sábado, 14 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 4




Los naturalistas vagan hasta que reina Ameghino

Hasta el siglo XIX, el inventario de las llanuras sudamericanas había estado a cargo de algunos visitantes mandados a sopesar las posibilidades de la región a favor de la industria, la política, la ciencia o la literatura de entretenimiento europeas. Falkner, calvinista devenido misionero jesuita, se aleja del río hacia 1750 para habitar entre los tratables indios que rodean la Laguna de los Padres. La falta de espejitos y alimentos básicos despierta la sempiterna incivilidad indígena y hace fracasar la bienintencionada Reducción del Pilar.

Expulsado y vuelto a Inglaterra, el padre Tomás Falkner redacta sus memorias que son retocadas por William Combe, afanosamente dedicado a convertirlas en un informe de utilidad pública indicando posibles puertos y peces comestibles, por las dudas que los navíos reales tuvieran que hacer un día las invasiones inglesas.

Además de médico, profesor y sacerdote, Falkner es un naturalista que no sólo apunta su encuentro con un yaguarú y la variedades del gato salvaje sino que rasca la superficie para encontrar unas pocas vértebras e intuir que por debajo las pampas tienen mucho más que decir. Su "Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur" es publicada y criticada aquí por Pedro de Angelis, editor por excelencia de quien en 1833 se aventura en una temprana conquista que le vale el título de héroe del desierto. En esa expedición hacia el sur, Rosas rescata cautivos, asegura las endebles fronteras y se cruza con un joven naturalista inglés contento de que tan eximio jinete y comandante lo recibiera. Pudoroso de ese deslumbramiento casi adolescente, Charles R. Darwin anotará al pie del libro sobre su viaje por esta parte del mundo que, vistos los hechos posteriores, la Confederación no era tan buena y sí tan irregular como parecía.

Sabe de las pampas porque ha leído al padre Falkner pero mucho más va a saber cuando abandone nuestras tierras repleta de ideas su cabeza acerca de las edades del planeta. El hecho de que todo se le haya ocurrido en esta superficie rala pero bondadosa en datos geológicos, alcanza para contarlo entre nuestros científicos, según propone Sarmiento cuando le toca hablar bien de Carlos Roberto Darwin recién fallecido.

Hudson recibe de regalo El origen de las especies y a pesar de rendirse ante el impacto de sus tesis, no deja de criticar a su autor en cuanto tiene oportunidad obligándolo, incluso, a rectificarse. Darwin olvidó esto, omitió aquello, confundió lo evidente y, el colmo de las faltas, no registró la belleza musical de las aves patagónicas. Un participante más amable en el extendido epistolario con el que Darwin recaba los datos para la teoría que explicará todo, es el naturalista bonaerense Francisco Javier Muñiz. Su biografía parece una colección de hitos nacionales: lucha en las invasiones inglesas, destaca como teniente coronel en la batalla de Ituzaingó, es miembro de la Convención Constitucional de 1853, con más de setenta años participa de la Guerra del Paraguay y muere en plena batalla contra la fiebre amarilla.

Sarmiento rescata más que fervoroso su obra civilizatoria; cómo no hacerlo con un soldado omnipresente, médico de parturientas, investigador de la vacuna indígena, naturalista excavador, canciller espontáneo y vindicador del ñandú argentino ante la infamia de que, como el de África, escondería la cabeza para evitarse el peligro.



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