La política de ingresos comprendía al salario, pero también al acuerdo de precios.
Exactamente. Al
respecto, quiero recordar y destacar que toda esta labor fue producto de un
equipo de gente joven que se había formado con el doctor Moyano Llerena, con
quienes preparamos la segunda parte de la política de ingresos que era los
precios. Por supuesto que no queríamos poner control a los precios; el país ya
había vivido varias experiencias de control y todas habían terminado mal.
Entonces hicimos un acuerdo de caballeros, llamamos a las cien empresas líderes
del país y les dijimos que esta vez la lucha contra la inflación iba en serio y
que el Gobierno estaba haciendo lo suyo y que ahora les tocaba a ellos hacer su
parte. Los incitamos a que se adhirieran a este acuerdo voluntario de precios,
les explicamos que aquellas empresas que así lo hicieran tendrían algunas
ventajas, y así fue como ideamos algunas medidas de tipo crediticio e
impositivo. Al principio hubo algunas dudas del sector empresario, pero cuando
vieron que realmente el programa era completo se adhirieron y firmamos el
acuerdo voluntario de precios en la Casa de Gobierno.
Usted dijo que era
un acuerdo de caballeros. ¿Se portaron como caballeros?
En gran medida sí;
fueron muy pocas las empresas que no lo cumplieron. El éxito se basó en que
todos, empresarios y trabajadores, creyeron que esta vez íbamos en serio al
ataque global y simultáneo contra las causas de la inflación.
Volvamos al tema de
la inversión pública.
En este aspecto el
problema más serio estaba dado en que había un largo período de pocas, o por lo
menos inadecuadas, inversiones en la infraestructura y sectores básicos de la
economía. Justamente, la estatización de gran parte del sistema económico
argentino, de todos los servicios públicos, la participación cada vez más
activa del Estado en algunas actividades industriales, como en el acero y la
energía, habían producido inversiones inadecuadas e insuficientes. Estaba claro
en 1967 lo que Prebisch ya había detectado en 1955: la Argentina se había
retrasado en su infraestructura.
Las inversiones
brutas anuales habían sido insuficientes, con caídas recurrentes. No se habían
fijado bien las prioridades (cada uno luchaba por lo suyo), no había suficiente
cantidad de proyectos bien estudiados desde el punto de vista de su
rentabilidad económica y financiera.
Pero debíamos tener
mucho cuidado al elevar la inversión pública, de realizar las obras con el
financiamiento adecuado. Yo me resistí a hacer inversiones con plata corto
plazo, las pude haber iniciado porque teníamos una gran liquidez monetaria y
había muchas reservas en los bancos, pero creo que en ese momento a ningún
integrante del equipo económico se le ocurría pensar en utilizar esos recursos
de corto plazo para hacer inversiones, como lamentablemente ha ocurrido después
en el país en forma reiterada e irresponsable.
Fue así que
buscamos el financiamiento a largo plazo y nos impusimos no tomar créditos
externos de ocho años, y tratamos de realizar las inversiones en el sector
público con préstamos a largo plazo. Recurrimos para ello al Banco Mundial, al
Banco Interamericano y, después de varios años, comenzamos a emitir bonos en el
mercado externo. En 1968 la Argentina lanza su primer empréstito en Alemania,
gracias al apoyo brindado por el entonces presidente del Deutsche Bank, Herman
Abs. O sea que financiamos la inversión pública con recursos a largo plazo,
tanto internos como externos. (Comenzamos a emitir bonos en el mercado interno.
Cuando el país se convenció de que se iba en serio con la estabilidad
monetaria, se comenzó a reactivar un mercado de capitales que el país había
tenido hasta el 45).
Cabe preguntar si
ustedes no recogieron ahorro interno a través de la emisión de títulos
internos, simplemente como reflejo de la reforma bancaria que se hizo en 1968 y
que era realmente muy expansiva. O sea, ¿era sacar plata de un bolsillo y
ponerla en el otro, o era genuina?
Era genuina por
cuanto el depositante había confiado en el programa de estabilización, por lo
tanto, los ahorros eran genuinos y el mercado se regulaba por sí mismo sin que
nosotros tuviéramos que intervenir. Por supuesto que esos ahorros no eran
ilimitados; necesitábamos recursos externos como, por ejemplo, en el caso de El
Chocón. Consideramos que la Argentina tenía que dar un paso adelante en una
obra hidroeléctrica fundamental como ésa, en aquel entonces tan discutida
porque varios gobiernos la habían intentado, pero nadie la había podido
emprender. Pudimos conseguir los fondos necesarios para la financiación de las
obras mediante préstamos a largo plazo del Banco Mundial y con las reformas que
se hicieron en las tarifas eléctricas, y con la creación de Hidronor pudimos
hacer la obra.
De esta forma se
hicieron muchas cosas: caminos, puentes, se completaron accesos a las grandes
ciudades, se hicieron importantes obras sanitarias y resolvimos dar un paso
audaz para el futuro del país al ser la primera nación de América Latina que
comenzó a construir la primera usina de energía nuclear, Atucha, cuyo costo en
términos de dólares era muy elevado en aquel entonces, para lo cual obtuvimos
financiación extraordinaria a muy largo plazo; y la Argentina construyó, en
tiempo récord y con el know-how técnico de Alemania Federal, su primera usina
de energía atómica que siguió funcionando sin problemas hasta hoy.
El país empezó a
hacer lo que no había realizado antes en forma persistente, se reformaron los
sistemas de transporte y se emprendieron varias obras decisivas para el
adelanto de la Nación, pero siempre tratando de concretar esos proyectos a
través de un financiamiento adecuado. Me resisto a pensar que haya personas que
consideren que puedan asumir responsabilidades en el Gobierno y que
irresponsablemente inician obras o inversiones con dinero no existente, o de
corto plazo.
Voy a contar un
caso concreto, que me dio mucha pena, y que es la construcción del puente
Zárate-Brazo Largo, sobre el Paraná, una obra importante que habíamos decidido
hacer para conectar a la Mesopotamia con el resto del país. La obra estaba
prevista y se iba a realizar mediante el sistema de concesión de obra pública a
través del peaje, ley que había proporcionado con gran imaginación y empeño el
ingeniero Loitegui. Es decir que el Gobierno no pondría dinero, sino que la
obra se concretaría a través de la actividad privada como se hace en Estados
Unidos y en Europa.
Pero no llegamos a
eso, cambió el gobierno del general Onganía y el nuevo ministro dejó de lado
todos los estudios y levantó la obra directamente por tesorería, o sea con
fondos propios del Estado. En primer lugar, la obra costó tres veces más de lo
previsto, y segundo, fue un peso directo a las arcas del gobierno nacional.
Este es un ejemplo concreto de la falta total de idea en materia de inversión
pública. Poco tiempo después; a comienzos de los años ’70, el país retomaría el
triste camino de la inflación y del desorden.
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