miércoles, 9 de abril de 2014

"Hipólito Yrigoyen ante la condición humana" – Parte 7


VII
Este nacionalismo no es hostil ni aislacionista. Yrigoyen no es un nacionalista en el sentido de las corrientes que se tipificaron en el nacional catolicismo reaccionario. No hay en el nacionalismo yrigoyeneano una sola expresión de xenofobia, de discriminación racial o de aislamiento agresivo. La Nación no puede ser excluyente y enemiga de las otras Naciones. Su personería y su calidad nacen del individuo ciudadano, y desde ese lugar se extiende fraternamente a todos los otros pueblos: “tales son los anhelos de los pueblos sudamericanos [...] realizándose como entidades regidas por normas éticas tan elevadas, que su poderío no pueda ser un riesgo para la Justicia, ni siquiera una sombra proyectada sobre la soberanía de los demás Estados” (Discurso de Yrigoyen en el Banquete Oficial ofrecido al Presidente electo de los Estados Unidos, Mr. Herbert Hoover, diciembre de 1928; DHY, pág. 203).

De ahí también se desprende su idea de una confederación Universal de Libres Soberanías, armoniosas en su humanismo y en el logro de los valores que fundamentan la soberanía interna, expandidos en el respeto y la solidaridad con todos los hombres sagrados del mundo, y por lo tanto en todos los pueblos sagrados del mundo. De ella nacen los principios de autodeterminación de los pueblos y de no-intervención de los países dominantes en los asuntos internos de cada pueblo. Los principios del nacionalismo de Yrigoyen no se originan ni en etnias, ni en clases, ni se deducen de religiones, sino del presupuesto básico de la sacralización de los pueblos. Es su consecuencia lógica y coherente de una mirada supremamente humanista, de una religión cívica, que religa y reúne a todos los hombres y a todos los pueblos del mundo.

En este proceso de integración, la primera etapa es la Nación, la Segunda es Latinoamérica, (aunque Yrigoyen no usa esos términos, sino Sud América, o simplemente la América) y la tercera es el mundo. Pero esta es una escalada que, desde luego lo sabe bien Yrigoyen, registra conflictos, luchas y contradicciones. La igualdad entre las Naciones es un fin último, aunque no demasiado lejano, pues hay que eliminar para ello las ideas imperiales, las hegemonías de los países poderosos y dominantes.

La entidad sustantiva es pues la Nación, en torno a la cual se desenvuelve toda la política. Es la culminación, el punto máximo de la construcción de los hombres y de los pueblos. Concibe a la Nación como un organismo complejo, constituido por elementos y valores “ideales”: su historia, sus tradiciones, sus tendencias ideológicas, y sobre todo, sus instituciones. Es una categoría sustantivamente histórica, que solo puede ser definida históricamente, con atención especial a sus características sociales y a las instituciones que se ha ido dando.

La Nación es una entidad integradora, en lo interno y en lo externo, con todas las demás naciones, una articulación con la Humanidad. Es el ámbito donde se realiza la marcha emancipadora del hombre-ciudadano. Y se expresa jurídicamente en el Estado Nacional, que es integrador y participativo: pero el Estado no es más que una forma de la Nación, cuya personería ha de manifestarse en una hermandad de libres soberanías. La soberanía de la Nación no puede ser hostil, sino armoniosa con todas las demás entidades emancipadoras: el individuo, las familias, los municipios, las provincias y toda forma asociativa natural, cuyo juego y suma se integran en la Nación.

En su conjunción armonizadora, finalmente, se conforma la comunidad de naciones, una suerte de confederación internacional de libres e iguales soberanías. En esa red asociativa, que parte del hombre, como individuo, medio y fin en sí mismo, sagrado para los demás hombres, su inclusión colectiva se sacraliza en los pueblos. La sacralidad se despliega, en lo social y espiritual, en los pueblos-naciones, no en los gobiernos ni en los Estados, cuya ontología es derivada y secundaria, puramente instrumental. La democracia, consecuencia inevitable de la armonía emancipadora del individuo, es la forma única e irremplazable con que se reviste la Nación: “Los principios democráticos incorporados a las constituciones de nuestros pueblos, fueron conquistas de la filosofía política traducida en la realidad del derecho público, que renovaron los fundamentos de la ciencia del gobierno, haciendo reposar la autoridad del Estado sobre el consentimiento espontáneo de las entidades organizadas bajo los auspicios de la Igualdad” (Discurso de Despedida al Presidente electo de Estados Unidos, del 22 de diciembre de 1928; DHY, pág.205).

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