martes, 14 de junio de 2011

Guerra de la pampa hasta 1833 – parte 2



En las crónicas de la conquista se leen a cada paso narraciones como esta que se transcribe de R. Levene: “En 1628 serranos (indios que bajaban de la cordillera) bien montados y armados de lanzas, arcos y flechas, olas y hondas, avanzaron desde el lejano Sur, acampando por las cercanías de la ciudad. Después de un amago de invasión, los pobladores se rodearon de precauciones. La matanza de ganado vacuno silvestre, que, como se sabe, era una de las más pingües ocupaciones y por tanto a la que se entregaban la mayor parte de los habitantes, se hizo desde entonces faena arriesgada. En 1629, los campesinos reunidos para salir a vaquear, tuvieron que hacerlo al mando del capitán Amador Baz de Alpoin, para evitar tropelías de los salvajes”.

Pero los ataques de los indios no tienen carácter de ofensiva de gran envergadura sino a partir de 1740. En efecto, hasta entonces hubo escasos motivos de fricción, ya que la frontera de Buenos Aires circunscribía un área determinada, siguiendo el curso del Salado, y abarcaba los antiguos dominios de los llamados querandíes. Los españoles no habían llevado aún su acción colonizadora y ni siquiera expedicionaria a los territorios propiamente pampas, en que señoreaban los tehuelches, ranqueles, puelches y huiliches, y posteriormente los temidos vorogas, de origen araucano.

Tales tribus fueron a mediados del siglo XVIII avasalladas por nuevas corrientes araucanas, las que realizaban sus invasiones a sangre y fuego.

La inteligencia pacífica no estaba aún obstruida por la serie de exacciones, conquistas territoriales y su réplica, el malón, transgresiones de tratados, etc., que luego iban a suceder. La guerra contra los indios no tienen un pretexto que pidiéramos llamar geográfico o político.
Es más bien consecuencia de una táctica desacertada para con ellos, que frecuentemente se mostraban sumisos y serviles con el cristiano limítrofe. He aquí la apertura de una era hostil, cuando la situación era aún oportuna para asegurar la concordia.

Los españoles expulsaron violentamente a la tribu del cacique Mayu Pliya, que vivía en pacto de amistad dentro de la jurisdicción civilizada, y divorciado, por este hecho, de sus congéneres de Leuvucó, de Salinas Grandes y del sur del Colorado. A la muerte de ese cacique a mano de los indios enemigos, sucedió la invasión de los partidos de Areco y Arrecife.

Para castigar a los invasores, emprendió expedición el maestre de campo Juan de San Martín, quien, no pudiendo alcanzarlos, hizo sentir su ferocidad en la pacífica tribu de Caleliyán, pasando a cuchillo, según Falkner, hasta mujeres y niños.

Del desquite se encargó un hijo de Caleliyán, que se hallaba ausente en el momento del injusto atropello. Con los escasos supervivientes y el concurso de trescientos picunches, llevó un malón terrible, sobre todo contra Luján, cuya guarnición, así como los civiles puestos a su amparo, fueron lanceados sin piedad, quedando cautivas las mujeres y las criaturas.

La cólera del maestre de campo ante tan fiera venganza lo impulsó a otra “expedición punitiva”. En todo el trayecto hasta Salinas Grandes no encontró indios en quienes desahogarse. Desde allí se desvió hasta Casuhatí (actual Sierra de la Ventana) y Vulcán, donde halló una partida de huiliches mansos, sin armas, que ajenos a toda idea de violencia, vinieron a cumplimentar al jefe español.

Por orden de éste fueron “cortados en pedazos”. A la vuelta pasó por las tolderías del cacique sometido Talmichi Ya, de la familia de Cangapol, que residía a unas cuarenta leguas de Buenos Aires, con licencia escrita del gobernador Salgado. Cuenta el misionero inglés Falkner que, mientras el cacique exhibía confiadamente su documento, el propio San Martín lo mató de un disparo de pistola. Luego aniquiló a la tribu y se llevó prisioneros a mujeres y niños.

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