lunes, 16 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 6



 

Alguna vez podríamos trazar sobre las pampas un mapa que sin respetar la buena cartografía ilustre estos encuentros. Hombres de a caballo (y mujeres) que las recorren, las escriben o las conquistan, con la pluma con la espada y la palabra, para después alambrarlas y sembrarlas de pueblos en damero con nombres de generales y llenar las vitrinas de los museos europeos con sus especímenes embalsamados. El Hudson romántico –cuyo nombre bautizará la localidad que hoy todos pronuncian "údson"- prevee ese destino, abandona la taxidermia y elige, además del destierro, utilizar algo de ese paisaje como inspirado escenario de un relato utópico. The crystal age fue publicada sin su firma en 1887, dos años antes de la más reputada News from nowhere de William Morris (a quien Hudson considera un autor tibio) y nos tienta si quisiéramos con una nueva genealogía que lo convoca, la del pensamiento utópico en nuestro país.

Esta reunión caprichosa de algunos naturalistas célebres y un militar extravagante tiene como excusa no sólo que todos escriben sino que sus notas de campo registran las manifestaciones del lenguaje, esa otra cosa que parece natural. Falkner escucha y practica sin suerte las lenguas locales. Muñiz resume en un glosario fantasioso las voces gauchas entre cuyas acepciones tienen lugar hasta los dioses griegos, como corresponde a un miembro de la Sociedad de Amantes de la Ilustración; además de cartearse con el director de la Real Academia Española. Ameghino propone un sistema de escritura taquigráfíca que se aprende en tres horas y es de suma utilidad para tomar notas veloces. Barros escapa a la limitación de su oficio y redacta informes que no desdeñan la belleza poética inspirada por el horizonte. Sus libros compilan los malentendidos entre los indios, los lenguaraces y los funcionarios corrompidos que hablan la lengua de los fortines. A su manera, estos hombres no tienen más que llanura y libreta. Vagar, ver y escribir sobre las rodillas sin desmontar. O al lado de la bicicleta, como continuó Hudson cuando la pobreza londinense primero y la edad después, le quitaron el caballo.

Pero, las notas de campo no son literatura

Dicen quienes lo persiguieron en bibliotecas y papeles familiares -pese a su deseo de matar su memoria con él- que, como buen naturalista, siempre tomó notas de campo. Incluso escribió un diario en el barco del exilio para después dedicarse a los artículos de la Royal Zoological Society y a su colaboración en la "Argentine Ornithology". A la par de esas notas sobre el comportamiento animal intenta alguno que otro poema, entre ellos, una canción de cuna publicada, según Ara, oculta bajo un seudónimo femenino que nos entristece. ¿Querría Hudson proteger su reputación de científico inminente? ¿O ya sabrá, como confiesa en una carta posterior, que su talento para la poesía no está a la altura de las emociones transmitidas? Cree como Virginia Woolf -quien llegó a admirarlo en Londres y en vida- que la poesía es la expresión literaria más genuina y más difícil, por lo tanto, resigna su deseo. Así, su obra completa incluye novelas, cuentos, ensayos y artículos periodísticos pero es imposible que respeten como se debe las reglas de los géneros. En una novela puede detenerse a explicar las costumbres de ciertos mamíferos y confiamos en que la información proviene del más riguroso de los observadores. En el mismo sentido, recurre a unos versos ajenos para ilustrar la furia cazadora de un insecto mientras en sus arrobadas descripciones del abdomen de un ofidio alcanza la altura poética que cree carecer.

Sus textos reproducen el vagabundeo de los recorridos campestres. El naturalista puede preveer el objeto de su interés pero, en general, los ejemplares salen al cruce para ser atrapados por la libreta de notas tan azarosamente como aparecieron. Después serán pulidos y dispuestos a la exhibición con algunas palabras más que las dictadas por la libreta y por la memoria. Ese agregado, esa traducción entre unas pocas líneas al paso y la belleza de una página le valieron, al fin, reconocimiento y colegas. A pesar de ello, W. H. Hudson no se considera un escritor artista, y se los aclara provocativamente en los cafés literarios y en sus casas de campo en cuyos alrededores aprovecha para tomar más notas. Su escritura parece deber menos a la inspiración que a la delicadeza de sus sentidos. Está tan convencido de que las percepciones deben ser fuertes y únicas que suele evitar reincidir en un paseo o en una perspectiva con tal de preservar la impresión de la primera vez. Sólo la memoria así estimulada ofrecerá un recuerdo válido para contarles a todos en novelas, relatos breves o modestos poemas. Tanta subjetividad y tan descarado sentimentalismo son imperdonables para un espíritu cientificista. No hay modo de salvarlo con la excusa de que es un botánico que escribe bien o un biólogo todavía más cercano al influjo de la campiña que al gabinete del Museo Británico. Irremediablemente traiciona la exigencia de un correcto naturalista quien, con binoculares o sin ellos, sólo debería apuntar lo que ve para que otros acrecienten sus saberes sobre el mundo natural. Sin embargo, con su inevitable primera persona del singular, su errancia por los géneros, su extremada sensibilidad ante cualquier criatura viva y su silvestre vocación filosófica, Hudson trasciende el simple oficio de escribiente anónimo al servicio de la ambiciosa enciclopedia de la ciencia universal.

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