sábado, 4 de junio de 2011

El golpe contra Castillo – parte 1




Hace ahora 25 años, la Argentina vivió uno de los hechos capitales de su historia contemporánea: más que un golpe de Estado —sólo el segundo del siglo, y ya van cinco—, fue el comienzo de un turbulento proceso político, económico y social todavía irresoluto.

Primera Plana entrevistó a una docena de actores de aquella asonada, para obtener el relato minucioso que sigue faltando en medio de una bibliografía ensayística cada vez mayor. En contados casos resultó posible obtener el acuerdo de los testigos para identificarlos en la narración; no obstante, el texto que se publica a continuación vale como un documento irreprochable.

—¿Cómo te va, Arturo?
—¿Qué haces, Palito?
—Vengo a pedirte, en nombre del Presidente, que desistas del golpe.
—¡Déjate de embromar, Palito! Vení, vamos a tomar un whisky...

A las dos de la madrugada, el viernes 4 de junio de 1943, la neblina se desplomaba sobre los jardines de la Escuela de Caballería, en Campo de Mayo. El cielo estaba encapotado, y un frío de 7 grados arrinconaba a la espesa guardia de soldados, insomnes, tensos y seguramente con miedo bajo el peso de los fusiles y los pertrechos de campaña.


El Cadillac negro del ya relevado Ministro de Guerra del Presidente Castillo, el general de división Pedro Pablo Ramírez, era otra sombra; un teniente primero, Manuel José Reimundes, había conducido a Palito hasta el general de brigada Arturo Rawson, quien ese viernes cumplía 59 años de edad (murió a los 68).
La sublevación, ya decidida, no podía detenerse; el diálogo entre ambos oficiales no pasaba de ser una formalidad. Detrás de las palabras, todo quedaba sobreentendido: por segunda vez en trece años, el poder civil sería, desbarrancado por las armas.

La jefatura revolucionaria de Rawson había quedado sellada unas doce horas antes, durante un almuerzo en el restaurante El Tropezón, de Callao al 200, en la Capital; los comensales: Rawson, su sobrino Manuel Rawson Paz, y el coronel Enrique P. González, secretario ayudante de Ramírez en el Ministerio, e íntimo amigo de otro coronel, Juan Domingo Perón; ellos dos eran las cabezas pensantes del Grupo de Oficiales Unidos (GOU), una logia castrense con una veintena de juramentados que iba a dirigir el país hasta las elecciones de 1946. Gonzalito, miembro del Estado Mayor del Ejército argentino y del alemán, partidario del nazismo, se limitó aquel mediodía a instruir a Rawson —comandante del cuerpo de Caballería— para que movilizara las tropas, el 4; lo puso al frente del movimiento que, sin duda, se gestaba en silencio desde 1942, cuando nació el GOU, y le extendió la proclama: el texto había sido redactado por los generales Edelmiro Farrell (quien se excusó de participar en el motín porque tramitaba su divorcio); Elbio Anaya, jefe de Campo de Mayo; Perón, y el capitán Filippi, yerno de Ramírez.


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