miércoles, 25 de abril de 2012

La hermandad de la calle Reconquista

La calle Reconquista número 72, en junio de 1837, albergó a un grupo de intelectuales románticos tan exaltados y ambiciosos como sus contemporáneos ingleses, los miembros de la hermandad prerrafaelita, pero aquéllos eran escritores, vivían en Buenos Aires y tenían la pretensión desmesurada de fundar una idea de patria. El club se reunía en la trastienda de la librería de Marcos Sastre, quien traía y difundía libros europeos, bajo el pomposo nombre de Salón Literario. El salón literario, germen de biblioteca, era el punto de reunión de la generación que fue la primera en utilizar lo joven como categoría.

Tan revolucionarios como los prerrafaelitas, estos jóvenes ilustrados querían modificar los modos de pensar la política, la cultura y la literatura. Las proclamas románticas proponían una ruptura definitiva con España y la búsqueda de temas, motivos y hasta de un idioma nacional. En la trastienda de la librería Juan María Gutiérrez leyó una proclama tan encendida como cipaya, si debemos calificarla en términos modernos: “Nula, pues, la ciencia y la literatura española, debemos nosotros divorciarnos completamente con ellas, emanciparnos a este respecto de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en política, cuando nos proclamamos libres. Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma; pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa. Para esto es necesario que nos familiaricemos con los idiomas extranjeros, y hagamos constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto en aquéllos se produzca de bueno, interesante y bello.” Esta arenga no sólo llamó a la ruptura con la herencia española: Gutiérrez propuso además la creación de un nuevo programa estético literario: “Si hemos de tener una literatura, hagamos que sea nacional; que represente nuestras costumbres y nuestra naturaleza, así como nuestros lagos y anchos ríos sólo reflejan en sus aguas las estrellas de nuestro hemisferio”.

Los unitarios exiliados en Montevideo se alarmaron: Florencio Varela le escribió a Juan María Gutiérrez: “El señor Gutiérrez quiere que no leamos libros españoles, de temor de impregnarnos de sus ideas menguadas (…) Yo no puedo comprender que para expresar nuestras ideas, con claridad, con vigor, con belleza, sea necesario tomar frases ni vocablos, del extranjero, y pienso que, si los franceses y los ingleses, pueden expresar esas ideas, como lo han hecho Voltaire y Hume, Dupin y Burke, Lamartine y Byron, valiéndose de idiomas mucho menos ricos y sonoros que el nuestro, nosotros las podremos expresar con más facilidad, mayor pureza y lozanía mayor, manejando un idioma más caudaloso y lleno de armonía. Amigo mío, desengáñese usted: eso de emancipar la lengua no quiere decir más que corrompamos el idioma. ¿Cómo no la emancipa Echeverría?”. En su artículo “Cultura y literatura en la temprana Buenos Aires”, Graciela Batticuore y Klaus Gallo observan que Florencio, aunque era joven en edad, participaba del ideario y la sensibilidad de la generación de antirrosistas que miraban con preocupación a Esteban Echeverría, el líder del grupo de Sastre.

El 17 de octubre de 1825, con veinte años, Echeverría había viajado a Europa en un viaje de estudios a bordo del barco “La joven Matilde”. Llevaba consigo una gramática y un diccionario de francés, un ejemplar de las lecciones de aritmética y álgebra de don Avelino Díaz, la Retórica de Blair, la Lira Argentina y una carta geográfica de la República Argentina. Se instaló en el barrio parisiense de Saint-Jacques, donde estudió política, filosofía, literatura y economía. Volvió cinco años después con la suficiente formación iluminista y una sofisticada nostalgia por la pampa como para poner en escena una política y una narrativa: hacer del vacío del desierto el espacio sobre el que construir la nueva literatura nacional. “El Desierto es nuestro, es nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su seno, no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional” escribió en la Advertencia a La cautiva. La perspectiva europea le permitió apropiarse de lo que ya había comenzado a perfilarse como un tópico en la narrativa de los viajeros: la mirada a la pampa. El fragmento de La Cautiva leído por Juan María Gutiérrez la noche de la inauguración del Salón no podía ser más apropiado para las necesidades artísticas del movimiento romántico. “Exótica y a la vez familiar, la llanura puede convertirse además en el sustento de color local que necesita una literatura nacional incipiente” señalan Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano (“Esteban Echeverría, el poeta pensador”).

Laura Ramos
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Manuel Silvestre Prudán - parte 3

Era el general Vivero un anciano de más de setenta años, de figura marcial y fisonomía simpática, a la que daban apacible majestad los blancos cabellos que coronaban su cabeza.

García Gamba, que se hallaba en aquel momento distraído presidiendo los preparativos del sorteo, notó al general Vivero al levantar la vista.

- Señor don Pascual -le dijo, haciéndole con la mano ademán de que se retirase-, con usted no reza la orden.
- ¡Sí, reza! -contestó sencillamente el noble anciano.
- No, señor don Pascual, esta orden sólo reza para los prisioneros que marchaban unidos.
- Debe rezar conmigo, porque debo participar de la suerte de mis compañeros, así en las desgracias como en la felicidad. Por mi grado me corresponde sacar la primera suerte.
- ¡Se va a proceder al sorteo! -gritó el implacable jefe del estado mayor, sin darse por enterado de la insistencia.

Entonces, el general Vivero, sensibilizado en presencia de tantos jóvenes que iban a jugar sus vidas, se dirigió al ejecutor de tan tiránica orden, hablándole en estos términos:

“Soy un viejo soldado que ha sido traidor a Fernando VII; que ha entregado la plaza de Guayaquil, y he devuelto todos los honores al Rey. He perdido dos hijos en el campo de batalla y han muerto defendiendo su patria, que es también la mía, porque era mía la sangre que derramaron. De consiguiente, poco útil puedo ser ya a la patria: esos jóvenes todavía pueden darle días de gloria, por lo que pido y suplico que se sacrifique a este pobre viejo y que se salven tan preciosas vidas”.

García Gamba no oyó, o acaso aparentó no oír, las sentidas palabras del generoso anciano.

Las dos víctimas fueron puestas en capilla, confesados por el cura de Matucana. Millán pidió como última gracia que le dejaran vestir el uniforme de la Patria. Se lo puso, sacó del forro de la casaca las medallas de Tucumán y Salta, se las colgó en el pecho y dijo: “He combatido por la independencia desde joven; me he hallado en ocho batallas; he estado prisionero siete años y hubiera estado sesenta antes de transigir con la tiranía española. Mis compañeros de armas vengarán este asesinato”. Quisieron vendarle los ojos, pero tanto Prudán como Millán, se resistieron. Formó el pelotón encargado de ejecutar la criminal sentencia. Millán con admirable entereza, en el momento de apuntársele los fusiles que terminarían tan valiente vida, dijo: “¡Compañeros!, la venganza les encargo”, y desabrochándose la casaca, gritó con voz firme: “¡Al pecho!… ¡Al pecho!… ¡Viva la Patria!”.

Prudán murió con la resignación de un mártir, exclamando también: “Viva Buenos Aires!”. El cruel ejecutor de la sentencia, García Camba, hizo desfilar después el resto de los prisioneros ante los cuerpos ensangrentados de estos dos mártires de la Independencia de América.

La ejecución de estos dos valientes tuvo lugar el 22 de marzo de 1824.

El coronel Ramón Estomba, uno de los fugados, que fue causa del sorteo, compuso una canción fúnebre, la que con música de La Pola se cantó por muchos años en los campamentos militares. Dice una de las estrofas:

Al suplicio conducen a entrambos,
y con ánimo grande Millán,
desabrocha el honroso uniforme
y les dice: “Aquí, al pecho ¡tirad!”



Manuel Silvestre Prudán - parte 2

El sorteo de Matucana

Entre los prisioneros marchaba el Dr. José López Aldana, auditor del Ejército Patriota, quien protestó de tal disposición violatoria del derecho de gentes, pues transforma a la víctima, en guardián de la víctima; a lo que contestó García Camba, que se diesen por bien servidos que aún mantuviesen la cabeza sobre los hombros. Fue entonces que el coronel argentino José Videla Castillo, que por su elevada jerarquía formaba a la cabeza del pelotón de oficiales prisioneros, manifestó con sublime entereza: “Es inútil la suerte. Aquí estamos dos coroneles: elija cuál de los dos ha de ser fusilado, o juntos si se quiere y hemos concluido” “¡No! ¡No! ¡La suerte!” gritaron los prisioneros unánimemente. García Camba procedió inmediatamente al sorteo a muerte, para lo cual escribió las cédulas sobre una caja de guerra que sostenía un tambor de órdenes, cédulas que fueron arrojadas dentro de un morrión de un soldado del Regimiento de Cantabria que proveía la escolta a los prisioneros.
Inmediatamente pasó lista nominal de los prisioneros  y empezó el sorteo: Videla Castillo fue el primero que extrajo su cédula del morrión hispano y la abrió, resultando blanca, siguiendo el acto sin novedades hasta que llegó el turno al mayor Tenorio, que ocupaba el sexto puesto, quien exclamó: “¡Yo no tomo la cédula!”. “El señor -agregó, señalando al capitán Ramón Lista (perteneciente al Regimiento Río de la Plata)- sabe quienes protegieron la fuga”. “Yo no se nada”, interrumpió Lista. “¡Venga la suerte!”. “¡Usted me lo ha dicho!”, exclamó Tenorio. “¡Es un infame!”.
En aquel instante salió de entre las filas de prisioneros un oficial que exclamó: “¡Yo soy uno!” y “y yo el otro”, prorrumpió otro prisionero, que imitó la acción de su compañero. “¡Venga la suerte!”, gritaron todos los demás, con excepción de Tenorio. “¡Es inútil!” contestaron aquellos dos valientes que se ofrecían así como víctimas propiciatorias de sus compañeros de infortunio. El primero se llamaba Manuel Prudán, de Buenos Aires, tenía 24 años.
El otro, Domingo Alejo Millán, natural de Tucumán, prisionero de Ayohuma, que también había permanecido siete años encerrado en las Casamatas del Callao, era menos joven que el anterior, pues contaba 33 años; ambos habían compartido las duras fatigas del infortunio. Ambos se ofrecían ahora al sacrificio, sin vacilaciones, y con sublime entereza.
Los prisioneros pidieron que se continuase el sorteo: “¡Es inútil!”, interrumpió Millán, “y en prueba de que soy uno de los complicados con la fuga, he aquí una carta de Estomba”. “En mi maleta de viaje se encuentra la casaca de Luna”, agregó Prudán. “No hay que afligirse –dijeron a sus compañeros- verán morir dos valientes”. “No hay para qué seguir la suerte”, expresó entonces con terrible frialdad el general García Camba, “habiéndose presentado los dos culpables, serán fusilados”. “¡Prefiero la muerte -prorrumpió Millán- a ser presidiario de los españoles!”.

El general español Pascual Vivero, que en este intervalo había advertido lo que pasaba en el campo de los prisioneros, se dirigió hasta donde ellos estaban, y sin proferir una palabra se formó tranquilamente a la cabeza de la fila, como si fuese a cumplir con un deber ordinario del servicio.

martes, 24 de abril de 2012

Manuel Silvestre Prudán - parte 1



Nació en Buenos Aires en 1800. Ingresó al Ejército Patriota poco antes de las acciones que Manuel Belgrano sostuvo con los realistas en el Alto Perú, hasta que al fin cayó prisionero de aquéllos en la derrota de Vilcapugio, el 1º de enero de 1813, niño aún siendo cadete del Regimiento Nº 1. Fue enviado a las Casamatas del Callao, donde permaneció en lúgubres calabozos por espacio de muchos años. Habiéndose producido la sublevación de la guarnición de El Callao, en la nefasta noche del 4 al 5 de febrero de 1824, y habiéndose pasado al enemigo la tropa independiente allí sublevada, los españoles resolvieron trasladar los jefes y oficiales patriotas que tenían prisioneros, a la isla Chucuita, en el lago Titicaca.

Para realizar este fin, el general Juan Antonio Monet dispuso que los 160 jefes y oficiales prisioneros salieran de El Callao, escoltados por dos partidas de la división a sus órdenes, y que fueran dirigidos al valle de Jauja. En la primera jornada, 18 de marzo, pernoctaron a 36 kilómetros de Lima, y antes de entregarse al descanso, dos de los prisioneros, el sargento mayor Juan Ramón Estomba y el capitán Pedro José Luna, se propusieron aprovechar la primera ocasión favorable que se les presentase para fugarse, participando de sus intenciones al mayor Pedro José Díaz y a los oficiales: Manuel Prudán y Domingo Alejo Millán. Al tercer día, el 21 de marzo de 1824, aprovechando el pasaje de un puentecillo en una quebrada, los dos complotados se deslizaron a lo largo de una acequia, como por un camino cubierto.
Bien pronto sus guardianes advirtieron su evasión; informado Monet, cuando llegó al pueblo de San Juan de Matucana, a 47 kilómetros de Lima, dispuso que dos de los prisioneros fuesen ejecutados, a la suerte, en reemplazo de los dos evadidos, a cuyo efecto se presentó al grupo el general Andrés García Camba, jefe del Estado Mayor de la División de Monet, quien de inmediato dispuso hacer formar los prisioneros para dar cumplimiento a tan cruel sentencia.

lunes, 23 de abril de 2012

Historia de dos ciudades

El adolescente Juan Bautista Alberdi fue enviado desde Tucumán hasta Buenos Aires en una carreta tirada por bueyes, una extraordinaria aventura que duró dos meses. Mientras Sarmiento fue desplazado, probablemente en el otoño de 1823, de la lista de los seis escolares elegidos por la provincia de San Juan para acceder a una beca de estudio en Buenos Aires, Juan Bautista Alberdi fue uno de los seis elegidos por Tucumán. Su madre había muerto al dar a luz, y su padre unos años después. En Mi vida privada cita a Rousseau cuando dice que su nacimiento fue su primera desgracia.

Al leer las autobiografías de Sarmiento y Alberdi con tanto deleite, me pregunto si no se hallaría la causa de su encono, aunque esto resulte una blasfemia historiográfica, en la suerte diversa que corrieron en su pubertad. Los dos jóvenes, provincianos y contemporáneos, se encontraron en el mismo momento ante la perspectiva de viajar a la ciudad puerto para estudiar en el Colegio de Ciencias Morales. El distanciamiento posterior entre Sarmiento y Alberdi no habla de diferencias entre las ciudades hermanas de San Juan y de Tucumán sino de un enfrentamiento personal reforzado por políticas tan categóricas como la Guerra de la Triple Alianza y o la separación de Buenos Aires del resto de la Confederación. O no.

El hermano de Alberdi, designado como su tutor y siguiendo los deseos de su padre, lo envió a Buenos Aires en una tropa de carretas. El convoy, tirado por bueyes, durante el día avanzaba lentamente mientras el joven cabalgaba por los campos. Por las noches dormía en la carreta, donde se había hecho una acogedora cama-habitación. A la mañana montaba a caballo y salía a recorrer la puna, los montes y los campos, una geografía que iba cambiando con el correr de las jornadas. Al regresar a la carreta, al anochecer, le parecía que estaba regresando a su hogar, impresión reforzada por la lentitud con que marchaban los bueyes, que parecían no haber cambiado de lugar. Pero la tropa avanzaba. A razón de seis leguas por día, le tomó sesenta atravesar las trescientas sesenta leguas que separan Tucumán de Buenos Aires.

La vida libre y aventurera que había llevado en Tucumán -y las correrías de los dos meses de viaje- no lo habían preparado para la disciplina de internado que regía entonces en el Colegio de Ciencias Morales, hoy Colegio Nacional de Buenos Aires. Acuciado por el sufrimiento y la soledad, le pidió a su hermano que consintiera en sacarlo del colegio -con la consiguiente renuncia a la beca, tan codiciada en las provincias- y lo colocara como dependiente de la casa de comercio de un amigo de la familia. Su hermano aceptó, pero un tiempo después, al verlo ensimismado en la lectura de Volney, un filósofo ungido conde por Napoleón Bonaparte, ateo y volteriano, su primo Jesús María Aráoz le preguntó: “¿Por qué saliste del colegio, si tanta afición tienes a leer?”. “Bien arrepentido estoy de ello”, le contestó. “¿Y si te pusieran de nuevo en el colegio, entrarías con gusto?”. Como la respuesta fue afirmativa, la familia puso en funcionamiento los engranajes políticos de los que disponía la clase patricia provinciana en la capital y así la beca fue restablecida.

Mientras se sucedían los trámites para el retorno al colegio y terminaban las vacaciones del ciclo escolar, el diputado por Tucumán Alejandro Heredia, que se había encargado de las gestiones, lo invitó a su casa para impartirle lecciones de gramática latina. Sentados en un sofá, lo instó primero a persignarse, para después comenzar con el Arte de Nebrija , un tratado de gramática del año 1492. Alberdi retomó los estudios con tal fervor que su complexión endeble se resintió y tuvo que volver a suspender las clases. Se refugió, para reponerse, en casa de su tía, la señora de Sosa, donde, pese a los cuidados recibidos, no logró curarse. Por fin, el doctor Owgand logró restaurar su salud con una receta que el joven aplicaría con alegría a lo largo de su vida: la abstención de todo medicamento, el aire libre y el baile. Alberdi, hijo de una descendiente de san Ignacio de Loyola con talento para la poesía y de un vizcaíno francoparlante, patriota y amigo personal del general Belgrano, encontró en su desmedida afición por los libros una enfermedad que le traería la dicha. El régimen medicinal del doctor Owgand, pronto convertido en vicio, según cuenta en sus memorias “fue el origen de mi vida frívola de Buenos Aires, que me hizo pasar por estudiante desaplicado”.

Laura Ramos

domingo, 22 de abril de 2012

La tragedia de Luan Lauquen - parte 5

El acta de defunción señala lacónicamente: “causa de muerte: matado por los indios”. La lápida de William Mc Clymont, ahora en el Cementerio de la Chacarita, tiene el siguiente epitafio: “In Memoriam del Sr. Mc Clymont. Murió el 20 de abril de 1883, a la edad de 48 años. Las almas de los justos están en las manos de Dios, en ellas el mal no les tocará” (traducido del inglés); la de Mc Phail es más explícita: “Consagrado en memoria de Alejandro Mc Phail, oriundo de Mull Agyleshire, Scotland, que fue muerto por los indios en Luan Lauquen, el 20 de abril de 1883, a la edad de 40 años”. Se agregó “… No tengáis miedo, Soy yo (también traducido del inglés).

¿Fueron realmente los indios los que los mataron? Había quienes tenían dudas sobre esta cuestión y conviene recordar que inmediatamente después de la tragedia, corrieron rumores que los asesinos de Mc Clymont y sus hombres no fueron los indios sino forajidos o “gauchos malos”.

Se ha señalado que grupos numerosos de indios no podían haber sobrevivido luego de las campañas al desierto. En contra de esa sospecha se erigen los telegramas oficiales de las autoridades policiales y militares que siempre señalan a los indios como autores de los asesinatos y que, por cierto, no beneficiaba a un gobierno sumido en tantos problemas. Por otra parte, los líderes de las pandillas indias se identificaron como capitanejos Brejo, Peines, Grandicuin y Nelipan.

No hay testimonios de que esos indios vivieran en el área, sino más bien debe suponerse que estuviesen cruzando el desierto provenientes de las estribaciones de los Andes o aun de Chile. Otras redadas de indios fueron citadas en 1883 y existe un informe excelente realizado por un viajero norteamericano llamado Newbery, titulado “Pampas Grass” y editado por Guarania en 1953.

Hubiera sido o no responsabilidad de los indios, la batalla de Luan Lauquen fue sin duda la última y mayor de las ocurridas en el oeste de la Argentina y determinó que las autoridades incrementasen la actividad militar y extendiesen la red telegráfica. Poco después el ferrocarril alcanzó el “lejano oeste”, y el territorio quedó totalmente poblado. En ese sentido, la tragedia de Luan Lauquen sirvió a otro propósito.

En noviembre de 1981, la ciudad de Santa Rosa, capital de la provincia de La Pampa, perpetuó la memoria del incidente con la designación de una de sus calles con el nombre de Guillermo Mc Clymont.


La tragedia de Luan Lauquen - parte 4


Entre tanto, se informó por telegrama a Buenos Aires de la lucha que se estaba librando y también se anotició de los sucesos a Lucinda, la esposa de Mc Clymont, quien le rogó al presidente Roca que hiciera todo lo posible para ayudar a su marido y a su gente. Al estar, en aquel tiempo, la mayoría de los puestos militares de frontera fuera del alcance del telégrafo, se despacharon mensajeros que llegaron el 24 de abril, cuatro días después de papelea, a los fuertes Coronel Campos y General Acha, con las órdenes de actuar.
Se envió al mayor Méndez con 50 hombres del Primer Regimiento al lugar de la lucha, mientras, por otra parte, se le ordenó al mayor Alba ir con otros 50 soldados del Primer Batallón hacia el oeste, para cortar la retirada de los indios. Cuando el mayor Méndez llega a Luan Lauquen, se encontró con que el comisario Sustaita había llegado, el 23 de abril, demasiado tarde para el rescate.
William Mc Clymont, Alexander Mc Phail, Andrew Purvis y cuatro peones habían sido muertos en manos de los indios. Mc Clymont tenía seis terribles heridas de lanza; Purvis tenía una bala en el hombro derecho y luego había recibido muerte con las lanzas. La policía los enterró a todos en el lugar y regresó a Trenque Lauquen.
Aparentemente los indios se habían retirado hacia las colinas conocidas como de Pincén, en recuerdo del cacique de ese nombre, llevándose con ellos 100 caballos de Mc Clymont. Fueron perseguidos por el mayor Alba y por 10 hombres del Primer Regimiento, bajo las órdenes del alférez Lucero, que estaba de regreso hacia el este de Victorica. La tropa alcanzó a los indios en su huida y, en esa oportunidad, se veían sobrepasados en número. Hubo una serie de encuentros, durante los cuales muchos de los indios fueron muertos.
El cuñado de William Mc Claymont, Alexander Miller, y el hermano de Andrew Purvis, salieron hacia el oeste a recobrar los cadáveres. Mc Clymont fue fácilmente identificado por el oro con que tenía arreglado sus dientes. Sus restos, juntamente con los de Purvis y Mc Phail fueron trasladados a Buenos Aires y se les dio de nuevo sepultura en una gran ceremonia que tuvo lugar el 20 de mayo en el viejo Cementerio Británico de la calle de la Victoria.

La tragedia de Luan Lauquen - parte 3


En poco tiempo la inquietud de Mc Clymont lo condujo a la tragedia. Sin tomar en cuenta el consejo de sus amigos, no quiso esperar a que sus dos hijos mayores regresaran de Escocia, donde se hallaban estudiando, y decidió partir solo hacia el oeste para asentar en su nueva propiedad 10.000 cabezas de ganado. Ante rumores que la zona no estaba totalmente libre de indios, Mc Clymont resolvió pedir ayuda militar al presidente Roca pero éste lo rechazó con el argumento de que no estaba dispuesto a dispersar soldados en cada establecimiento de frontera. Resolvió entonces Mc Clymont tomar un grupo de hombres, entre ellos al capataz escocés Alexander Mc Phail, compañero de estancia Andrew y nueve o diez peones, todos ligeramente armados.
Desde la terminal del ferrocarril en 9 de Julio, viajaron hacia el oeste con el ganado y carros de bueyes llenos de provisiones y postes de alambrado. Pasaron a través del más avanzado establecimiento civilizado, hacia el oeste: Trenque Lauquen, y se adentraron en la actual provincia de La Pampa. La mayoría de ellos no regresaría jamás.
Pocos días después, uno de los peones de Mc Clymont regresó a Trenque Lauquen porque se había herido, involuntariamente, con un cuchillo. Contó que los demás estaban bien y trabajando en el oeste conforme lo habían decidido. Pero la noche del 21 de abril, regresaron otros dos peones, Oriza y Urquiza, esta vez con alarmantes noticias.
Informaron al comisario Sustaita que Mc Clymont y su gente habían chocado con un grupo de indios y estaban en peligro. El día anterior, a las 7 de la mañana, Mc Clymont y sus hombres habían llegado a un despoblado a unos 20 kilómetros al oeste de su punto de destino, Luan Lauquen, cuando avistaron una tropilla de caballos y se detuvieron. Observaron que dos indios, casi desnudos, corrían a esconderse en un bosque. Fueron perseguidos por el grupo que estaba conformado por unos cincuenta hombres, la mayoría indios, y entre ellos dos desertores del Ejército.
Se inició entre ellos una violenta lucha; la gente de Mc Clymont estaba armada y a caballo, mientras que sus adversarios estaban de a pie. Los soldados desertores portaban rifles Remington y los indios tenían sólo lanzas, que de a pie no podían utilizar eficientemente. No fue, por lo tanto, una sorpresa que al principio de la lucha resultase favorable a Mc Clymond, hasta que el peón que guardaba los caballos, equivocadamente, los dejó ir al lugar de la pelea. En aquél momento un grupo de unos doce indios tuvo éxito en apoderarse de sus propios caballos.
En vista de ello, Mc Clymont dio orden de abandonar la refriega y ponerse al galope hacia Trenque Lauquen, perseguidos por los indios con sus caballos descansados, mientras que los de Mc Clymont pronto comenzaron a sentir el cansancio. Alexander Mc Phail era un hombre muy pesado y su caballo fue el primero en aplastarse. Por un tiempo Mc Phail pudo correr al lado del caballo de Mc Clymont, sujetándose de la silla, pero pronto se cansó y rogaba que se lo abandonase a su suerte. Ese pedido era para permitir que los demás tuviesen mayor oportunidad de escapar.
Mc Clymont no lo quiso así; ordenó a sus hombres que desmontasen, a excepción de los dos que fueron enviados a Trenque Lauquen en busca de ayuda. Los nueve restantes, pusieron sus caballos en círculo y los mataron para poder ponerse, aunque precariamente, a cubierto detrás de ellos. Los indios cargaban sobre el grupo cuando los dos que salieron en busca de ayuda los vieron por última vez.

Habiendo escuchado estas noticias, el comisario Sustaita reunió a su gente, pero se dio cuenta de que eran muy pocos para intentar un rescate. No había tropa en Trenque Lauquen, sino sólo algunos voluntarios, encabezados por un noble alemán (Carlos Kienast), que decidieron unirse a la gente del comisario Sustaita. Se reunió, entonces, una tropa de 18 hombres, fuertes y bien armados, que de a caballo se dirigieron hacia Luan Lauquen.


La tragedia de Luan Lauquen - parte 2


El 17 de junio de 1863, William contrajo matrimonio con Lucinda, la hija de Andrew Miller, que era el encargado de La Caledonia, por cuenta de su hermano John. Los recién casados fueron a vivir primero al Totoral pero en 1869 se mudaron a La Caledonia, que William había vuelto a comprar para su mujer, veinte años después que la viuda de John Miller la hubiese vendido. La estancia permaneció en manos de la familia Mac Clymont durante casi otro siglo.

Según relatos y fotografías de la época, William Mc Clymont era alto y bien parecido, con ojos azules de penetrante mirada, de cabello y barba rojos. Al igual que sus antepasados escoceses, poseía espíritu de pionero. Llegó a ser conocido como un hábil ganadero y amasó una considerable riqueza, incluso varias estancias. Dentro de la comunidad escocesa fue respetado por su noble carácter, y su esposa se refería a él, como hombre de profunda fe religiosa. Para la gente de Cañuelas, Mc Clymont constituía una figura familiar, que gustaba cabalgar vigilando sus tierras, con sus largas piernas asomando bajo la monta de su caballo. Su generosidad para con los necesitados le valieron ser localmente reconocido como “el padre de los pobres”.

Tenía un carácter aventurero, amante de las carreras cuadreras y comprometido en la política vecinal, cosa que todo habitante de origen británico trataba de evitar y así fue que en 1874 colaboró con la campaña del general Mitre, hasta el punto de enviarle un grupo de peones armados con lanzas de tacuaras y tijeras de esquilar. Luego de la derrota de Mitre, Mc Clymont fue a prisión, por razones políticas, durante varios meses. Más tarde su suerte cambió al darle su apoyo al general Roca, y fue recompensado con el obsequio de una magnífica montura de plata que perteneció a la familia hasta que fue donada al Príncipe de Gales, cincuenta años después.

Hacia 1883, la Argentina había alcanzado cierta estabilidad política, la cual promovió un período de paz y prosperidad. Por entonces William contaba con 48 años y vivía con holgura en su muy segura y recientemente modernizada estancia La Caledonia. Dos acontecimientos interrumpieron su pacífica vida. Primero, una larga serie de días de lluvia inundaron su campo hasta el punto de que muchas ovejas murieron ahogadas. Ocurrió luego que el Gobierno ofrecía en venta, por un precio irrisorio, grandes lotes de campo “libres de indios” en los nuevos Territorios Nacionales.

Mc Clymont respondió de inmediato, hipotecó sus estancias y compró 50.000 hectáreas de campo en Luan Lauquen. Se trataba de una inversión con futuro, puesto que el ferrocarril ya llegaba hasta 9 de Julio, y se proyectaba su extensión hasta Trenque Lauquen.



La tragedia de Luan Lauquen - parte 1

Luan Lauquen en lengua mapuche significa “laguna del guanaco” y es un parque ubicado en la actual provincia de La Pampa, cerca de la ciudad de Winifreda, a unos 80 kilómetros al norte de Santa Rosa (la capital provincial) y a unos 150 kilómetros al oeste de Trenque Lauquen. En 1879, la columna Trenque Lauquen de la 5º División del Ejército, bajo las órdenes del coronel Hilario Lagos en el avance hacia el Río Negro, alcanzó este lugar (Luan Lauquen), el 23 de mayo.
Pertenecía a los Territorios Nacionales como siendo “tierra libre de indios”. El lugar estaba muy retirado de la línea de fortines de frontera que se extendía entre Guaminí y Trenque Lauquen. Las campañas al desierto habían terminado y nadie dudaba que una nueva era de paz y trabajo había llegado a esa zona fronteriza, pero un suceso trágico hizo desaparecer esa certeza.
Luan Lauquen, fue el sitio donde terminaron sus vidas el 20 de abril de 1883, un muy conocido estanciero de Cañuelas, William Mc Clymont; su capataz; el escocés Alexander Mc Phail; su amigo, Andrew Purvis; y al menos cuatro “peones”. El acontecimiento causó una gran impresión en aquella época, no solamente en Buenos Aires, sino también en los propios pagos locales. Tanto es así, que hasta muy recientemente los viejos relatores de la historia local se referían a esos acontecimientos como un hito cronológico “un antes” o “un después” de la muerte del “inglés".

William Mc Clymont o “don Guillermo” como todos lo llamaban, había nacido el 18 de julio de 1834 en la colonia escocesa de Santa Catalina de Monte Grande, cerca de Buenos Aires, y fue bautizado bajo el rito de la religión presbiteriana escocesa. Sus padres, John Mc Clymont y Catherine White, habían emigrado de Ayrshire en 1825 en el buque “Synnetri”, junto con otros 250 escoceses, y eligieron Monte Grande para establecerse.
La colonia era en realidad una empresa comercial organizada por dos hermanos, los Robertson, que compraron la tierra y se la alquilaban a ocho granjeros entre los cuales se hallaba John Mc Clymont y sus cuñados William y James White, La colonia estaba bien organizada en base a la tradición de las comunidades agrícolas escocesas, y los colonos eran muy trabajadores y perseverantes, conforme al mejor uso escocés. Así la colonia adquirió gran prosperidad en pocos años pero, circunstancialmente, se vio envuelta en una contienda a causa de un conglomerado de razones políticas, sociales y económicas aunque la más importante de todas fue el estallido de la Guerra Civil entre los partidarios de Juan Manuel de Rosas y los de Lavalle.
En ese tiempo nació William y en Monte Grande ya sólo quedaba un pequeño grupo de colonos. La familia Mac Clymont permaneció en este sitio hasta 1841, cuando John adquirió la estancia la Cabaña, en Cañuelas, que había pertenecido a John Miller, y que limitaba con su otra estancia más conocida: La Caledonia.
No se sabe mucho de la niñez de William Mc Clymont. Tal vez haya sido educado en la escuela escocesa e San Andrés, que había fundado su tío Roberto. Se sabe, sin embargo, que varios chicos de Mac Clymont fueron allí pensionados cerca de 1840. En 1858, su padre le cedió la estancia El Totoral, muy cerca de Guardia del Monte, bajo la condición de que debía administrarla él mismo, como realmente lo hizo.

miércoles, 18 de abril de 2012

Las cuatro calles de la utopía

El radio de las cuatro calles que rodean la Plaza de Mayo, durante los años 1820 y 1824, cuando la plaza se llamaba De la Victoria y Bernardino Rivadavia era ministro de gobierno de Buenos Aires, fue presa de un experimento utópico de índole poética y filosófica, pero ante todo anticlerical. El obispo provisor Mariano Medrano protestaba por una suerte de “lujo de libertinaje” que podía verse en las calles y en los hogares, y denunciaba que “los sacerdotes, pero muy especialmente los religiosos, recibían insultos, sarcasmos, descortesía, desprecio.” El escritor anglosajón que firmó el libro Cinco Años en Buenos Aires bajo el nombre de “Un inglés” definió las actitudes irreverentes de algunos jóvenes porteños como “completamente voltairianas ”, haciendo alusión al clima de secularización creciente que se percibía en la ciudad. Pero también se refería a las ideas del iluminismo europeo, que influían sobre los estudiantes patricios incorporados a la universidad recién creada. El padre Francisco de Castañeda culpaba a los volúmenes iluministas, a los que llamaba “libros con pasta dorada”, por pervertir a la sociedad. Esas ideas, puntualizaba, eran difundidas por los petimetres de “botas lustrosas” que se hallaban ya inmersos en los nuevos ámbitos de la educación superior porteña. Hispanista, antiimperialista de las mismas resonancias melódicas de mi padre, Castañeda atacaba en particular a los publicistas rivadavianos por divulgar en el Río de la Plata las ideas de pensadores vinculados a las corrientes europeas del siglo dieciocho, especialmente británicos y franceses. Ya había mantenido antes pleitos con Juan Crisóstomo Lafinur, al que criticaba por dictar cursos de filosofía basados en las máximas del sensualismo francés a sus estudiantes del Colegio de la Unión del Sud.

Estos jóvenes ilustrados, “cipayos” mucho antes de que Arturo Jauretche y mi padre popularizaran el término, aspiraban a formar en Buenos Aires clubes semejantes a las sociedades anglosajonas, que funcionaban como verdaderas escuelas de acción ciudadana. Por fin, a fines de 1822 el Estado porteño formó la Sociedad Literaria y la Sociedad de Música. Estos esfuerzos europeizantes eran vistos con cierta ironía por Un inglés, que opinaba que la única música que agradaba a los porteños era la española y la italiana, y afirmaba que la idea de música inglesa los hacía sonreír.

En su excelente ensayo aún inédito “La historia en verso. La ‘feliz experiencia’ a través de la mirada romántica de Juan María Gutiérrez” ( Historia crítica de la literatura argentina ), el historiador Klaus Gallo da cuenta de aquellos “días de ilusiones”. En su descripción en clave romántica de la experiencia rivadaviana, Juan María Gutiérrez habla de Buenos Aires como de una Esparta convertida en una nueva Atenas. Pero Klaus Gallo señala que esa “nueva Atenas” no era más que una suerte de microcosmos localizado puntualmente en las cuadras aledañas al centro neurálgico de la ciudad. Así se refleja en la evocación que hace Tomás de Iriarte sobre un encuentro entre Rivadavia y el ministro de Hacienda Manuel García: “Un día García le dijo a Rivadavia: ‘Compañero, ¿por qué antes de venir al despacho no se pasea Ud por la mañana temprano por los arrabales de la ciudad? ¿Por qué no visita Ud los corrales de Miserere, el barrio del Alto, la Concepción, etc, etc?’. Rivadavia, que lo comprendió, dicen que le contestó con mal talante: ‘Y qué, ¿quiere Ud quitarme la ilusión?´. No salimos garante de la verdad, pero el chiste se hizo muy popular: pintaba muy al vivo el fanatismo administrativo de Rivadavia, y la socarronería característica del Ministro de Hacienda. Hablaba aquél de la ilusión de sus decretos queridos, y García quería significarle que el país estaba muy atrasado, y que el tiempo no había llegado todavía de que sus decretos tuviesen tan pronta e inmediata aplicación como Rivadavia pretendía. Y García tenía razón, porque saliendo de un radio de cuatro cuadras de la plaza de la Victoria, que era lo único que de Buenos Aires conocía Rivadavia, se encontraba uno repentinamente con otro pueblo, diferente en costumbres, en traje, en idioma, en ideas, en todo: era un pueblo nuevo, el pueblo de la República Argentina en un todo distinto desde los límites indicados hasta sus más remotos confines de la parte central de la ciudad. Esta era verdaderamente europea en sus hábitos, sus usos, su modo de ver, y discurrir: aquélla era árabe, abisinia, tártara, semisalvaje; y Rivadavia quería instantáneamente, con sólo decretos, hacerla europea”.

Laura Ramos

jueves, 12 de abril de 2012

El asesinato de Urquiza - parte 6

El mismo día y casi a la misma hora eran ultimados en Concordia Justo y Waldino Urquiza, hijos del general.

“Este sacrificio inútil, pera el cual no es posible encontrar ni intentar atenuantes, fue fatal para la limpieza de la bandera revolucionaria. Manchó una causa que siendo legítima y patriótica pudo redituar fecundas y provechosas consecuencias. La insurgencia triunfa. A pesar de la prosapia de las ilustres víctimas, Entre Ríos no da ninguna muestra de reacción. La mayoría de las situaciones departamentales con sus respectivos jefes de policía y demás autoridades, se adhieren al movimiento. Hay un silencio que no es de conformidad con el crimen pero sí con la revolución que más tarde se rubrica con la sangre sobre las cuchillas entrerrianas”.

La Legislatura de la provincia elige gobernador Constitucional al general Ricardo López Jordán, jefe la oposición a Urquiza y del movimiento revolucionario triunfante.

Producido el drama de San José, el presidente Sarmiento, quizá para sosegar su conciencia que lo acusaba como remoto instigador del crimen, quiso vengar la muerte de Urquiza, arrojando sobre la heroica Entre Ríos todo el peso de su poder. 16.000 hombres que luego organiza en tres ejércitos, invaden su territorio. Son las tropas veteranas que regresan de la guerra del Paraguay. Sarmiento presidente, lleva a cabo su propósito de no economizar sangre de gauchos. (…) La guerra será larga y cruenta pero en definitiva los remingtons y cañones del ejército nacional vencerán a las lanzas y tercerolas del valiente ejército de López Jordán. La provincia quedó sometida, la sangre de sus hijos corrió a raudales y el odio a Sarmiento se hizo una religión entre los nativos. (…)

Los autores materiales del asesinato de Urquiza han sido oportunamente identificados, los autores mores permanecen en la penumbra. Existen inculpaciones pero faltan pruebas. Ni a los entrerrianos ni al general López Jordán puede responsabilizarse con seriedad del nefando crimen. Los primeros jamás fueron…proclives a esa medida extrema. Lo prueba el hecho de que entre sus cinco ejecutores solo había un entrerriano, el capitán Mosqueira, quien en su indagatoria manifestó “que nunca creyó que se asesinara al general Urquiza” lo que evidencia que solo estaba en sus propósitos apresar al general, nunca ultimarlo. En cuanto a López Jordán, ni existen pruebas que lo condenen ni es verdad que se responsabilizara del crimen como lo afirma enfática pero arbitrariamente don Julio Victorica; se solidarizó con el movimiento revolucionario que es cosa distinta pero lamentó públicamente aquel exceso. “He deplorado que los patriotas que se decidieron a salvar las instituciones no hubieron hallado otro camino que la víctima ilustre que se inmoló”, dijo, al prestar juramento del cargo de gobernador de la Provincia, con que le invistió la legislatura en la sesión del 14 de abril.

miércoles, 11 de abril de 2012

El asesinato de Urquiza - parte 5

Un nuevo trascendental acontecimiento viene a exacerbar los ánimos y a precipitar el desenlace del drama que está viviendo, desde hace años, el recalcitrante localismo de los entrerrianos.

Con el objeto de sellar su definitiva reconciliación con Urquiza, Sarmiento resuelve visitarle en San José para celebrar juntos el 18º aniversario de Caseros. A tal efecto y acompañado de brillante séquito se embarca en Buenos Aires a bordo del vapor de guerra Pavón y arriba al puerto de Concepción del Uruguay en la noche del 2 de febrero de 1870 desembarcando a la mañana siguiente. Urquiza y Sarmiento se abrazan en el puerto y el sanjuanino pronuncia aquella frase zalamera y efectista que la historia ha recogido: “Ahora sí que me siento presidente de la República, fuerte por el prestigio de la ley y el poderoso concurso de los pueblos”. Urquiza, correspondiendo a tan significativas demostraciones de cordialidad, echa la casa por la ventana, para agasajar a su encumbrado huésped. El sentimiento provincialista sufre así un rudo y afrentoso golpe que lo hiere en lo más íntimo, pulverizando los últimos restos de su antigua devoción por Urquiza. (…)

Para colmo, Sarmiento, ha tenido el mal gusto (no quiero usar otra expresión) de realizar el viaje a bordo de un vapor de guerra cuyo nombre Pavón significa una afrenta para los entrerrianos y para el general Urquiza en particular. ¿No disponía la armada nacional de otro buque de nombre menos agraviante? ¿No constituía una innecesaria provocación a los sentimientos localistas del pueblo, presentarse en un buque que traía pintado en su casco un nombre que evocaba la única acción de guerra en que el orgullo provincial quedó abatido? ¿No importaba un insulto al Gobernador de Entre Ríos y una desconsideración a la magnífica hospitalidad del general Urquiza, visitarle a bordo de una nave que ostentaba el nombre de la única batalla perdida por él perdida? Broma trágica, inadvertencia inexplicable o ensañamiento premeditado, la presencia del Pavón en el puerto de Concepción del Uruguay, debió excitar los ánimos, harto preparados para la insurgencia.

De este modo y, como si cumpliera un designio fatal de la providencia, Sarmiento, que había propiciado el asesinato de Urquiza en 1861, venía a precipitarlo ahora, no armando materialmente el brazo homicida, pero sí encendiendo la chispa que lo hará inevitable. Dos meses después, la revolución contra Urquiza, largamente gestada y a duras penas contenida, estalló violenta, haciendo su primera víctima en el ilustre organizador de la República. 7

En el atardecer del 11 de abril de 1870 una partida de 104 hombres armados, al mando del coronel Robustiano Vera, hicieron ruidosa irrupción en San José. Venían a apresar al gobernador y caudillo a los gritos de ¡Abajo el tirano Urquiza! ¡Viva el general López Jordán! Un grupo de cinco a las órdenes del coronel Simón Luengo, cordobés y protegido del general, se encamina a las dependencias privadas del dueño de casa. Integran el grupo Nicomedes Coronel, capataz de una de las estancias de Urquiza, oriental de origen, el tuerto Álvarez, cordobés, el pardo Luna, oriental y el capitán José María Mosqueira, entrerriano, nacido en Gualeguaychú. El general que está tomando mate debajo del corredor se incorpora, sorprendido por el bullicio y, comprendiendo que se trata de un asalto, grita ¡Son asesinos! Y corre a proveerse de un arma. Los asaltantes se acercan. ¡No se mata así a un hombre en su casa, canallas! Les especta, haciendo un disparo que hirió en el hombro a Luna. “Álvarez, entonces –explica el coronel Carlos Anderson, ayudante de Urquiza- y jefe de la Guardia del Palacio, testigo presencial de los sucesos- le tiró con un revólver, y le pegó al lado de la boca: era herida mortal, sin vuelta. El general cayó en el vano de la puerta y en esa posición Nico Coronel le pegó dos puñaladas y tres el cordobés Luengo, el único que venía de militar y que lo alcanzó cuando ya la señora Dolores y Lola, la hija, tomaban el cuerpo y lo entraban en una piecita, en la cual se encerraron con él yendo a recostarlo en la esquina del frente, donde se conservan hasta ahora, las manchas de sangre en las baldosas”.

El asesinato de Urquiza - parte 4


En 1863, el autor del Martín Fierro en su ya recordado opúsculo Vida del Chacho había escrito estas palabras que resultaron proféticas: “La sangre de Peñaloza clama venganza, y la venganza será cumplida, sangrienta, como el hecho que la provoca, reparadora como lo exige la moral, la justicia y la humanidad ultrajada con ese cruento asesinato. La historia de los crímenes no está completa. El general Urquiza vive aún, y el general Urquiza tiene también que pagar su tributo de sangre a la ferocidad unitaria, tiene también que caer bajo el puñal de los asesinos unitarios como todos los próceres del partido federal. Tiemble ya el general Urquiza; que el puñal de los asesinos se prepara para descargarlo sobre su cuello, allí, en San José, en medio de los halagos de su familia, su sangre ha de enrojecer los salones tan frecuentados por el partido unitario” 3.

Ya hemos visto cuantas tentativas de asesinato se han frustrado después de Caseros. “Podríamos llenar libros –dice Vásquez- reproduciendo artículos periodísticos publicados desde Caseros hasta después de Pavón en los cuales se clama, se pide y se exige por patriotismo el asesinato de Urquiza… Fue esa propaganda metódica, persistente, de todos los días, la que dio tradición al asesinato”.

Era una sentencia a muerte sin plazo fijo pero que se cumpliría, tarde o temprano, inexorablemente.

“¿Por qué Urquiza, en lugar de hacer escribir biografías –decía Evaristo Carriego en 1867- no tiene el buen sentido de morirse una vez siguiera? ¿Piensa acaso no dejarnos desahogo nunca? 4”

El 2 de marzo de 1869, el doctor Vélez Sarsfield, ministro del interior de Sarmiento, escribe una extensa carta a Urquiza en que desliza algunas advertencias que hacen suponer que el astuto cordobés presentía, en aquellos momentos, la eliminación del general. Dice la carta:

Buenos Aires, marzo 2 de 1868.

Excmo. Sr. Capitán general, don Justo J. de Urquiza.
Estimado señor y amigo:

He tendido la satisfacción de recibir las dos últimas cartas de V. E. con varias comunicaciones que las acompañan. Ellas me han confirmado en la creencia íntima que tenía, de que no era posible que fuerza alguna pasase del Entre Ríos a revolucionar la república vecina. Yo había presenciado la completa armonía de los jefes del litoral oriental con V.E. y me persuadía que ningún grupo de consideración se animaría a un acto hostil a V.E y a las autoridades orientales. Todo el secreto, o más bien la causa de esos rumores, es, a mi juicio, el deseo de tantos hombres perdidos que hay en nuestra República y en la vecina, de ver aparecer a V.E. de Entre Ríos para crear un caos que sirve siempre a las malas aspiraciones.
Dalmacio Vélez Sarsfield 5

Urquiza no cree en estas advertencias. Piensa como Quiroga en vísperas de Barranca Yaco que no ha nacido el hombre que lo ha de matar.

Mientras tanto, el acercamiento entre Urquiza y el presidente Sarmiente se intensifica, día a día, con el consiguiente desagrado de los entrerrianos que ven en ello un nuevo e imperdonable renunciamiento del viejo caudillo. “Esta reconciliación –anota Vásquez- se consideró en Entre Ríos, que no se apeaba a sus rencores ni se entibiaba en su pasión provincialista, como la entrega definitiva a la política de la metrópoli” 6.

El asesinato de Urquiza - parte 3

La Guerra del Paraguay, consecuencia forzosa de la intervención brasilera en los asuntos orientales le dará oportunidad para demostrarle hasta dónde ha llegado el desafecto.

Varios de sus más adictos partidarios y servidores se alejan de su lado y algunos van a vocear sus agravios en libelos y periódicos, diciéndose defensores del pueblo entrerriano, oprimido por su despotismo y esquilmado por su avaricia. (…) El doctor Evaristo Carriego, 2 que ha sido su panegirista y volverá a serlo después, cuando, desaparecido el prócer, reconozca hidalgamente su error y aprecie, con serenidad, su inmensa labor constructiva, publica en El Pueblo una serie de violentos artículos que contienen cargos lapidarios contra el vencedor de Caseros… (…) …Carriego, que era entrerriano, hablaba en nombre de los entrerrianos, y sus escritos fueron los fermentos más eficaces que prepararon la explosión del 11 de abril de 1870.

[Urquiza] se hace elegir nuevamente gobernador de Entre Ríos, en reemplazo de su antecesor don José María Domínguez que termina su mandato el 24 de abril de 1868, y que ha desarrollado su gestión gubernativa trabado por la influencia absorbente del caudillo supremo. Los entrerrianos se sienten atados por un nuevo período de cuatro años al yugo personal de Urquiza, (…) que lleva ya 29 años consecutivos de dominio en la provincia…

La revolución que culminará en la tragedia del 11 de abril comienza a gestarse entonces como la única solución posible. (…) La idea del asesinato de Urquiza flotaba en la atmósfera, como una obsesión latente, alimentada por el rencor de sus adversarios.
La incitación de Sarmiento en su famosa carta a Mitre: “No deje cicatrizar la herida de Pavón. Urquiza debe desaparecer de la escena, cueste lo que cueste. Southampton o la horca” gravitaba, como consigna siniestra, sobre la vida del prócer, a quien llegaban continuamente prevenciones más o menos fundadas de sus amigos.

martes, 10 de abril de 2012

El asesinato de Urquiza - parte 2


“Hoy no hay en Entre Ríos, un solo paisano, por sencillo que sea –escribía en 1866 don Juan Coronado- que no esté penetrado de que el general Urquiza ni es ni ha sido federal ni unitario, sino mercader de sangre humana…”. 1(…)

Urquiza…parece no advertir el creciente desapego de su pueblo.

A partir de 1864, nuevos acontecimientos contribuyen a ahondar su impopularidad.

En abril de ese año, Urquiza termina su período gubernativo y como su reelección es imposible por impedirlo una cláusula constitucional, el pueblo se apresta a nombrarle reemplazante. La candidatura de López Jordán está en el ambiente, apoyada por la juventud y por lo más conspicuo del partido federal, pero no cuenta con el apoyo de Urquiza, quien impone la de su ministro don José maría Domínguez…

Ese mismo año [1864], una encarnizada guerra civil está desangrando la vecina República Oriental. (….)… los entrerrianos quieren intervenir decididamente en el conflicto para apuntalar al gobierno amigo y contribuir, con su sangre, al sostenimiento. Urquiza les contiene aconsejándoles calma y prudencia. Esta actitud los desconcierta e indigna.
Ellos no admiten la pasividad de su caudillo y a despecho de sus advertencias, cruzan el Uruguay por centenares para incorporarse a las filas del ejército blanco.
Las cosas empeoran aún. El gobierno brasilero, para proteger a Flores y desalojar a los blancos del gobierno de Montevideo, invade el territorio oriental y ocupa el río Uruguay con una poderosa escuadra.
Urquiza, cuyo auxilio ha recabado el gobierno uruguayo, se niega a intervenir, invocando la neutralidad argentina…

lunes, 9 de abril de 2012

El asesinato de Urquiza - parte 1

 

El 11 de abril de 1870 el general Justo José de Urquiza fue asesinado en el Palacio San José, Entre Ríos, mientras se desempeñaba como gobernador de esa provincia. Urquiza fue aliado político de Rosas durante 15 años, pero en 1851, reasumió el manejo de las relaciones exteriores de su provincia, formó una alianza con Brasil y el gobierno de Montevideo, y venció a Rosas en Caseros.

Fue presidente de la Confederación entre 1854 y 1860, que desde septiembre de 1852 se encontraba separada de Buenos Aires. Tras la batalla de Pavón y la posterior incorporación de Buenos Aires a la nación, la estrella de Urquiza comenzó a eclipsarse. Su negativa a apoyar los levantamientos federales de los montoneros del Chacho Peñaloza y Felipe Varela contra la política del puerto de Buenos Aires y al apoyo a las fuerzas del general Mitre en la Guerra del Paraguay no hicieron más que aumentar su desprestigio y generar fuertes rechazos entre sus comprovincianos.

En 1868 se presentó como candidato a presidente, pero fue derrotado por Sarmiento quien a poco de asumir apoyó su nombramiento como gobernador de Entre Ríos y lo visitó en su provincia. El abrazo con Sarmiento, el principal responsable de la muerte del Chacho, sería la gota que colmaría el vaso que había comenzado a llenarse tras la extraña retirada de Pavón y con el apoyo a Mitre y a la guerra fratricida con el Paraguay. Reproducimos a continuación un fragmento de un libro donde se narran los sucesos que tuvieron lugar tras la batalla de Pavón, que condujeron a la muerte de Urquiza.
Fuente: Gras, Mario César, Rosas y Urquiza, sus relaciones después de Caseros, Buenos Aires, [s.n.], 1948.
En Pavón, Urquiza termina, prácticamente, su vida militar e inicia el eclipse de su carrera política. (…) Su sacrificio al retirarse del campo de batalla no obstante el triunfo de su caballería, no logra pacificar los espíritus ni conciliar los viejos enconos entre unitarios y federales, porteños y provincianos, que el resultado de la acción, lejos de apaciguar, ha exacerbado. Personalmente, no ha quedado bien ni con unos ni con otros: los primeros seguirán desconfiándole y denostándole y los segundos, especialmente los entrerrianos, que se sienten defraudados y heridos en su amor propio, perderán su fe en el viejo conductor y le acusarán de haberles traicionado, para facilitar los planes políticos de Mitre. (…) Lo cierto es que el episodio de Pavón cambia fundamentalmente el panorama político del país. La Confederación se desploma… (…) Sus cartas a Mitre, de enero de 1862, se juzgan humillantes y le enajenan las simpatías de la juventud pensante de Entre Ríos, que es numerosa y milita en las filas del partido federal que, desengañado de Urquiza, ha encontrado un nuevo líder en el general López Jordán, el bizarro jefe de la caballería entrerriana que batió a la de Mitre en los campos de Pavón. Urquiza ha dejado de ser para sus comprovincianos el caudillo indiscutido y amado. Se le obedece y se le acata, pero ya no se le quiere. Sus más adictos lugartenientes y ano se muestran tan sumisos y algunos hasta se permiten pequeñas rebeldías… (…) Numerosas publicaciones de la época y tradiciones lugareñas, demuestran cuanto había declinado el ascendiente de Urquiza entre los entrerrianos, a raíz de su conducta en Pavón.

miércoles, 4 de abril de 2012

Raúl Scalabrini Ortiz sobre la intelectualidad ante la conquista de América

Cuando Cristóbal Colón se aventuró a través del océano Atlántico a navegar durante 32 días por mares antes desconocidos, estaba seguro de que su destino era Asia. Tan poderosa era su convicción sobre lo fructuoso del viaje, que soportó siete años de desdenes en las Cortes de Portugal y de Castilla sin abandonar su empresa. El marino genovés había adquirido todos los elementos de astronomía, geometría y álgebra que eran necesarios para los cálculos náuticos.
Además, sabía de cartografía y geografía. Los relatos de Marco Polo sobre el gran Genghis Khan le daban más fuerza. Colón reunió todas las características de la época, una mezcla de lo medieval y lo moderno: su móvil fue al mismo tiempo la riqueza, el conocimiento de la naturaleza y la expansión del cristianismo. Después de una esperanzada noche, en la madrugada del 12 de octubre de 1492 (1), un tripulante de la carabela La Pinta, dio el aviso de tierra. Pero, ¿cómo fue posible que un insignificante y reducido grupo de marineros enviados por la corona española destruyera sin mayores trámites los imponentes imperios de las tierras hasta entonces desconocidas por los europeos?
Las explicaciones han recorrido varias sendas: desde las características personales de los mandamás aztecas (mexicas en náhuatl) e incas, las guerras intestinas entre los pueblos indígenas, la superioridad militar europea, sumada a la guerra microbiana que fulminó a la población local. Como fuera, este encuentro terminó en el mayor genocidio conocido hasta hoy. Raúl Scalabrini Ortiz, uno de los grandes exponentes del pensamiento nacional, popular y latinoamericanista, respetuoso y reivindicador del legado indígena, denunciaba, en este pasaje que reproducimos, el silencio cómplice de la intelectualidad latinoamericana en torno al el genocidio de las poblaciones originarias.

Fuente: Raúl Scalabrini Ortíz, Política británica en el Río de la Plata, Buenos Aires, Plus Ultra, 2001, pág. 6.

Cuatro siglos hacen ya que la sangre europea fue injertada en tierra americana. (…) Razas enteras fueron exterminadas, las praderas se poblaron. Las selvas vírgenes se explotaron y muchas se talaron criminalmente para siempre. La llamada civilización entró a sangre y fuego o en lentas tropas de carretas cantoras. El aborigen fue sustituido por inmigrantes. Éstos eran hechos enormes, objetivos, claros. La inteligencia americana nada vio, nada oyó, nada supo. Los americanos con facultades escribían tragedias al modo griego o disputaban sobre los exactos términos de las últimas doctrinas europeas. El hecho americano pasaba ignorado para todos. No tenía relatores, menos aun podía tener intérpretes y todavía menos conductores instruidos en los problemas que debían encarar.

Raúl Scalabrini Ortiz