El Bajo comenzaba a cambiar —para bien o para mal— pero su influjo llegaba sólo hasta las vías del tren —límite que Iñigo Carrera llamó con singular acierto el Portal del Bajo— y que era la divisoria inexpugnable entre uno y otro Belgrano. Barrancas arriba, pocos —nadie— anhelaba cambios urbanos; Belgrano debía seguir siendo el apacible paseo de calles arboladas, mansiones señoriales y costumbres heredadas de los mayores. Manuel Conforte y Ricardo Tarnasi resumen en sus libros Belgrano anecdótico y Belgrano de antaño, las nostalgias por la vida y el paisaje que les birló el progreso.
La historia es la única rama del conocimiento que nos puede decir qué fuimos en el pasado, qué somos en el presente y qué seremos en el futuro.
viernes, 9 de abril de 2021
El tango en el barrio de Belgrano - Parte 2
¡Ah los carnavales de entonces; la celebración de los corsos —primero en la calle Lavalle, la única empedrada (hoy Juramento), después en la calle Real (hoy Cabildo)! Hasta los juegos de esas fiestas eran delicados y poéticos, con intercambio de flores, versos, serpentinas y confituras. Enrique García Velloso dejó un claro relato en su novela La jugadora de pocker cuando el protagonista regresa del Tigre en automóvil por la calle Cabildo, y las tantas mascaritas que se arremolinan enfrente de él, lo obligan a detener su marcha y sumarse al corso.
La única trasgresión —consentida por las autoridades dentro de límites pudorosos— eran las comparsas de negros candomberos que contorneaban sus cuerpos acompasando las percusiones, aunque no les estaban permitidas las zafadurías de sus cantos, que tanto se celebraban en otros barrios. Belgrano era distinto.
El 25 de octubre de 1881 se registra la que, posiblemente, sea la más antigua noticia vinculada con el tango en Belgrano. En esa fecha —cita Enrique Horacio Puccia— el entonces Presidente de la Municipalidad, D. Rafael Hernández, recibió una denuncia de que en la calle 25 de Mayo 192 (es decir Cabildo en su antigua numeración) se había abierto un café y casa de baile cuyas dueñas eran varias napolitanas. Allí —decía la denuncia— se atentaba contra la moral por el modo que las mujeres observaban en el baile, a más de sus mismas dueñas… Por supuesto el sitio fue clausurado.
La descripción es coincidente con la de las Academias, lugares de bailes públicos —regenteados por morenas o por italianas— a los que concurrían mujeres de liviana reputación, afectas a los desbordes y a la bebida. En estos ámbitos se tiraron los primeros cortes tangueros. Hugo Lamas y Enrique Binda, dan pormenorizada noticia en su libro El tango en la sociedad porteña 1880-1920. De todos modos no hay un criterio unánime. El doctor Francisco de Veyga, en su trabajo Los auxiliares de la delincuencia, publicado hacia 1910, sostiene que las Academias eran simplemente cafés atendidos por mujeres, donde se tocaba música, se bebía acompañado por dulces estimulantes y se bailaba, entre copa y copa, con la misma camarera. Esta institución de origen criollo, más tarde fue explotada por la inmigración italiana. León Benarós opina, por el contrario, que las Academias cumplían la función de prostíbulo.
Sea como fuere, es de imaginar en el Belgrano de 1881, el revuelo que hubo de causar esa casa de baile administrada y concurrida por mujeres de liviana reputación. ¿Y los hombres? René Briand desnuda la hipocresía de esos tiempos en sus admirables Crónicas del Tango Alegre.
En el Belgrano de fines del siglo XIX no hay otras huellas tangibles del tango, salvo el permiso otorgado por la Municipalidad para que en el Parque 3 de Febrero, dependiente por entonces de la misma, el señor Eulogio Muraña organizara bailes, previo el pago del correspondiente arancel. Y creo que es explicable. El tango —más allá de ociosas discusiones— germinó en los barrios del margen porteño y se fue macerando en burdeles y peringundines. Belgrano no conoció este fenómeno. Tuvo sus cafés y pulperías, pero careció de una zona roja de burdeles como el Paseo de Julio, La Boca, Barracas, Nueva Pompeya y otros barrios de la ciudad. Ese amago de Academia prontamente sofocado, debió desvanecer cualquier otra iniciativa similar.
Además existía otro antecedente. El 8 de mayo de 1875, el Juez Paz Don Servando Ximeno, a instancias de algunos vecinos, había dictado una reglamentación sobre bailes públicos. Los organizadores debían, previo a su realización, solicitar permiso por escrito, dando razón de la duración del baile. Asimismo debían prohibir el ingreso de menores y de vigilantes y asumir la plena responsabilidad por los eventuales desmanes o actos indecorosos que se produjesen. Como se ve, había muchas trabas para armar una milonga.
El 16 de mayo, es decir 8 días después, aparecieron en La Prensa de Belgrano, unas décimas de inconfundible estilo hernandiano —según el decir de Alberto Octavio Córdoba— con las quejas de un vigilante que, en una larga carta, le comenta a su china querida —radicada en Pergamino—, su disgusto por esa prohibición:
Ya sabés, china querida
que siempre nos ha gustao,
echar algún zapateao
en la reunión más lucida.
Esa fue toda la vida
nuestro gusto y presunción.
Te digo de corazón
que voy a largar el empleo
porque asigún olfateo
nos privan la diversión.
En esos tiempos de fines del siglo XIX al tango —que era puro desenfado— le resultaba imposible transitar por los senderos de Belgrano, pueblo de chacras, quintas y pulperías.
Enrique Mario Mayochi y Jorge Raúl Busse en Cafés de Belgrano describen las pulperías de Belgrano como muy modestas, no más que un rancho, con un interior descuidado, poco limpio, dotado de precaria iluminación artificial, con rejas y mostradores, con mesas y bancos rústicos y casi seguramente sin ventanas y con una sola puerta por razones de seguridad. Allí el viajero, según la época del año, podía refrescarse con sangrías, vinagradas, naranjadas o calentarse con vino o aguardiente. Eran, como se deduce, lugares de paso, que tal vez convidaban a la conversación de un truco, al lance de la taba o a escuchar en silencio, una modesta guitarra. Evidentemente no era el ambiente propicio para acunar al tango. Suele citarse a La Blanqueada como la pulpería más famosa, pero también quedaron en la memoria de aquellos años, las de Juan Pariente, Francisco Pertiné, Segundo Gallegos y las conocidas como Las Palomitas, cerca del arroyo Medrano y La Figura en las vecindades del circo de cuadreras de la Chacra Rivadavia de don Diego White.
Alberto Octavio Córdoba en su trabajo monográfico Cuando Martín Fierro vivió en Belgrano trazó esta semblanza: La vida de los vecinos de aquel lejano Belgrano transcurría pacíficamente, al rumor fecundo de sus trabajos y al monótono chirriar de las carretas que, con su andar eterno cruzaban las calles del pueblo, polvorientas en verano y cenagosas en invierno, transportando con rumbo a los mercados de la ciudad, sus cargas de frutas y verduras que traían desde San Isidro y desde más allá todavía.
Similar pintura dejó Felipe Yofre —diputado nacional que debió sesionar en Belgrano en junio de 1880— en su libro El Congreso de Belgrano: …era en aquel tiempo una aldea, de calles mal empedradas, barrientas y hasta cenagosas… sus calles estaban siempre desiertas… reinaba pues en Belgrano una profunda calma.
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