Si bien en esos días de 1880 hubo que improvisar algunas casas de pensión para alojar a los congresales y otros obligados huéspedes, Belgrano no conoció los conventillos, esa babel moderna de fines del siglo XIX y principios del XX, donde, según la profecía de Florencio Sánchez, nacería la raza fuerte del país. Fue en los conventillos donde el tango sedujo a las clases humildes y encontró sus primeras historias para ser cantadas.
Las estadísticas levantadas por Rawson en 1880, por Gache en 1898 y por el Departamento Nacional del Trabajo en 1912, no registran la existencia de inquilinatos en Belgrano. Su población, si bien fue creciendo de modo sostenido, no lo hizo con el ritmo vertiginoso de otros barrios: en 1881 sobre 6.054 habitantes de todo el partido, sólo 3.387 vivían en la zona urbana, por lo que no se produjo ese fenómeno de hacinamiento que tanta alarma despertara en Wilde y en Rawson.
Todo este prólogo explica por qué el tango en Belgrano, entró por la única puerta posible, la del Bajo, acompañando la vida de los studs, pero le fue muy difícil franquear el límite de la barranca. En realidad, el proceso fue idéntico al que se dio en Buenos Aires: el tango se gestó y nació en las orillas y después de mucho andar pudo arrimarse hasta las luces del centro. La diferencia sustancial, es que en Belgrano, aún cuando superó el portal de las vías, el tango no encontró reductos estables sino escenarios ocasionales. Cabildo no fue Corrientes.
Sólo en los cafés, en las fondas, en los boliches en torno del arroyo Vega —y horneados en la clandestinidad— se oyeron los primeros desplantes de aquella música bravía hecha a pura compadrada y descaro. Jorge Larroca confesó en su libro Entre cortes y apiladas que no logró establecer si en alguno hubo palquito para musicantes como en otros queridos rincones de esta Buenos Aires, aunque sabemos por Félix Lima, que a una cuadra del viejo Hipódromo Nacional, en Blandengues y Blanco Encalada, los sábados se arrinconaban las mesas y sillas del chupping-house y meta baile hasta clarear.
De boliches, fondas y cafés
El Bajo Belgrano tuvo lugares de variada fama, pero ninguno igualó en renombre a La Papa Grossa, un singular establecimiento situado en la antigua Blandengues y Echeverría que desapareció al prolongarse la avenida del Libertador.
En los primeros años del 1900, frente a La Papa Grossa, había instalado una de sus Academias para enseñar baile de tango, un hombre legendario entre los bailarines: José Ovidio Bianquet, El Cachafaz. Funcionó por poco tiempo; fue clausurada a instancias del entrenador Vicente “Tapón” Fernández, —el mismo que había sido jockey del crack Old Man— porque los peones de su stud ponían más empeño en los cortes y firuletes que en la atención de la caballada.
Discípulo de esta Academia fue el moreno Luis María Cantero, famoso vareador de aquellos años, que por 1912 dejó su ocupación en los studs para consagrarse como el mayor bailarín del Bajo Belgrano, conocido desde entonces, como El Negro Pavura. En 1926 en su domicilio de Sucre y Artilleros, fundó el Dancing Bleu, donde también impartió clases de tango. Después se ubicó en Cabildo entre Olazábal y Blanco Encalada con su compañera La Peti, esposa del compositor Bruno Ginochio.
La Papa Grossa era, como dije, un curioso establecimiento, propiedad de la familia Ferretti, que reunía en un mismo y amplio local, el despacho de papas y carbón y un generoso espacio para jugar a los naipes, taquear al billar y tomar café. Con los años, le agregaron una glorieta bajo la cual, en las noches de verano, actuaban orquestas de tango y payadores.
Allí cantaron Gabino Ezeiza, José Betinotti, Pachequito y Néstor Feria entre muchos otros famosos. Afirma Victor Di Santo en su libro El canto del payador en el circo criollo, que “…en el año 1909, Ignacio Aguiar —apodado el gurí cantor—, cantó de contrapunto con Higinio Cazón en La Papa Grossa de Blandengues y Echeverría, estando presentes Ezeiza, Betinotti y Pachequito padre, acompañado de su hijo…” quien le relató la historia.
Se dice que también Gardel cantó allí alguna noche y aunque de ello no hay testimonio cierto, tampoco puede negarse porque, según es sabido, Gardel solía cantar en cuanta reunión de amigos estuviera. Se sabe, también, que entre las orquestas estuvo la de Pedro Maffia y entre los visitantes ilustres, la negra de ébano Josefina Baker, cuando vino por primera vez al país. Hay alguna noticia de que se le habría armado un palquito y que la Baker habría actuado cubierta con una pollera hecha con bananas.
Anécdotas aparte, eran habitúes de La Papa Grossa los jockeys Ireneo Leguisamo, Felicito Sola, Isabelino Díaz, los hermanos Torterolo, el cuidador Vicente Fernández “Tapón” y demás nombres famosos del turf. Leguisamo, el látigo más ilustre del Río de la Plata, fue cantado por Mario Jorge De Lellis:
Uno lo vio otra vez y lo vio otra
Lo silbaban boletos no placé
lo festejaban gordos ganadores.
Se enamoró de él disco tras disco
agazapada gorra, método loco
de entrar con el pulmón a rienda suelta
físico fácil familiar
agallas, agachadas, agarrando
la vida codo a codo.
Por eso quiere a Leguisamo
muñeca, pelo en pecho, corazón
látigo, hamaca, vista, refusilo.
El payador Aguiar, de origen uruguayo, vivió y murió trágicamente, por su propia mano, en su casa de la calle Arribeños y Ugarte cuando sólo tenía 28 años de edad. Muchos payadores anduvieron por los cafés y boliches del Bajo, aunque también solían presentarse en la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos e Instrucción de Belgrano, con sede en Moldes 2159 donde, entre otros, cantaron Solís González, Juan Etchepare y el dúo Argüello-Márquez el 20 de agosto de 1917.
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