jueves, 12 de septiembre de 2013

La pampa de memoria. William H. Hudson – Parte 2






Pese a los arrebatos de sus admiradores, Hudson resiste mejor que otros todo intento de brutal nacionalización. De padres norteamericanos protestantes, esquiva la evidencia del registro en la Methodist Episcopal Church -que lo indica nacido en el campo "Los Veinticinco Ombúes" de Quilmes el 4 de agosto de 1841- tanto como la fuerza de lo telúrico que conectaría su prosa con lo más hondo de la tierra (pampeana y argentina). Aquí es nombrado y no bautizado William Henry, a pesar del Dominguito que los vecinos criollos le agregan por respetar el calendario. Familiaridad que para algunos lo convertiría en un mismísimo gaucho aunque sabemos que no es fácil definir si es el caballo, la indumentaria o la payada lo que hace gaucho a un hombre. De las chinas sabemos menos pero tampoco el matrimonio lo hace argentino porque salvo un temprano enamoramiento local, la elegida para casarse es Emily Wingrave, señora mayor y convenientemente dueña de la pensión que lo hospeda en Londres. Habrá que explicar, entonces, por qué un patriota deja la tierra donde vio la luz o que lo vio nacer, aunque para eso está la hipótesis romántica en la que alguna dama prohibida o algún rechazo mal dado lo hayan despechado y puesto sobre el vapor Ebro en 1874.

Sin embargo, los líos de polleras opacan la imagen de galante asexuado que tanto irrita a Alicia Jurado, una de sus más prolijas intérpretes pese a las resistencias del autor a toda póstuma biografía. Hasta el final las mujeres parecemos haber perturbado a Hudson quien se declara tan conmovido en su presencia como ante las serpientes o la Naturaleza confirmando, una vez más, símbologías que cargamos desde Eva. Este temprano militante de la ecología nos recomienda en artículos varios que dejemos de usar plumas en los sombreros y será, el resto de su vida, segundo de la Sociedad Protectora de Aves presidida por señoras de paso sufragistas.

Coherente hasta la exageración, la versión más corriente de su partida es que no soportó ver a su pampa alambrada y a sus pájaros asesinados por los despreciables italianos que llegaban en bandadas. Prefirió recordarla salvaje y virgen, ajena a los cultivos extensivos y a las vías férreas que la anudarían en abanico cerrado sobre el puerto de Buenos Aires. Lo cierto es que desembarca en Southampton el año que termina la presidencia de Sarmiento pero no recuerda especialmente al desterrado que hizo el mismo camino unos años atrás para alegría del reciente mandatario. También apodado "el inglés", quizás por sus ojos celestes, Rosas lo había fascinado de un modo que recuerda a los primeros que se atreverán a expresar, unos años después, que Juan Manuel habrá sido asesino pero su originalidad y su talento para el terror eran únicos.

El niño William había copiado el respeto que su padre Daniel le prodigaba al Restaurador pero, más tarde, alimenta ese sentimiento con una anécdota popular que muestra al Tirano perdonando un reo sólo porque lo conmueve su descripción del benteveo. Ese gesto delicado y magnificente conmueve a su vez a Hudson quien, ya mayor, tienta una leve disculpa por su distracción aunque hace nueva gala de su indiferencia política partidaria o de su falta de corrección política cuando, al pasar por las tierras del exilio de Mr. Rose, sólo comenta qué lindos pajaritos la habitaban.

El gobierno de la mazorca pertenecía a su infancia, es el color de fondo que describe en su primera novela "The purple land" editada en 1885 pero leída con éxito mucho tiempo después cuando pierde el subtítulo that England lost. El diario "La Nación", en Buenos Aires, había publicado un año antes el relato "La confesión de Pelino Viera" donde ya aparecían, aunque todavía carecieran de críticos notables, las peripecias de una traducción cultural más que compleja entre lenguas, culturas y tiempos.
Hudson había aprendido el inglés doméstico de su hogar, el anglosajón culto de una biblioteca generosa pero detenida un siglo antes y el castellano oral y agauchado con el que trabajó en el campo como uno más. A pesar del mil gracias o el mi amigo con los que se divierte en sus cartas, desconoce la ortografía; aunque algunos autores pretenden que pensaba en español y que la traducción se operaba bajo los efectos de una nostalgia de la que no pudo recuperarse. A los polemistas se les nota la vieja discusión por la literatura nacional porque si el color local es purple y el autor asegura su pertenencia a la gauchesca hablando de los gauchos pero no recuerda cómo hablan, habrá que abandonar las avanzadas nacionalistas sobre Hudson o aceptar que la patria no se agota en la descripción de una tropilla.

Fácil es presentir la intervención del Borges criollista quien en "El tamaño de mi esperanza" (1926) reseña La tierra cárdena indicando, sin ninguna "d" final, que es un libro más nuestro que una pena, sólo alejado de nosotros por el idioma inglés, de donde habrá que restituirlo un día al purísimo criollo en el que fue pensado. Claro que de ese libro abjura para sí mantener hasta "Otras inquisiciones" el comentario Sobre The purple land. Pasando por un abreviada Nota a La tierra purpúrea para la Antología de Hudson que publicará Losada en 1941 y donde, curiosamente, se ha suprimido: Una observación última. Percibir o no los matices criollos es quizá baladí, pero el hecho es que de todos los extranjeros (sin excluir, por cierto a los españoles) nadie los percibe sino el inglés. Miller, Robertson, Burton, Cunninghame Graham, Hudson.



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