sábado, 22 de junio de 2013

La traición de John Halsted Coe - parte 1


Coronel de marina John Halsted Coe (1806-1864)

Mientras el buque de guerra inglés “Conflict” dejaba atrás aquel verano porteño de 1852 llevando a Juan Manuel de Rosas hacia el largo invierno del destierro, Justo José de Urquiza instalado en la propia casa del Restaurador en Palermo, empezaba a darse cuenta de otro “conflicto”: el que surgía a su alrededor a medida que los unitarios iban  desnudando sus intenciones.  Solo entonces vio qué entendían los unitarios por reorganización nacional.

La supuesta aristocracia intelectual de los proscriptos –en la cual hacía esfuerzos por sobresalir la arrogante figura del coronel Bartolomé Mitre- cerró la guardia cuando el caudillo entrerriano, al día siguiente de Caseros, designó gobernador provisorio a Vicente López y Planes, un hombre correcto, serio, prestigiado por su autoría del Himno Nacional, que había actuado en el gobierno de don Juan Manuel.  El doctor Ramón J. Cárcano, insospechable de “rosismo”,  en su obra sobre estos sucesos, ponderaría este nombramiento como una prueba de la preocupación de Urquiza por restablecer la función regular de los organismos de gobierno.

Sin embargo, la “inteligencia” porteña, obcecada por un localismo subestimador del resto del país, no consideró esa designación como favorable a sus intereses.  Pero tampoco perdió tiempo y logró ubicar en la cartera de Gobierno a Valentín Alsina, arquetipo del porteño “letrado”, y en connivencia con algunos antiguos rosistas -alianza accidental determinada por coincidencia de intereses- comenzó a hostilizar a Urquiza.  El “conflict” estaba entre nosotros.  En una proclama fechada el 21 de febrero, Urquiza condenó “las pasiones mezquinas”, y al analizar a los partidos que actuaron hasta Caseros, expresaba: “Los díscolos se pusieron en choque con el poder de la opinión pública.  Hoy asoman la cabeza, y después de tantos desengaños, de tanta sangre, se empeñan en hacerse acreedores al renombre odioso de salvajes unitarios y con inaudita impavidez reclaman la herencia de una revolución que no les pertenece, de una patria cuyo sosiego perturbaron, cuya independencia comprometieron y cuya libertad sacrificaron con su ambición”.

Afloradas las posiciones, el unitarismo trató de malquistar a los habitantes de Buenos Aires contra ese caudillo provinciano de galera con cintilla punzó que “pretendía imponer a la ciudad y a la provincia el arbitrio de su voluntad”.  Ese era el argumento para masificar la oposición.  En el fondo, Urquiza encarnaba los intereses del litoral, de todo el interior, al aspirar a la capitalización de Buenos Aires y a la nacionalización de la Aduana.  De concretarse esas ambiciones, la ciudad-pueblo perdería su tradicional predominio económico y político.  Además, para el partido unitario, que consideraba extranjeros a los nacidos en provincias, Urquiza representaba la intromisión del salvajismo en el propio seno de la urbe, en los salones donde se respiraba el dulce veneno del refinamiento ultramarino.  Y esa presencia dolía “a la sensibilidad porteña, al menos en los sectores de prominente actuación política y social” (Hipólito Noriega).

El partido de los antiguos proscriptos, que habían utilizado a Urquiza para eliminar a Rosas, creía poder retrotraer la situación a los días rivadavianos, sin importarle la posibilidad de que volviera a desangrarse el país en los odios feroces de una nueva guerra civil.  Los federales, en cambio, invocaban el Pacto Federal de 1831 como punto de partida básico para convocar a un congreso que fijara las atribuciones inherentes al Poder Ejecutivo nacional y las de los gobiernos de provincia.

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