martes, 17 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 9


Las palabras que dicen provenir del rocío esconden bellamente el puro artificio y el esfuerzo que la naturalidad conlleva. Mucho sabe Hudson de ese salto entre las cosas (animadas e inanimadas) y las palabras ya que ni siquiera tiene las voces humanas apropiadas para transmitir el canto de las aves. Cuando las encuentra, intuye que nada garantiza su eficacia y que buscarlas es una batalla perdida desde siempre. Lewis Carroll, esa otra anomalía para la moral victoriana, le hace decir a Humpty Dumpty –mientras Hudson recorre la Patagonia- que, en cuanto a los significados de las palabras, la cuestión es saber quién manda. El libro en que Hudson cuenta aquel viaje de expedición y despedida, aparece veinte años más tarde y convoca al disparatado pero sagaz personaje: Fácilmente podemos perdonar a los poetas sus descripciones equívocas, puesto que como guías no son de fiar y muchas veces como Humpty Dumpty, en "A través del espejo", hacen que las palabras desempeñen "trabajo extra". En busca de conceptos bien fundados acostumbramos a acudir a los hombres de ciencia, pero, por extraño que parezca, mientras se quejan que nosotros –los no científicos- carecemos de ideas determinadas y correctas sobre el color de nuestros propios ojos, ellos han prestado apoyo a las fábulas del poeta, y se han tomado el trabajo, incluso, de convencer a la humanidad de su acierto. (Días de ocio: 169)

Otra vez fugando de los nombramientos y los titulados: se dice no científico pero se distancia de los poetas. Su estilo es engañosamente despojado y llano como es de engañosa la pampa vacía para quien no la sabe leer repleta de rastros. Ese dejo natural le exige correcciones, tachaduras, peleas con los adjetivos que no dicen lo que deben, extensas digresiones que parecen silvestres pero que han sido cultivadas justo para distraernos. Y lo logra, hasta que reparamos en que nos está contando la impresión que le causa un coro de tordos al pequeño bárbaro William, comparándolo con la música instrumental de algún salón inglés; o el susurro de los álamos con el de las olas que ha escuchado mucho años más tarde. El efecto se refuerza por la escasa jerarquización de los temas que nos lleva de la composición química de la luz de una luciérnaga a la reflexión sobre el panteísmo en la humanidad. Además de la displicencia con que recurre al dramatismo, sorprendiendo al lector en solidaridad con la tragedia de unas hormigas de las que hay miles.

En fin, los hechos triviales narrados como epopeyas y los viejos recuerdos reanimados como vivencias actuales, ocultan las trampas del lenguaje cuya artificialidad conmueve a nuestro autor tanto como la aparente naturalidad de las cosas. Su tierna manera de perseguir las voces que dicen mejor el mundo lo convierte en escritor casi a su pesar. Lástima que de esa búsqueda maravillosamente inútil que es toda su literatura, nada nos dice la combinación de versos elegida por sus amigos para el epitafio: Amó los pájaros, los lugares verdes y el viento de los matorrales, y vio el brillo de la aureola de Dios.

Laura Fernández
Universidad de Buenos Aires

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