumaron allí negros esclavos y alguno que otro vecino pobre. Las familias de distinción que tenían casa en Buenos Aires y quinta en Flores no lo utilizaban, prefiriendo sepultar a sus deudos en iglesias tradicionales.

Juan Pedro de Córdoba, propietario de Monte Castro, dispuso por testamento ser enterrado en San Francisco, y sólo si moría en su chacra y para evitar los gastos del traslado, debía serlo en Flores. No obstante, en ese cementerio se dio sepultura en octubre de 1829 al cadáver de Tomás Grigera, el famoso alcalde de las quintas y fundador del pueblo de Lomas de Zamora. El padre Nicolás Herrera así lo consigno: “El día veinte y cuatro di sepultura con misa de cuerpo presente al cadáver de don Nicolás Herrera, de setenta y cuatro años, viudo. (1)

Y el 31 de julio de 1830 ese camposanto albergó los restos mortales de Antonio Millán, el vecino fundador del pueblo. (2)

El constante crecimiento de la población de Flores y su ubicación en el corazón mismo del pueblo, movieron al gobierno para ordenar a la autoridad eclesiástica su traslado por decreto del 24 de mayo de 1830. El doctor Martín Boneo, en nota dirigida a Juan Manuel de Rosas el 17 de setiembre de 1832 señaló su cumplimiento, informando que el nuevo cementerio estaba ubicado:

“a proporcionada distancia de la población, por la parte del Sud, teniendo una extensión muy superior a la población actual de todo este partido, componiéndose de treinta y ocho varas de frente y setenta y ocho de fondo, todo cercado de pared sólida, con una sala de depósito y un osario. Se han gastado sólo tres mil pesos en esta obra –informados- la mayor parte de limosnas recaudadas del vecindario por el que escribe, lo restante de multas remitidas por el Juez de Paz y algunos ahorros de los fondos de fábrica que se han hecho con este fin. Los herederos del finado don Esteban Villanueva y don Norberto Quirno han cedido el derecho que creen tener al terreno en que ha sido construido este edificio, hasta de una extensión de media cuadra cuadrada”. (3)

Este terreno estaba ubicado entre las calles Varela, Culpina, Remedios y Tandil.

(1) Libro 2º de Defunciones de la Iglesia de Flores. Folio 104
(2) Idem. Folio 124
(3) Archivo General de la Nación, Sala X, 24-7-23