VI
Pero conjuntamente con ese espiritualismo, el nacionalismo
de Yrigoyen tiene estructura contractualista. Esto es, la Nación Argentina se
asienta en una Asociación, que emana de una conciencia colectiva en torno a los
valores que expresa la Constitución Nacional, estructura jurídica que instituye
el Estado Nación republicano, democrático y federal, y que tienen sus fuentes
en las ideas de Libertad, Igualdad y Solidaridad. La Idea de Nación es
dinámica, un proyecto en continuo movimiento, una realización cívica de origen
popular, emancipadora y soberana, reparadora y al propio tiempo revolucionaria.
De ahí la importancia del sufragismo, de la voluntad general expresada a través
del comicio limpio de carácter universal. La Nación es entones construcción y
manifestación popular, y una vez que el pueblo se pronuncia, “la Nación ha
dejado de ser gobernada, para gobernarse a si misma” (Mensaje de Apertura del
Congreso de la Nación, del 16 de mayo de 1919; DHY, pag185).
Así ocurre que la Nación, para ser tal, debe responder a
esos principios fundantes. Pero, alega Yrigoyen, habían sido olvidados y
degradados por muchos años por los Gobiernos del Régimen (una suerte de
oligarquía patrimonialista, una plutocracia) a los que atribuía los mayores
males de una Nación que había que reparar en sus propios fundamentos. Las que
constituyen la nacionalidad son, pues aquellas tradiciones, concebidas no como
unas esencias permanentes, sino como un puente flexible que nos une con el
pasado, pero que por sobre él, nos vincula con un proyecto de futuro, en
función de un destino universal. Así lo que nos hace argentinos, es nuestra
participación directa en la conformación y la confirmación de la soberanía
política, nuestra calidad de ciudadanos y nuestra conciencia cívica.
No sería
tanto la lengua común, ni la religión, ni la etnia lo que fundamenta la
nacionalidad, ni aun el mismo territorio en que habitamos. Todos esos elementos
conforman algo así como un humus, una savia impulsora, importante pero no
excluyente, desde donde surgen los valores éticos y sociales de una conciencia
colectiva: confluyen, en suma, en la democracia, igualitaria y vital, auténtica
y veraz, y su movilización dinámica tras objetivos justicieros.
De tal modo que la soberanía interna sacraliza a los
individuos en su ciudadanía. Sin ella, no se explica la soberanía externa. Y es
precisamente en ese plano, donde se percibe con mayor claridad el sentido de lo
nacional que registra Yrigoyen.
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