martes, 14 de junio de 2011

Guerra de la pampa hasta 1833 – parte 1


En los días en que la nacionalidad argentina empezaba a forjarse y nuestros próceres discernían las fórmulas de patria y civilización, la indómita fiereza autóctona llevaba sus violencias hasta los límites mismos de la jurisdicción urbana, como ramalazos de la barbarie del desierto. El atavismo araucano, capitaneado por caudillos inexorables, volvía por sus fueros primitivos asolando la llanura cultivada por el blanco y sembrando el terror con la lanza y las boleadoras. Acaso intuyera en la gestación política y social de la cosmópolis porteña una pausa de vigilia armada.

España, al penetrar en las pampas, debió enfrentarse con el indio, su auténtico dueño.

Desde la fundación misma de la capital del Plata hasta la presidencia del general Julio Argentino Roca, con muy breves intervalos de paz, la pugna de la civilización con el desierto refractario estuvo jalonada de estoicismos inéditos, sólo conocidos de la posterioridad por los nombres simbólicos del fortín, del teatro de acción, o del jefe, como hitos de virtud y coraje.

Un partícipe y cronista de los primeros hechos, Ulrich Schmidl, que acompañaba al adelantado don Pedro de Mendoza, relata con crudo realismo la iniciación de esta dramática guerra de exterminio entre el aborigen y el conquistador. En su testimonio se evidencia la iniciativa española en al ruptura de las hostilidades, a la que replicó el salvaje con inesperada violencia. El primer combate ocurrió en las inmediaciones del río Luján, el 15 de junio de 1536. Trescientos soldados de infantería, armados de arcabuz y ballesta, y treinta y tantos jinetes de los veteranos conquistadores, al mando de don Diego, hermano del adelantado, se trabaron en lucha con los pampas, que Schmidl llama “carendíes”. Los españoles quedaron dueños del campo, pero “bien escarmentados”.

En la lucha murieron cerca de cuarenta españoles y aproximadamente unos mil indios. Poco después los indígenas ponían sitio a la aterrorizada aldea de Buenos Aires, a la que hicieron soportar inauditos horrores. La guarnición, que incluía también mujeres y niños, llegó a carecer de municiones, agua y víveres, e iba quedando diezmada y maltrecha, sin la fuerza necesaria para intentar una salida y despejar así la situación. Por último, los sitiadores, lanzando flechas incendiarias sobre los techos de paja de la ranchería, lograron prenderle fuego y aniquilar a la mayor parte de los sitiados.

Aquel derramamiento de sangre encendió el odio del indio contra el cristiano en estas tierras, lo que habría de llenar la crónica de trescientos cincuenta años de lucha, hasta finalizar con las campañas del general Lorenzo Vintter en 1885.

Para crear el “hinterland” o zona de tierra indispensable para el normal desarrollo de las actividades comerciales y civiles, también el intrépido don Juan de Garay, chocó más de una vez con la hostilidad de las tribus. En el sector denominado Matanza, más allá del actual puente Pueyrredón o Barracas, que entonces constituía parte de la línea exterior del recinto de seguridad, fue pasado por las armas un importante núcleo de prisioneros capturados en una de las salidas de la guarnición encaminadas a romper el cerco de flechas y lanzas que amenazaba asfixiar a la naciente ciudad.

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