domingo, 15 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 5




El descubridor del extinto Muñifelis bonariensis produce una variación de la metáfora marítima al ver el campo como una sirena que encanta o aquerencia a riesgo de que el gaucho deje sus huesos blanquiando entre las pajas o a orillas de una laguna. (Muñiz) Los otros huesos, de gliptodontes y megaterios que él había arrancado a orillas del río Luján, son enviados prolijamente a Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes para comenzar a construir la gloriosa historia antediluviana y nacional. Con notas de un rigor conmovedor y bajo la consigna ¡Viva la Federación!, Muñiz indica al Exmo. Señor la manera en que deben extraerse los fósiles para armar sin errores la cola bestial del Clygtodón. Instrucciones vanas porque el Tirano amante de los benteveos, hace que los cajones sigan viaje directo a los museos de Londres y París para indignación posterior de Ameghino quien sí podrá repletar de esqueletos las salas patrióticas de nuestros museos. Tarea desplegada en franca disputa con Burmeister, sabio alemán que había provocado el encuentro entre el todavía no perito Moreno y el incipiente excavador William, quien se desprende de algunos huesos para observar mejor los pájaros sobrevolando la pampa sin árboles. Cuando más tarde Mr. Hudson se entretiene con los "Birds in London" aquí se organiza el culto al eminente Ameghino, tanto como para peregrinar laicamente hasta su casa en Luján o estamparlo en los libros escolares como ejemplo cívico. La ciencia natural y nacional se consagra en otro patriótico centenario obteniendo la personería jurídica como Sociedad Argentina de Ciencias Naturales en 1916. Sus miembros poco vagan por los campos y su preocupación es, ahora abastecer con investigaciones edificantes las aulas que producen, año a año, flamantes argentinos. En esa cruzada, Ameghino es el más meritorio porque la antigüedad del hombre en el Plata, tal como él la había datado, nos proclama cuna de la civilización. (González, Horacio) Justo cuando buscamos emparentarnos con las naciones modernas y para eso montamos un fabuloso stand en la Exposición Universal de París de 1889 donde premian con medalla de oro a nuestro sabio, sellando otra imaginación sobre la pampa ahora paleontológica y estratificada.

Quienes aspiran a incluir en esta genealogía a Hudson, se topan con una descripción detallada de las flores que gustaban a su madre y, enseguida, un réquiem emocionado y perdido entre las especificaciones sobre el modo en que esta planta se reproduce en cierto momento de la primavera en el cual la hierba es de un color particularmente glorioso. Además, el autor se jacta de su disfrute del ocio y alardea sobre su falta de instrucción académica: Llega el anochecer, que pone fin a mi inútil investigación, y digo inútil con verdadero placer, porque si hay algo que nos sentimos inclinados a detestar en esta plácida tierra es la doctrina de que todas las investigaciones que se lleven a cabo en el reino de la naturaleza deben reportar algún provecho, presente o futuro, para la raza humana.(2) Su amigo, Cunninghame Graham, le oyó decir heréticamente que preferiría ver perdidas todas las obras de los griegos antes de que se extinguiera una especie. Hudson no es un clasificador ni un coleccionista, tan frecuentes en la ciencia moderna, sino un observador vital que de pequeño cazador en las pampas del degüello pasa a anciano defensor de ardillas del Hyde Park. Pobre niño autodidacta; quizás, se lamenta un autor que quisiera contarlo para la ciencia, tendríamos al doctor Hudson si cerca de los ombúes hubiera habido una escuela, como la del otro Dominguito, a la cual no faltar nunca. Pero para eso fueron necesarias otras expediciones del todo más asesinas y también escritas.

El militar Álvaro Barros publica su informe sobre las "Fronteras y territorios federales de las pampas del sur" en 1872. Por años ha recorrido la pampa que siente como el océano pero que sabe cruzada de malones; para atajarlos lo enviaron a la frontera. Desde allí denuncia las corrupciones oficiales y la arbitrariedad de las campañas con una frase lamentablemente menos famosa que la otra: la civilización por el exterminio no es civilización sino barbarie. El después figurado gobernador de la Patagonia, hace su propio inventario pero no de minas explotables ni de raros insectos sino de hombres y caballos dispuestos a extender la patria. ¿Habrá contado entre ellos al jinete Hudson? Martínez Estrada también pregunta a la pasada si se habrán conocido en los pagos de Azul donde uno cumplía órdenes y el otro mandaba. Y donde Barros se preocupa por el ocio de dos o tres mil hombres conminados a soldados que no será seguramente coger margaritas y flores del aire para reconcentrar en un solo sentido (el del olfato) todos sus goces y entonces pide que envíen mujeres pero no esas que siempre siguen a los ejércitos y sí de las que constituyen hogares porque una población sin mujeres se disuelve. Nosotros sabemos, porque Martínez Estrada ha sustentado su interpretación de la filosofía de Hudson en los sentidos y sobre todo en el olfato, que William aprovechará su estadía en los fortines para oler, si no margaritas, alguna que otra flor olvidada por la poesía y por la botánica. Como Muñiz, comprobará de cerca las bondades del avestruz americano aunque no compartirá su destino de víctima de la fiebre amarilla porque en 1871 está en la Patagonia escuchando los pájaros ignorados por Darwin. Después describirá en Ralph Herne el cuadro dramático que nunca vivió, con sólo haber visto y recordar, el cuadro que Blanes pintó sobre la masacre de la peste en los conventillos pobres.

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