miércoles, 29 de junio de 2011

Fusilamiento de Domingo Cullen - parte 4

El 22 de junio de 1839, al pisar el territorio de la provincia de Buenos Aires, en el arroyo del medio, en la Posta de Vergara, Cullen, después de recibir los auxilios religiosos que se le ofrecieron por orden de Rosas, fue ejecutado por “reo de lesa nación”.

“Cullen era, en realidad –como afirma el historiador Carlos Ibarguren- agente de los unitarios y de los franceses para combinar la acción de éstos con los gobernadores de las provincias del interior y del norte en un levantamiento contra Rosas. Detrás de Cullen apareció Juan Pablo Duboué, comisionado secreto de Rivera y los franceses para el mismo fin”. (2)

Cullen es fusilado por andar en tratos con el enemigo: los franceses, los colorados de Rivera y los emigrados unitarios argentinos. Es uno de los organizadores de la revolución de Córdoba, dirigida por el coronel Rodríguez, y está organizando conspiraciones en las provincias.

El cónsul francés Roger había revelado al cónsul inglés Hood sus planes y este, desde Montevideo, al cónsul inglés Mandeville en Buenos Aires, el 11 de octubre de 1838, quien los comunicó a Rosas. Roger había manifestado: “Su alianza con Rivera y Cullen para la destrucción del ejército del general Rosas y del sistema federal y fomentar una rebelión en Entre Ríos y Corrientes, unidos con Santa Fe a la causa de Francia”.

“Rosas, al fusilar a un hombre que se ha aliado al enemigo y que realiza los más grandes esfuerzos para derrocar a la autoridad legítima, cuando el país está en guerra, ha hecho -sostiene el historiador Manuel Gálvez- lo que todos los gobiernos en su caso”. (3)

“Rosas pudo mandar aprisionar a Cullen desde el primer momento que huyó de Santa Fe –dice Manuel Cervera en su Historia de Santa Fe-. Sólo cuando tuvo contra él datos ciertos de su defección y actuación revolucionaria peligrosa (previno a los gobernadores) sobre los procederes de Cullen y la necesidad de entregarlo”.

El 17 de febrero de 1839 Duboué ha llegado a Santiago del Estero y se ha entrevistado con Cullen y ha enterado a Ibarra de las comunicaciones bélicas de Rivera y Luis Leblanc, almirante de la escuadra francesa bloqueadora. Rosas, al interceptar la correspondencia del francés con Montevideo, se enteró del complot e hizo publicar en La Gaceta Mercantil de Buenos Aires todas esas cartas comprometedoras para Cullen, Duboué, Rivera, los franceses y los emigrados unitarios. Duboué sigue luego a Catamarca y se entrevista con el gobernador José Cubas el 20 de febrero y continúa a La Rioja y habla con el gobernador Tomás Brizuela, quien remitió las proposiciones del francés al juicio de Ibarra.
Luego, en su viaje a las provincias de Cuyo, fue apresado por el gobernador de Mendoza, Juan Correas, y procesado por conspirador y espía, y las actuaciones fueron remitidas a Rosas. El 29 de mayo, desde Buenos Aires, ordenó Rosas al gobierno de Mendoza que “disponga lo conveniente para que, en caso de no haber sido remitido a esta el expresado Juan Duboué, sea fusilado”.

El gobernador de Mendoza fusiló a Duboué el 21 de agosto de 1839 y así lo comunicó a Rosas: “Fue ejecutado el expresado Duboué, pagando con su muerte el enorme crimen de sedicioso y anarquizador de los pueblos de la República”.



Fusilamiento de Domingo Cullen - parte 3

Rosas, en carta a Tomás Brizuela, gobernador de La Rioja, le manifestaba que “la permanencia del tal Cullen allí, en el estado actual de aquellos pueblos, con las nuevas administraciones (de tipo unitario), los embrollará”.

Escribe cinco cartas más a Ibarra y, después de decirle en su carta del 15 de abril de 1839, que “el bribón y cachafaz de Cullen, desde el gobierno de Santa Fe andaba siempre estudiando cómo traicionarnos y cómo anarquizar la República”; y, después de analizar, su intervención en la preparación del asesinato de Facundo Quiroga y otros turbios manejos, como la invasión de Rodríguez a Córdoba para derrocar a Manuel López, añade: “No puedo, ni por un solo instante, creer que Usted quiera comprometer su honor y buen nombre, ni exponer la causa federal y la unión y la tranquilidad de las provincias por salvar a un malvado, desde que sepa lo que es, y se penetre, como debe penetrarse, de los gravísimos males que causará a la República, si no lo remite inmediatamente, bien asegurado con dos barras de grillos y con la suficiente custodia… (Cullen, cómplice con los Reinafé, es un hombre) sediento de sangre argentina, (que) desde el inmerecido asilo que le dispensa V. Excia., está conmoviendo los pueblos y renovando en ellos la desastrosa guerra de los parricidas unitarios”.

El 13 de abril le había dicho: “Recuerde Usted las relaciones y las maniobras secretas de varios unitarios en Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy con el ejército enemigo… el asesinato de don Alejandro (Heredia en Tucumán) y la deposición del mando de don Felipe (Heredia, su hermano) en Salta… Mientras dichas provincias no vuelvan sobre sus pasos (no podré, como encargado de las relaciones exteriores), sacar de la completa derrota y conclusión de Santa Cruz todas las ventajas a que podemos y debemos aspirar en nuestras ulteriores relaciones con aquella república (de Bolivia)… la línea que divide el territorio de ambos estados es irregular y perjudicial a esta república… Pero para todo eso es necesario que las provincias fronterizas uniformen su marcha con la autoridad general que las representa en el Exterior, y que se subordinen… Esta clase de hombres (que se dicen federales) y son unitarios enmascarados, perdió a de la Torre, a Reinafé, a Yanzón en San Juan, a Heredia, a Berón de Astrada, a muchos otros y los perderá a ellos… porque yo, no he de variar la marcha política que he seguido hasta aquí, ni las demás provincias de la Federación han de ser indiferentes a los males que les están causando.
Y si yo no procediese así, sería un enemigo de mi Patria”.


Fusilamiento de Domingo Cullen - parte 2

Cuando el 20 de enero de 1839 Santa Cruz es definitivamente derrotado en Yungay por el general chileno Manuel Bulnes, a pesar del apoyo de Francia, que bloqueó los puertos de Chile y ayudó eficazmente con armas y dinero al dictador boliviano, que ahora vencido escapa al Ecuador, Rosas decreta la amnistía para los desterrados y los emigrados, en señal de júbilo celebrando la terminación de la guerra, y pone en libertad a todos los presos políticos, inclusive al general Paz, el 20 de abril de 1839, que de Luján se traslada a Buenos Aires, con la promesa de no alejarse más de una legua de la ciudad.
El general Paz, en carta al ministro Arana, da su palabra de honor militar de no tomar las armas contra el gobierno y de observar su libertad bajo fianza; pero, como veremos, no cumplió. La guerra con Bolivia se dio por finalizada oficialmente el 26 de abril de 1839.

En cartas de los días 5 y 18 de marzo de 1839 Rosas reclama de Ibarra –jefe del federalismo del Norte a la muerte del general Heredia- la entrega de “ese traidor feroz, el gallego Domingo Cullen, (había nacido en las Islas Canarias, de origen irlandés, y se había radicado en Montevideo y luego afincado en Santa Fe), cómplice de los Reinafé y unitario conspirador”. Sepa Usted –le dice- “que todas las ocurrencias desfavorables a la Confederación, a su honor, dignidad y sosiego… son consecuencias de sus pérfidas maniobras. (El ampararlo) le está perjudicando a Usted inmensamente en su buena opinión y fama… Le ha hecho a Usted mucho mal y lo está haciendo al crédito de la República”.

Ibarra, además, había recibido al agente de Rivera, el francés Juan Pablo Duboué, portador de todos los datos de la inminente invasión del ejército riverista amparado por la escuadra francesa; y lo había recomendado a otros gobernadores, a la par que había facilitado hombres y armas a Pedro Nolasco Rodríguez para invadir la provincia de Córdoba y luchar contra López “Quebracho”.
Vencido Rodríguez en su intentona de revolución en Córdoba, el 28 de marzo de 1839, y habiéndose encontrado cartas de Cullen que lo comprometían en la coalición contra Rosas, es remitido a Buenos Aires y fusilado antes de llegar a San Nicolás, por orden de “Quebracho”, el 21 de mayo de 1839, como reo de lesa nación.

Al tiempo que Rosas exige a Ibarra la entrega de Cullen, la Confederación Argentina se hallaba bloqueada por la escuadra francesa en el río de la Plata, en combinación con los unitarios que organizaban desde el Uruguay la expedición de Lavalle; se preparaba en el Sur la insurrección de los estancieros de la provincia de Buenos Aires y en la ciudad estaba por estallar el complot urdido alrededor del coronel Ramón Maza.

El Litoral era amenazado por el ejército de Rivera, continuaba la guerra contra Bolivia; Alejandro Heredia ha sido asesinado en Tucumán y su hermano Felipe ha sido derrocado en Salta, y se preparaba la coalición del Norte contra Rosas.

Fusilamiento de Domingo Cullen - parte 1


El 6 de junio de 1837 es asesinado en Chile el ministro de relaciones exteriores y administrador de la república, Diego Portales, por jefes del ejército chileno entendidos con el mariscal Andrés Santa Cruz; pero la guerra que Chile ya le ha declarado el 11 de noviembre de 1836, va a comenzar. La Argentina cuenta con setecientos mil habitantes, Bolivia con un millón y medio y Perú con igual cantidad.

El gobernador de Salta, Felipe Heredia, hermano de Alejandro, escribía en la circular del 21 de octubre de 1836 al pueblo salteño: “El gobierno de Bolivia ha trabajado… durante tres años, halagando la idea ilusoria de que algunas provincias argentinas (Salta, Jujuy, Catamarca y Tucumán) se agregasen voluntariamente a sus estados; (pero)… el noble orgullo de los verdaderos argentinos los haría elegir en cualquier circunstancia la muerte antes de humillarse (ante Santa Cruz), el Tirano más ambicioso que ha podido ver el suelo americano”.


En 1834 Diego Portales había dado a conocer al gobierno argentino las proposiciones de los unitarios de Mendoza que ofrecían reincorporar la región de Cuyo a Chile si los ayudaba a sacudir el dominio federal.

Estanislao López, “la más fuerte columna federal”, murió cristianamente el 15 de junio de 1838. Domingo Cullen, su ministro, fue elegido gobernador el 28 de junio; pero Rosas, de acuerdo con Pablo Echagüe, gobernador de Entre Ríos, no lo reconoce, y es derrocado. Cullen huye a Santiago del Estero y se refugia en casa del gobernador Ibarra.
En Santa Fe será gobernador, Juan Pablo López, apodado “Mascarilla”, hermano de Estanislao. Al pedirle Mascarilla un secretario, Rosas le contesta el 2 de noviembre de 1838: “Expídase interinamente con cualquier paisano que sea federal a prueba, honrado, y que no pertenezca al forajido Cullen… seguro que no errará tanto Usted, como erraría si se expidiese con un sospechoso, aunque fuera un sabio, porque estos son los que más yerran”.

El 24 de enero de 1839 Fructuoso Rivera le escribía a Cullen: “Importa que Usted se ponga ya de acuerdo con los gobiernos de todas las provincias argentinas que estén dispuestas a sacudir el yugo de fierro que les ha impuesto un tirano astuto y falaz”. Y en otra por el estilo: “Supongo que Usted habrá recibido mis anteriores, que le remitió nuestro común amigo don Blas Despouys, (francés complicado en la conjura, y cuñado de Cullen) y que, a más, Usted habrá tenido noticias mías por el gobernador de Corrientes (Genaro Berón de Astrada)”.

martes, 28 de junio de 2011

Firma del Tratado


Los delegados alemanes entran en la Galería de los Espejos – discurso del presidente de la Conferencia – El momento de la firma

Versalles 28 (5,50 tarde)


En los sitios que ocupan los plenipotenciarios se han puesto unos programas recuerdo de la paz de Versalles.

Los periodistas alemanes, que ostentan la cruz de Hierro, están mezclados con sus colegas aliados en el lugar reservado a los periodistas.

A las tres todos los plenipotenciarios están en sus puestos y se produce un silencio emocionante.

Monsieur Martin, director del Protocolo, sale del salón y regresa algunos minutos después precediendo a los plenipotenciarios alemanes, seguidos de sus secretarios.

A las tres y ocho minutos Muller y Bell, que están densamente pálidos, inclinan ligeramente la cabeza y toman asiento en sus puestos.

Antes de la entrada de los plenipotenciarios alemanes la Guardia republicana había envainado los sables.

Monsieur Clemenceau, que presidía, teniendo a Wilson a su derecha y a Lloyd George a su izquierda, declaró abierta la sesión y pronunció la siguiente alocución: “Señores: Se abre la sesión sobre las condiciones del tratado de paz entre las potencias aliadas y asociadas y el Imperio alemán. El acuerdo está hecho y el texto redactado. El presidente de la Conferencia certifica que el texto que va a ser firmado está conforme con el texto de los ejemplares entregados a los delegados alemanes. Las firmas se van a poner al pie del texto original. Estas firmas valdrán como un compromiso irrevocable que será cumplido y ejecutado en su integridad en todas las condiciones fijadas. En esas condiciones tengo el honor de invitar a los plenipotenciarios alemanes a que se sirvan poner sus firmas”.

Los dos plenipotenciarios alemanes se ponen en pie y se dirigen a la mesa, firmando primero el Sr. Muller y después el Sr. Bell, volviendo a sus puestos silenciosamente.

Acto seguido, Wilson, seguido de los miembros de la delegación americana, firman y vuelven a sus asientos, sonriendo.

Lloyd George y la delegación británica firman a continuación, y siguen después los señores Clemenceau, Pichon, Klotz, Tardieu y Jules Cambon, a los que sigue la delegación italiana, formada por los señores Sonnino, Imperiali y Crespi.

La Delegación japonesa cierra la firma de las grandes potencias y comienzan a firmar las potencias de intereses limitados.

Comienza la Delegación de Bélgica y detrás de ella Bolivia, Brasil, Grecia, etc. La última firma es la de los representantes del Uruguay, que termina a las tres y cuarenta minutos de la tarde.

Monsieur Clemenceau se levanta de nuevo y dice: “Las condiciones de paz entre los aliados y asociados y Alemania están firmadas. Se levanta la sesión. Se ruega a los delegados aliados que sirvan esperar”.

Los delegados alemanes, conducidos por los agregados del Protocolo abandonan el salón.


Felipe Pigna (Página Oficial)

Tratado de Versalles - Fin de la Primera Guerra Mundial

El 28 de junio de 1919 en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles fue firmado el Tratado del mismo nombre, que puso fin a la Primera Guerra Mundial. El acuerdo coronaba un proceso de paz, iniciado seis meses antes, con la firma del armisticio que en noviembre de 1918 acordó el cese de las hostilidades.

La guerra había comenzado tras el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, ocurrido el 28 de junio de 1914. Pronto el Imperio Austrohúngaro declararía la guerra a Serbia, y Rusia intervendría a favor de esta última. La guerra no tardará en propagarse para enfrentar a los imperios centrales -Alemania, Austro-Hungría y Turquía (más tarde se sumaría Bulgaria)- con la llamada Triple Entente, integrada por Gran Bretaña, Francia y Rusia (luego se sumarían Japón, en 1914, Italia, en 1915, y Estados Unidos, en 1917).

Los imperios centrales perdieron la guerra. El Tratado de Versalles implicó para Alemania no sólo su desmembramiento territorial y la aceptación de una deuda de guerra de 33 mil millones de dólares, sino un desarme casi total del ejército y la flota. Por su parte, Austria se vio obligada a reconocer la independencia de Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Hungría, y a ver reducido su territorio a un pequeño país del centro de Europa. Las nuevas fronteras delimitadas en el tratado dejaron desconforme a la mayoría de los países, y constituirán el germen de una nueva guerra mundial.

Reproducimos a continuación un artículo aparecido en un diario madrileño al día siguiente de la firma del Tratado de Versalles, donde describe el momento de la firma del acuerdo, alude a la dureza de las condiciones impuestas a Alemania y anticipa las dificultades que tendría ese país para cumplirlas.

El imparcial, Madrid 29 de junio de 1919.
Felipe Pigna

miércoles, 22 de junio de 2011

Una casa y una historia de amor

En Barracas y en la Ciudad es muy conocida la trágica historia de Felicitas Guerrero, aquella joven viuda asesinada por un pretendiente despechado y que originó una leyenda. Pero en ese barrio, otra leyenda también evoca el triste final de una vida breve aunque llena de una carga quizá mucho más romántica: la de Elisa Brown, la hija mayor del máximo héroe naval de los argentinos, el almirante Guillermo Brown.

Elisa había nacido el 31 de octubre de 1810 en Inglaterra y, junto con sus padres, vivía en la famosa Casa Amarilla que la familia tenía en las cercanías del actual cruce de la avenida Martín García y Bolívar, a metros de donde hoy está el Parque Lezama. Por eso es que esa zona vecina aún sigue conociéndose con esa denominación. La Casa Amarilla que ahora se ve sobre la avenida Almirante Brown es una réplica de aquella residencia, entonces cercana al río.

Con apenas 17 años, la adolescente (con autorización de sus padres) inició un noviazgo formal con un joven, siete años mayor, que frecuentaba la residencia. Se llamaba Francis Drummond, había nacido en Escocia y era uno de los oficiales de la joven armada nacional que lideraba Brown. Dicen que la alameda que rodeaba la casona fue el escenario para aquel romántico encuentro entre esa chica de impactantes ojos azules y el apuesto marino. Cuando ocurrió la tragedia, Drummond ya se había destacado en combate, peleando en la batalla de Juncal. Eran los tiempos de la guerra con el Imperio del Brasil y los marinos argentinos derrochaban heroísmo en cada acción. Para entonces, el oficial ya tenía el grado de mayor y estaba al mando del bergantín Independencia.

Entre el 7 y el 8 de abril de 1827, frente a la Ensenada de Barragán cuatro naves argentinas enfrentaron a una veintena de barcos de la flota imperial. Se lo conoce como el combate de Monte Santiago y fue la mayor derrota naval argentina de ese momento histórico. Pero no estuvo exento de heroísmo, entre cuyas acciones se destaca lo hecho por Drummond quien, con su barco varado, muy averiado y después de agotar sus municiones, llegó en un bote hasta la goleta Sarandí para buscar reponerlas y volver a su nave para seguir combatiendo. Para entonces ya estaba herido: una esquirla de cañón le había volado una oreja. Fue allí que recibió la herida mortal que terminaría con su vida.

Drummond murió en los brazos del almirante Brown, quien luego le dio la mala noticia a Elisa, junto con el anillo que su amado, en su agonía, había pedido que le entregaran. A él lo enterraron con los honores correspondientes a un héroe (una calle lo recuerda en Nueva Pompeya). Ella lo soportó con estoicismo, pero ya había perdido su sonrisa para siempre.

Ocho meses después, el 27 de diciembre de ese mismo año, Elisa Brown murió ahogada en las aguas del río, en cercanías de la famosa Casa Amarilla. Dicen que había ido a bañarse junto con uno de sus hermanos y que una ola traicionera la atrapó en un pozo. La leyenda afirma que ese día era la fecha prevista para su casamiento y que, cuando murió, Elisa llevaba puesto un vestido de novia y aquel anillo. Y recuerdan que su muerte conmovió tanto a la ciudad que en su cortejo hubo unos 50 carruajes.

En Ruy Díaz de Guzmán, la avenida Martín García y la calle Pi y Margall, en Barracas, hay una pequeña plazoleta triangular que lleva el nombre de Elisa Brown. Un monolito de granito rojo alude a aquella Casa Amarilla. La placa de bronce que recordaba a la joven ya no está más. Cuentan que el almirante jamás pudo reponerse del lamentable final de la vida de su hija y que su tristeza se reflejaba muchas veces cuando lo veían, abrumado, con la mirada fija en el río. Pero esa es otra historia.

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martes, 21 de junio de 2011

Palermo, el apellido de un barrio de cuchilleros


Con la cuestión de su retiro en primera plana, en los últimos días el apellido de Martín Palermo apareció en todas las conversaciones, incluso aquellas que están más allá del fútbol. Claro que este Palermo no es el único que genera evocaciones por la cantidad de goles y de anécdotas que produjo. Es más: en Buenos Aires se escribió la historia de otro señor con ese apellido que le puso sello al barrio más extenso de la ciudad (supera los 17 kilómetros cuadrados) y que tiene al 25 de junio de cada año como su día.

Según cuentan las crónicas, el hombre se llamaba Juan Domínguez Palermo y había nacido en Sicilia, un sitio que, en tiempos de su venida al mundo, dependía del Reino de Aragón. Es por eso que pudo ser parte de la elite española afincada con Don Juan de Garay. Lo concreto es que allá por 1590, el siciliano se casó con Isabel, hija de Miguel Gomes de la Puerta y Saravia, un español a quien Garay le había adjudicado tierras que ahora integran el barrio. Así, las chacras que en la zona ya tenía Juan Domínguez Palermo se sumaron a las que luego heredaría Isabel de su padre.

Por supuesto, existe otra historia referida a una mujer que denominaba “Palermo” a un arroyo de la zona que, según decía, le hacía evocar a aquella ciudad italiana. Y que por eso los campos llevaban ese nombre. Pero la primera es la que más crédito acumula entre los historiadores.

Después, en 1836, vendría la cuestión de Juan Manuel de Rosas y su residencia de San Benito de Palermo, nombre determinado por cómo se denominaba la zona por el antecesor y por una capilla que, de ese santo negro, había en la quinta de los Unzué. La residencia de Rosas estaba en lo que ahora es el cruce de Avenida Del Libertador y avenida Sarmiento. Y fue dinamitada en 1899.

Eran los tiempos en los que en la avenida Chavango (hoy Las Heras) había boliches de mala fama (uno de los más nombrados era el llamado La Primera Luz) en los que no sólo corría la ginebra: también lo hacía la sangre después de algún duelo a cuchillo, esos que estaban hechos con cortas hojas de acero, signo de buen peleador orillero. Los de hoja larga, decían, eran para los cobardes.

Aquella fama de zona marginal, en cercanías de la actual avenida Coronel Díaz, hizo que al lugar se lo conociera como “la Tierra del Fuego”, por ser tan inhóspito. Y es lo que dio origen a la advertencia que alguna vez dejó algún guapo frente a un potencial adversario: “Apártese, se lo ruego, que soy de la Tierra del Fuego”. Esos hechos ocurrían a la sombra que proyectaban los altos muros de la Penitenciaría Nacional (ocupaba lo que hoy es el Parque Las Heras), inaugurada en mayo de 1877. La demolieron en 1962, pero aún se recuerda que allí fusilaron al tipógrafo anarquista Severino Di Giovanni (1° de febrero de 1931) y al general Juan José Valle, líder de un levantamiento en favor del peronismo (12 de junio de 1956).

Y también sobre la avenida Chavango fue donde por primera vez un tranvía impulsado por electricidad circuló por Buenos Aires. El ensayo ocurrió el 22 de abril de 1897 en el tramo que va desde Scalabrini Ortiz hasta la zona de Los Portones (actual Plaza Italia), otro lugar de ambiente difícil, como bien recuerda el tango Tres amigos , obra de Enrique Cadícamo: “Una vez, allá en Portones, me salvaron de la muerte;/ nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”. Veinte años después, la red porteña de tranvías tendría unos 900 kilómetros de vías, 3.000 vehículos y unos 100 recorridos.

Aquellos tiempos de cuchilleros, bailes y milongas con atmósfera de vida poco santa, iban a quedar reflejados en los escritos de un tal Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, “Georgie” para sus íntimos. Igual que la mala fama que rodeaba al Maldonado, un arroyo que debe su nombre a la leyenda de una mujer que había llegado con la expedición de Pedro de Mendoza y que fue castigada y abandonada para que la mataran los pumas, algo que no ocurrió porque los mismos animales la protegieron. Pero esa es otra historia.


lunes, 20 de junio de 2011

Manuel Belgrano

Los valores de Belgrano siguen vigentes 200 años después

Cada vez que paso por la Iglesia de Santo Domingo, en cuyo patio se encuentra el mausoleo de Manuel Belgrano, no puedo evitar sonreír con admiración . Porque Belgrano es el tipo de prócer al cual, cuando más se le conoce, más se le aprecia .

Sus valores se mantienen vigentes doscientos años después . Como economista, promulgó la necesidad de favorecer la agricultura, desarrollar la industria y estimular el comercio libre. Entre los integrantes de la Primera Junta, fue el primero en renunciar al salario de tres mil pesos anuales , siendo uno de los que más lo necesitaba. A falta de expertos, comandó dos campañas militares, al Paraguay y al Alto Perú. Impartió una férrea disciplina en aquellas complicadas milicias entusiastas (en situaciones de guerra, la disciplina salva muchas vidas) y manifestó hasta el cansancio que sin darle buena educación a los compatriotas nunca tendríamos una sociedad justa . La formación de la mujer era fundamental, según sus ideas.

Entre la nutrida correspondencia que escribió se leen frases de urgente vigencia : “El modo de contener los delitos y fomentar las virtudes es castigar al delincuente y proteger al inocente”. Otra frase belgraniana: “Nuestros patriotas están revestidos de pasiones, y en particular, la de la venganza ; es preciso contenerla y pedir a Dios que la destierre, porque de no, esto es de nunca acabar y jamás veremos la tranquilidad”.

Al vencer a los realistas en Tucumán (1812) y Salta (1813), su nombre subió al podio de los héroes del momento . Se le recompensó con dinero que donó de inmediato para dotar cuatro escuelas alejadas de los clásicos centros de educación.

La adulación no le sentaba.

Ante una insinuación que consideró grandilocuente, respondió: “Mucho me falta para ser un verdadero Padre de la Patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”.

Generoso, valiente y humilde, Belgrano apuntó sus acciones al bien común . Jamás se favoreció a sí mismo ni a sus parientes. Siempre pensó en el prójimo, en su desarrollo, en su bienestar. Por eso sacrificó su vida personal para dedicarse a darle bienestar a un pueblo que más de una vez le dio vuelta la cara.

Fue un buen patriota.

Este es el hombre a quienes sus contemporáneos atacaron , tanto por sus propuestas económicas, como por sus ideas políticas y sus acciones militares. Las enfermedades tampoco le tuvieron compasión y Belgrano murió cuando tenía 50 años . “Nada hay más despreciable para el hombre de bien, para el verdadero patriota que goza de la confianza de sus conciudadanos, que las riquezas”, había dicho alguna vez. Un hermano tuvo que aportar el mármol de una cómoda para hacerle la sencilla lápida en el atrio de Santo Domingo, donde hoy se encuentra el justiciero mausoleo que miro con emoción, orgullo y alegría cada vez que paso por ahí.

Daniel Balmaceda
HISTORIADOR

Mi Bandera J C Baglietto

miércoles, 15 de junio de 2011

POXILINA

Guerra de la pampa hasta 1833 – parte 5


El coronel Eduardo Holmberg es comisionado para inspeccionar los fortines que se construirán en Salto, Pergamino y Rojas.

En el año 1818 avanza hacia el desierto Feliciano Chiclana. En el año siguiente se interna hasta Mamul Mapú, a doscientas leguas de la ciudad de Buenos Aires, y concluye un tratado de paz con los ranqueles en diciembre de 1820.

El general chileno José Miguel Carrera provoca una situación tensa en el territorio de soberanía argentina, el 2 de diciembre de ese mismo año. Expulsado de Buenos Aires y Santa Fe, emprende viaje a Melincué, y penetra en la pampa al frente de un malón al Salto y, al igual que los indios que lo secundan, siembra el terror entre los pobladores.

En sus “Escritos históricos” incluye el coronel Pueyrredón un comunicado del comandante del fuerte Areco al inspector del ejército, general Rondeau, que dice así: “Acaban de llegar a este punto el cura de Salto, don Manuel Cabral, don Blas Represa, don Andrés Maracuci, don Diego Barruti, don Pedro Canoso y otros varios, que es imponderable cuanto han presenciado en la escena horrorosa de la entrada de los indios a Salto, cuyo caudillo es don José Miguel Carrera y varios oficiales chilenos con alguna gente con los cuales han hablado todos estos vecinos que en la torre se han escapado.

Han llevado sobre trescientas almas de mujeres, criaturas, etc., sacándolas de la iglesia, robando todos los vasos sagrados, sin respeto, el copón con las formas sagradas, ni dejarles como pitar un cigarrillo, en todo el pueblo, incendiando muchas casas; luego se retiraron tomando el camino de la Guardia de Rojas, pero ya se dice que anoche han vuelto a entrar en Salto…”

En 1822 nuevamente sale en misión pacífica don Pedro Andrés García, quien llega hasta Casuahatí o Sierra de la Ventana.

De la Guardia del Monte salieron, el 10 de marzo de 1823, 2.500 hombres, con 7 piezas de artillería y una gran columna de carretas, al mando del gobernador de Buenos Aires general Martín Rodríguez, para internarse en las pampas y construir una línea avanzada de fortines destinados a proteger la campaña. Se llegó a la sierra de Tandil, donde se estableció como avanzada el fortín Independencia. La conducta cruel en exceso del gobernador suscitó el recrudecimiento de los malones como represalia. Bernardino Rivadavia, sobre la base de reconocimientos hechos con anterioridad, establece en 1826 una nueva línea de fronteras, con tres fuertes que se construirían en Curalafquen, Cruz de Guerra y Potrero respectivamente. Así hablaba Rivadavia al enterarse de una invasión reciente: “Sólo el poder de la fuerza puede imponer a estas hordas y obligarlas a respetar nuestra propiedad y nuestro derecho”.

La sala de representantes autoriza el 14 de noviembre de 1827 al comandante de milicias Juan Manuel de Rosas para llevar la frontera hasta Bahía Blanca mediante la preparación de un plan. Más de 3.000 indios llegan a un acuerdo con Rosas, y en sus campos se ven, en virtud de lo tratado, apuntar al cielo las lanzas de colihue destinadas a reforzar el ejército que llevará a cabo la primera conquista formal del desierto.

En 1828 Federico Rauch, por orden del coronel Manuel Dorrego, hizo avanzar las fronteras desde Fuerte Federación (actual Junín), por Veinticinco de Mayo y Tapalqué, hasta la zona de Sierra de la Ventana.

Al año siguiente el general Viamonte consigna en un decreto el mal estado económico y espiritual en que vivían muchas familias como consecuencia de la guerra, e indica la necesidad de resolver perentoriamente el problema del indio, cada día más peligroso para las poblaciones, ya que resultaban insuficientes las guarniciones de que se disponía. Se otorgaron entonces a argentinos nativos parcelas entre los fortines, a fin de que se trasladaran a ellas con sus familias, con la obligación de construir ranchos y trabajar la tierra, y de contribuir a defender la frontera con armas y ganado. Sólo después de diez años de permanencia quedarían exentos de este servicio militar. Al mismo tiempo se remontaron los efectivos de las guarniciones, se crearon nuevos cuerpos y se dividió el territorio de la provincia en dos comandancias. Norte y Sur, que, al mando respectivo de los coroneles Ramón Estomba y Angel Pacheco, defendieron la tierra conquistada y combatieron junto a los valientes pobladores de la zona.

Estas sabias disposiciones trajeron largos períodos de paz. Pero el advenimiento de grupos étnicos andinos que impusieron en las llanuras su hegemonía despiadada, coincidió con una época de continuas querellas intestinas en la República, lo que favoreció ampliamente el recrudecimiento de la actividad belicosa de las tribus.






Guerra de la pampa hasta 1833 – parte 4


Táctica de los primeros gobiernos patrios

A principios del siglo XIX los indígenas eran señores indiscutidos de la pampa. Las actividades guerreras languidecían allí en razón de encontrarse los blancos ocupados en la organización de sus ejércitos, realista y argentino respectivamente..

Los gobiernos de la revolución emancipadora atrajeron psicológicamente al autóctono a su causa y lo incorporaron a la lucha común. La independencia que forjaban los caudillos argentinos lo afectaba también a él, cuya existencia cambiaría en el sentido de una mayor dignidad y civilización. De ahí que fuese secundada la causa libertadora por las tribus propiamente argentinas; no así por los vorogas y puelches, que, procedentes de las tierras chilenas, habíanse establecido, con fines de guerra y pillaje, en las Salinas Grandes y el Neuquén, particularmente en la época subsiguiente, de que nos ocuparemos más adelante.

En junio de 1810 la Junta ordena una inspección de los fuertes de la frontera, con el objeto de averiguar “su estado y medios de su mejoría, tanto por las variaciones convenientes a su situación cuanto por las reformas que debían adoptarse en el sistema de su servicio”, y sobre “los medios de reunirlos en pueblos; si tenían ejido y manera de darse los terrenos realengos, sin las trabas usadas”.

Don Pedro Antonio García (3) partió de Guardia de Luján (hoy Mercedes) el 21 de octubre de 1810 en dirección al Palantelén, distante 17 leguas, paraje indicado como punto de reunión, con 25 soldados del regimiento 4, 50 milicianos de caballería, armados con lanzas, 2 pequeños cañones de campaña servidos por 10 artilleros, 25 carretas y 3 vehículos. El 28 de octubre llegaba al lugar llamado Cruz de Guerra, donde aparecieron los indios. Un año después se presenta en la ciudad de Buenos Aires el cacique Quintelán, respondiendo a una invitación que la Junta le había hecho por intermedio de dicho jefe expedicionario, y con numerosa comitiva es recibido por el presidente de turno don Feliciano Chiclana. En tal circunstancia el indígena reconoce a las nuevas autoridades y ratifica los convenios de paz negociados.

Los indios esperaban verse aliviados de los tributos que pesaban sobre ellos y equipararse así a los criollos. Esto ocurrió cuando, en nombre del rey de España Fernando VII, la Junta Provisional del Río de la Plata tomó tal decisión.

Para el Congreso Nacional de 1811 se pensó elegir, en el norte del país, diputados indígenas, con iguales derechos y representación que los cristianos, a fin de que, “confundidas las generaciones”, pudieran reunirse bajo un mismo techo y compartir los frutos de la conquistada independencia. La derrota de Huaqui malogró este proyecto, por la invasión realista que le siguió.

El comandante Pedro Nolasco López, el 14 de julio de 1815, pide armamento para reforzar la defensa de la Guardia del Monte ante un ataque de tribus araucanas y ranqueles.

En enero del año siguiente, por resolución del gobierno y bajo el comando del capitán Ramón Lara, marchan nuevos contingentes a reforzar la guarnición estacionada al sur del río Salado con el nombre de Compañía de Blandengues de Frontera. Por el beneficio que significó para Chascomús, al defenderlo contra las invasiones, así como por haber conquistado para la civilización nuevos territorios, esa compañía fue el núcleo de un escuadrón que más adelante el gobernador general Juan Martín de Pueyrredón resuelve transformar en Regimiento de Blandengues de la Frontera. En 1817 el Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata envía al coronel Juan Ramón Balcarce, conocedor del desierto, para que estimule a los pobladores a establecerse definitivamente en las tierras que el gobierno les adjudicara gratuitamente. Posteriormente, hacendados de la provincia forman un cuerpo de tropas veteranas, “Coraceros de Buenos Aires”, que es puesto a las órdenes del coronel Juan Lavalle, y, de acuerdo con los antecedentes que tenía el jefe del estado mayor, general José Rondeau, dichos hacendados entran en negociaciones con el ministro de relaciones exteriores, Dr. Gregorio Tagle.

martes, 14 de junio de 2011

Guerra de la pampa hasta 1833 – parte 3



El resultado de esta represión inhumana fue el que cabía esperar. Todas las tribus indígenas se confabularon para llevar la expoliación y el terror a las poblaciones, horrorizando a la propia Buenos Aires.

En 1770 organiza el maestre de campo Manuel de Pinazo una batida contra los tehuelches, para escarmentarlos, según el cronista Juan Antonio Hernández, por una acción llevada a cabo por éstos contra las tolderías de una tribu reducida.
La expedición, compuesta de 232 soldados y 291 indios auxiliares, después de una marcha prolongada a través de Casuhatí, Coluleuvú (río Colorado) y Quequén, encuentra en las proximidades de la reducción de Vulcán a unos indios que arreaban hacienda robada.
Tras breve combate fueron recuperados 4.000 equinos, y el enemigo dejó 102 cadáveres en el campo. El gran número de víctimas revela el ensañamiento por parte de Pinazo.

En 1777 el virrey don Pedro Cevallos eleva a la corte un oficio en que indica la conveniencia de emprender un ataque combinado desde varios ángulos, incluso desde Chile. “Yo medito, dice, que se haga una entrada general en la vasta extensión adonde se retiran y tienen su madriguera estos bárbaros, favorecidos de la gran distancia y de la ligereza y abundante provisión de caballos.
Convocaré para después de la cosecha a la gente de Córdoba, de Mendoza, de San Luis de la Punta y de la jurisdicción de esta ciudad (se refiere a Buenos Aires). Estoy haciendo un pequeño mapa donde se descubrirán los rumbos por donde deba conducirse cada uno de los cuerpos de gente, el tiempo en que, consideradas las distancias, deben salir de sus respectivos distritos y el punto de reunión adonde hayan de dirigirse.
Avisaré igualmente al presidente de Chile, por si le pareciese salir también con su gente, por ser esencialmente interesado en esta expedición, la cual hago juicio que se podrá efectuar a principios de febrero, que estarán desocupadas las gentes, y me persuado que en el espacio de tres meses puede haber tiempo suficiente para concluir la diligencia y que todos vuelvan a sus casas antes que entre el invierno”.

En 1780 parte Amigorena de Mendoza para castigar a los pehuenches, que habían llevado algunos malones contra la provincia. Luego de una larga marcha hasta más allá del río Colorado, declara no haber hallado ni rastros de indios.

Los reyes de España adoptaron a su tiempo una serie de medidas oportunas, tales como la provisión de hombres y armas para las fronteras con el indio por parte de los cabildos, los que debían con esos elementos garantizar el avance de la civilización en las inmensas planicies de la América sudoriental.
El cabildo de Buenos Aires construyó, en consecuencia, los fuertes de Nuestra Señora del Pilar de los Ranchos, San Miguel del Monte, San Juan Bautista de Chascomús, San Lorenzo de Navarro y muchos otros, según se lee en un “estado” hecho por el comandante general de fronteras don Francisco Balcarce en 1792.

Guerra de la pampa hasta 1833 – parte 2



En las crónicas de la conquista se leen a cada paso narraciones como esta que se transcribe de R. Levene: “En 1628 serranos (indios que bajaban de la cordillera) bien montados y armados de lanzas, arcos y flechas, olas y hondas, avanzaron desde el lejano Sur, acampando por las cercanías de la ciudad. Después de un amago de invasión, los pobladores se rodearon de precauciones. La matanza de ganado vacuno silvestre, que, como se sabe, era una de las más pingües ocupaciones y por tanto a la que se entregaban la mayor parte de los habitantes, se hizo desde entonces faena arriesgada. En 1629, los campesinos reunidos para salir a vaquear, tuvieron que hacerlo al mando del capitán Amador Baz de Alpoin, para evitar tropelías de los salvajes”.

Pero los ataques de los indios no tienen carácter de ofensiva de gran envergadura sino a partir de 1740. En efecto, hasta entonces hubo escasos motivos de fricción, ya que la frontera de Buenos Aires circunscribía un área determinada, siguiendo el curso del Salado, y abarcaba los antiguos dominios de los llamados querandíes. Los españoles no habían llevado aún su acción colonizadora y ni siquiera expedicionaria a los territorios propiamente pampas, en que señoreaban los tehuelches, ranqueles, puelches y huiliches, y posteriormente los temidos vorogas, de origen araucano.

Tales tribus fueron a mediados del siglo XVIII avasalladas por nuevas corrientes araucanas, las que realizaban sus invasiones a sangre y fuego.

La inteligencia pacífica no estaba aún obstruida por la serie de exacciones, conquistas territoriales y su réplica, el malón, transgresiones de tratados, etc., que luego iban a suceder. La guerra contra los indios no tienen un pretexto que pidiéramos llamar geográfico o político.
Es más bien consecuencia de una táctica desacertada para con ellos, que frecuentemente se mostraban sumisos y serviles con el cristiano limítrofe. He aquí la apertura de una era hostil, cuando la situación era aún oportuna para asegurar la concordia.

Los españoles expulsaron violentamente a la tribu del cacique Mayu Pliya, que vivía en pacto de amistad dentro de la jurisdicción civilizada, y divorciado, por este hecho, de sus congéneres de Leuvucó, de Salinas Grandes y del sur del Colorado. A la muerte de ese cacique a mano de los indios enemigos, sucedió la invasión de los partidos de Areco y Arrecife.

Para castigar a los invasores, emprendió expedición el maestre de campo Juan de San Martín, quien, no pudiendo alcanzarlos, hizo sentir su ferocidad en la pacífica tribu de Caleliyán, pasando a cuchillo, según Falkner, hasta mujeres y niños.

Del desquite se encargó un hijo de Caleliyán, que se hallaba ausente en el momento del injusto atropello. Con los escasos supervivientes y el concurso de trescientos picunches, llevó un malón terrible, sobre todo contra Luján, cuya guarnición, así como los civiles puestos a su amparo, fueron lanceados sin piedad, quedando cautivas las mujeres y las criaturas.

La cólera del maestre de campo ante tan fiera venganza lo impulsó a otra “expedición punitiva”. En todo el trayecto hasta Salinas Grandes no encontró indios en quienes desahogarse. Desde allí se desvió hasta Casuhatí (actual Sierra de la Ventana) y Vulcán, donde halló una partida de huiliches mansos, sin armas, que ajenos a toda idea de violencia, vinieron a cumplimentar al jefe español.

Por orden de éste fueron “cortados en pedazos”. A la vuelta pasó por las tolderías del cacique sometido Talmichi Ya, de la familia de Cangapol, que residía a unas cuarenta leguas de Buenos Aires, con licencia escrita del gobernador Salgado. Cuenta el misionero inglés Falkner que, mientras el cacique exhibía confiadamente su documento, el propio San Martín lo mató de un disparo de pistola. Luego aniquiló a la tribu y se llevó prisioneros a mujeres y niños.

Guerra de la pampa hasta 1833 – parte 1


En los días en que la nacionalidad argentina empezaba a forjarse y nuestros próceres discernían las fórmulas de patria y civilización, la indómita fiereza autóctona llevaba sus violencias hasta los límites mismos de la jurisdicción urbana, como ramalazos de la barbarie del desierto. El atavismo araucano, capitaneado por caudillos inexorables, volvía por sus fueros primitivos asolando la llanura cultivada por el blanco y sembrando el terror con la lanza y las boleadoras. Acaso intuyera en la gestación política y social de la cosmópolis porteña una pausa de vigilia armada.

España, al penetrar en las pampas, debió enfrentarse con el indio, su auténtico dueño.

Desde la fundación misma de la capital del Plata hasta la presidencia del general Julio Argentino Roca, con muy breves intervalos de paz, la pugna de la civilización con el desierto refractario estuvo jalonada de estoicismos inéditos, sólo conocidos de la posterioridad por los nombres simbólicos del fortín, del teatro de acción, o del jefe, como hitos de virtud y coraje.

Un partícipe y cronista de los primeros hechos, Ulrich Schmidl, que acompañaba al adelantado don Pedro de Mendoza, relata con crudo realismo la iniciación de esta dramática guerra de exterminio entre el aborigen y el conquistador. En su testimonio se evidencia la iniciativa española en al ruptura de las hostilidades, a la que replicó el salvaje con inesperada violencia. El primer combate ocurrió en las inmediaciones del río Luján, el 15 de junio de 1536. Trescientos soldados de infantería, armados de arcabuz y ballesta, y treinta y tantos jinetes de los veteranos conquistadores, al mando de don Diego, hermano del adelantado, se trabaron en lucha con los pampas, que Schmidl llama “carendíes”. Los españoles quedaron dueños del campo, pero “bien escarmentados”.

En la lucha murieron cerca de cuarenta españoles y aproximadamente unos mil indios. Poco después los indígenas ponían sitio a la aterrorizada aldea de Buenos Aires, a la que hicieron soportar inauditos horrores. La guarnición, que incluía también mujeres y niños, llegó a carecer de municiones, agua y víveres, e iba quedando diezmada y maltrecha, sin la fuerza necesaria para intentar una salida y despejar así la situación. Por último, los sitiadores, lanzando flechas incendiarias sobre los techos de paja de la ranchería, lograron prenderle fuego y aniquilar a la mayor parte de los sitiados.

Aquel derramamiento de sangre encendió el odio del indio contra el cristiano en estas tierras, lo que habría de llenar la crónica de trescientos cincuenta años de lucha, hasta finalizar con las campañas del general Lorenzo Vintter en 1885.

Para crear el “hinterland” o zona de tierra indispensable para el normal desarrollo de las actividades comerciales y civiles, también el intrépido don Juan de Garay, chocó más de una vez con la hostilidad de las tribus. En el sector denominado Matanza, más allá del actual puente Pueyrredón o Barracas, que entonces constituía parte de la línea exterior del recinto de seguridad, fue pasado por las armas un importante núcleo de prisioneros capturados en una de las salidas de la guarnición encaminadas a romper el cerco de flechas y lanzas que amenazaba asfixiar a la naciente ciudad.

domingo, 5 de junio de 2011

El golpe contra Castillo – parte 4



Los políticos se apresuraron a negar su intervención en el golpe; el titular de la Cámara de Diputados, José Cantilo, eximió a radicales y conservadores. Gabriel Oddone, presidente del Comité Nacional de la UCR, dijo algo parecido, caracterizando el episodio como "estrictamente militar". Américo Ghioldi sentenció que Castillo "no podía seguir haciendo disparates". Otro socialista, Julio V. González, lograba conversar con Rawson para preguntarle si los golpistas reservarían algún lugar a los partidos, pero sólo obtuvo un asentimiento demasiado débil.

El sábado 5, los revolucionarios honraron a los caídos frente a la Escuela de Mecánica. El domingo 6, la hinchada boquense celebró la victoria sobre Independiente, 3 a 1. Al alba del lunes 7 los noctámbulos tuvieron motivo para alargarse en conjeturas: a las 3.25 estallaba la dimisión de Rawson —anunciada por Radio El Mundo—, quien abandonaba el Gobierno en manos de Palito. Las razones, las oficiales, estaban en este párrafo del comunicado: "'...ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo en la constitución del Gabinete". Ni Rawson ni el Vicepresidente Sabá H. Sueyro (un contraalmirante) consiguieron jurar; tampoco sus Ministros.

Desalojado del Gobierno, Rawson participó igual en los actos oficiales, junto a su amigo Palito, en lugares destacados; por eso se dio en apodarlo La Reina Madre; luego fue Embajador en Brasil, y cayó en desgracia cuando aseguró que la ruptura de la Argentina con los países del Eje (enero 26, 1944) había sido el verdadero objetivo de la revolución.

Ese fue, tal vez, el verdadero objetivo de Rawson, un aliadófilo; la proclama del 4, al menos, llenó de alborozo al Embajador de los Estados Unidos, Norman Armour. No obstante, el mensaje de Ramírez al asumir se encarga de desmentirlo: "La República Argentina afirma su tradicional política de amistad y leal cooperación con las Naciones de América, conforme a los pactos existentes. Con respecto al resto del mundo, su política es, en el presente, de neutralidad". La misma de Castillo, en resumen.
En la distancia que va de uno a otro documento se han ubicado las interpretaciones del golpe. Para unos, se trató de modificar el neutralismo de Castillo por una toma de posición en favor de los Aliados; para otros, los militares, que eran nazis, voltearon al Gobierno con el fin de impedir que el Presidente, cada vez más acosado, rompiera con el Eje; el interinato de Rawson habría sido una aventura. Una tercera corriente supone que el golpe tuvo que ver con la situación interna y sólo con ella.

A los 82 años, Miguel Culaciati defiende a Castillo. "En el aspecto internacional —señaló a Primera Plana en su casa de Martínez—, el Gobierno no pudo acceder, por imposición del Ejército, manejado por la logia nazi-fascista y nacionalista del GOU, a los justos reclamos norteamericanos para que se suprimieran las comunicaciones cifradas en todas las Embajadas, buscando eliminar las comunicaciones por clave con submarinos alemanes y japoneses que, en poco tiempo, hundieron más de 20 barcos de bandera aliada, con carga argentina."
No coincide con él González, hoy de 72 años (suegro del coronel retirado Oscar Dietrich, interventor en ENTEL). "Hay muchas leyendas sobre el GOU, que no preparaba la revolución para el 4 de junio ni para otra fecha —explicó a Primera Plana—. Lo que preparaba, sí, era la reacción para el caso eventual de que Castillo persistiera en su idea de apoyar a Robustiano Patrón Costas para Presidente. Insisto en que el movimiento no fue provocado por la forma en que Castillo conducía la política externa o por el temor de que Patrón Costas pudiera romper con el Eje. La reacción se produjo debido al conflicto que iba a crearse en la política interna." En una palabra, los jóvenes oficiales liberados de la tutela de Agustín P. Justo (murió el 11 de enero del 43) pretendían que el Ejército no siguiese amparando el fraude.

Porque el 4 de junio, el Partido Demócrata Nacional debía celebrar una convención —en el Príncipe Jorge— para ungir a Patrón Costas como candidato en las elecciones de setiembre. Desaparecido Justo, que acaso deseaba solicitar un segundo mandato; asegurada la victoria de Patrón Costas, a pesar de la Unión Democrática Argentina que ya entonces postulaba a José Tamborini, el GOU comenzó a acariciar la perspectiva de un Presidente salido de sus filas. Se necesitaba, para ello, un hombre flexible en la Casa Rosada, un Ramírez o un Farrell, nunca un Rawson; y un coronel que venciera a sus pares a fuerza de habilidad. Lo hubo.

PRIMERA PLANA


El golpe contra Castillo – parte 3



En el camino hacia el Tiro Federal, el motín pagaría su cuota de sangre; al cruzar las baterías del Regimiento 6 de Artillería ante la Escuela de Mecánica de la Armada, y mientras los soldados saludan alegremente, se ciernen sobre ellos las ametralladoras emplazadas en lo alto de los ventanales y en las casas vecinas. El comandante del R 6. general Eduardo Avalos (hermano de Ignacio, Secretario de Guerra en el Gobierno Illia, y autor del putsch contra Perón en octubre de 1945), pistola en mano, increpa al director de la Escuela, capitán de navío Fidel L. Anadón, quien cierra las puertas y ordena tirar a sus hombres.

La refriega deja una treintena de muertos y un centenar de heridos. "Yo cumplía órdenes del Ministro de Marina, contraalmirante Mario Fincati", dice Anadón, hoy de 71 años. Esa ciega fidelidad fue, quizá, la que premió Perón cuando lo ascendió a almirante y le confió la cartera de Marina en su primer Gabinete. Entre la metralla se nota una ausencia: la de José María Epifanio Sosa Molina, el general que luego mandó la Escuela de Tropas Aerotransportadas en épocas de Perón. Avalos le pregunta dónde ha estado; la respuesta de Sosa Molina: "Fui hasta mi casa a darle tranquilidad a mi señora".

A las nueve, el tozudo Castillo sigue dispuesto a no entregarse; con sus siete Ministros —Fincati sustituía a Ramírez— se embarca en el rastreador Drummond, de la Armada, en procura del Uruguay. "Pedirá asilo político", auguran los revolucionarios. "Constituyo mi Gobierno en el barco y el pueblo me encontrará siempre dispuesto a la defensa", advierte El Viejo. "Es la muchachada de a bordo", bromean los porteños.

Cierta solemnidad impera, sin embargo, cuando Castillo y sus colaboradores suben al Drummond, que ostenta, irónicamente, la insignia de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. El navío ancla frente a Colonia, donde un sobrino de Castillo, médico, le compra unas pócimas para conjurar la distonía cardíaca del Presidente. Castillo no desciende, por temor a perder su rango al tocar suelo extraño.
En Buenos Aires, a las dos y media, Rawson entra en la Casa Rosada, después de haber recorrido en triunfo la avenida Alvear y de detenerse en el Círculo Militar, donde una vez más leyó la proclama. No obstante, el primero en alcanzar la Casa Rosada fue Pedro Pablo Ramírez.

Caía la tarde del viernes y algunos manifestantes quemaban una docena de colectivos de la Corporación de Transportes, ante el Cabildo; uno de ellos, subido a un cajón, discurseaba: "No es éste un movimiento como el del 6 de setiembre de 1930. Es el pueblo hermanado con el Ejército. Demostraremos a nuestros hermanos de América que no somos cobardes ni fascistas". El Intendente, Carlos A. Pueyrredón, hizo cerrar las puertas del palacio municipal; lo imitó el presidente de la Corte Suprema, Roberto Repetto.
Las peripecias de Castillo, y su entereza, terminarían con el desembarco en La Plata y su renuncia, por escrito, en el Regimiento 7 de Artillería. "Por fin voy a descansar, después de trece años en los que no tuve tiempo para nada", confesó apenado, antes de recluirse en Las Toscas, su propiedad bonaerense de Martínez (el mismo fin del periplo de otro Presidente depuesto, Arturo Illía, 23 años después).


sábado, 4 de junio de 2011

El golpe contra Castillo – parte 2



Los rumores cundieron una semana antes. Sucede que el Ministro de Guerra no pudo ocultar a Ramón Castillo sus entrevistas con políticos y militares, quienes, sotto voce, le ofrecían una candidatura presidencial o la responsabilidad de conducir el alzamiento. Castillo, un profesor enérgico y soberbio, le pide una aclaración por escrito y la obtiene: era demasiado vaga como para convencerlo; decide, entonces, defenestrar a su Ministro. Pero alguien se entera: Oscar Lomuto, un periodista de La Razón, informa a González que la destitución de Ramírez es un hecho. Los coroneles del GOU se encrespan y adelantan el estallido, que debía producirse el 8 de junio.

A las cinco de la mañana del viernes, Castillo, de 70 años (falleció en 1944), congrega a su Gabinete en la
Casa Rosada; al Presidente habían llegado, la noche anterior, las noticias de los preparativos; por eso estaba sin dormir. Media hora después se recibe el ultimátum de Rawson: anuncia que tiene 8.000 hombres acampados en las afueras de la ciudad, para tomar el poder; son, más exactamente, 8.700 efectivos de Campo de Mayo, una guarnición que reunía a las escuelas de Caballería, Infantería, Artillería, Suboficiales y Comunicaciones.
A las siete, el Jefe del Estado Mayor de la Marina, capitán de navío Alberto Teissaire, es comisionado por el Presidente para que cite a Ramírez, a quien cree el titular de la revolución (nunca podrá saberse si, cuando se entrevistó con Rawson a las dos, llevaba un encargo de Castillo para desalentar a Campo de Mayo, o trataba por las buenas de recuperar el cetro del alzamiento, que le pertenecía). El ex Ministro aparece, un rato más tarde, acompañado por su yerno, y el Presidente ordena —en vano— que se lo arreste.
Imparte otras dos medidas: al general Rodolfo Márquez, la represión de los sublevados, y al Jefe de Policía, su amigo el general Domingo Martínez, la resistencia. Márquez contesta que no dispone de fuerzas suficientes, y Martínez se lava las manos por razones que sólo después se vieron claras: Rawson lo puso a la cabeza de la Cancillería.

La reacción del Presidente es enérgica, pero tardía. Las columnas de Rawson avanzan ya por la avenida San Martín, y por la General Paz rumbo al Tiro Federal. El jefe de las tropas, envuelto en su capa, marcha junto al general Anaya y a otro coronel del GOU, Emilio Ramírez (sin parentesco con el ex Ministro).

De la cabeza de la columna parten volantes con la proclama, que también son lanzados sobre la Plaza de Mayo por un Junker del Ejército. El texto: "Lucharemos por mantener una real e integral soberanía de la Nación, para cumplir firmemente el imperativo de la tradición histórica, para hacer efectiva una absoluta, verdadera y real unión y colaboración americanas, y por el cumplimiento de los compromisos internacionales".


El golpe contra Castillo – parte 1




Hace ahora 25 años, la Argentina vivió uno de los hechos capitales de su historia contemporánea: más que un golpe de Estado —sólo el segundo del siglo, y ya van cinco—, fue el comienzo de un turbulento proceso político, económico y social todavía irresoluto.

Primera Plana entrevistó a una docena de actores de aquella asonada, para obtener el relato minucioso que sigue faltando en medio de una bibliografía ensayística cada vez mayor. En contados casos resultó posible obtener el acuerdo de los testigos para identificarlos en la narración; no obstante, el texto que se publica a continuación vale como un documento irreprochable.

—¿Cómo te va, Arturo?
—¿Qué haces, Palito?
—Vengo a pedirte, en nombre del Presidente, que desistas del golpe.
—¡Déjate de embromar, Palito! Vení, vamos a tomar un whisky...

A las dos de la madrugada, el viernes 4 de junio de 1943, la neblina se desplomaba sobre los jardines de la Escuela de Caballería, en Campo de Mayo. El cielo estaba encapotado, y un frío de 7 grados arrinconaba a la espesa guardia de soldados, insomnes, tensos y seguramente con miedo bajo el peso de los fusiles y los pertrechos de campaña.


El Cadillac negro del ya relevado Ministro de Guerra del Presidente Castillo, el general de división Pedro Pablo Ramírez, era otra sombra; un teniente primero, Manuel José Reimundes, había conducido a Palito hasta el general de brigada Arturo Rawson, quien ese viernes cumplía 59 años de edad (murió a los 68).
La sublevación, ya decidida, no podía detenerse; el diálogo entre ambos oficiales no pasaba de ser una formalidad. Detrás de las palabras, todo quedaba sobreentendido: por segunda vez en trece años, el poder civil sería, desbarrancado por las armas.

La jefatura revolucionaria de Rawson había quedado sellada unas doce horas antes, durante un almuerzo en el restaurante El Tropezón, de Callao al 200, en la Capital; los comensales: Rawson, su sobrino Manuel Rawson Paz, y el coronel Enrique P. González, secretario ayudante de Ramírez en el Ministerio, e íntimo amigo de otro coronel, Juan Domingo Perón; ellos dos eran las cabezas pensantes del Grupo de Oficiales Unidos (GOU), una logia castrense con una veintena de juramentados que iba a dirigir el país hasta las elecciones de 1946. Gonzalito, miembro del Estado Mayor del Ejército argentino y del alemán, partidario del nazismo, se limitó aquel mediodía a instruir a Rawson —comandante del cuerpo de Caballería— para que movilizara las tropas, el 4; lo puso al frente del movimiento que, sin duda, se gestaba en silencio desde 1942, cuando nació el GOU, y le extendió la proclama: el texto había sido redactado por los generales Edelmiro Farrell (quien se excusó de participar en el motín porque tramitaba su divorcio); Elbio Anaya, jefe de Campo de Mayo; Perón, y el capitán Filippi, yerno de Ramírez.