La subida de la calle Mariscal Sucre en una postal de principios del siglo XX., C. 1905.
No sólo en el Bajo se hizo tango, ni sólo el Bajo dio argumentos
para ellos. En las páginas siguientes veremos cómo nuestra música
ciudadana campeó por sus fueros en toda la geografía de este barrio
porteño.
Esta misma revista publicó, en diciembre de 2002, un artículo
de mi autoría sobre el Bajo Belgrano, con obvias referencias a la historia
del otrora pueblo de Belgrano. En una de las citas recuerdo haber afirmado
—y lo reitero ahora— que aunque legalmente se lo integró al tejido
urbano de Buenos Aires (ley de 1887 y decreto de 1888), Belgrano gozó,
hasta la década de 1950, de quietudes pueblerinas, como si fuera un
barrio no contaminado por las transformaciones urbanas y sociales,
alejado de los febriles acontecimientos del resto de la ciudad. Sólo
en los agitados días del 80, cuando el alzamiento de Tejedor, mientras
la sangre teñía las calles de Barracas y Los Corrales, Belgrano conoció
las zozobras de la política con el Gobierno Nacional instalado, precisamente,
en el ámbito de este barrio.
Subrayo el antecedente de mi otro trabajo, porque en él también sostuve
que por esta ajenidad respecto de la idiosincrasia porteña, Belgrano
no figura en demasiadas páginas de la literatura popular y sólo el
Bajo, como si fuera una tierra autónoma —zona tenebrosa para algunos—
dio cobijo en el entorno de sus bañados a una prole de seres marginales
que, a la postre, pasaron de la leyenda negra a las letras de los tangos
a través del cedazo de los studs.
Belgrano —el Alto Belgrano— aparece en las obras de ficción siempre
con un dejo de nostalgia. Eugenio Cambaceres en su obra En la sangre
pinta las agobiantes tardes de estío cuando las familias buscaban el
reparador refugio de los sombríos corredores en las espaciosas casas.
Hugo Wast sitúa su novela Ciudad turbulenta, ciudad alegre en un Belgrano
bucólico y somnoliento y el mismo paisaje evoca Manuel Mujica Láinez
en Estampas de Buenos Aires.
El Bajo, en cambio, no ha llegado a la escena literaria, salvo en los
brochazos costumbristas que dejó Félix Lima; en La pampa y su pasión
de Gálvez que por momento transcurre en las soleadas calles del Bajo;
en una olvidada novela de Mario Bravo titulada Hipódromo o en algún
sainete como Tangos, tungos y tongos de Carlos Mauricio Pacheco cuyo
título nos ubica, inequívocamente, en la vida y en las trapisondas
del turf. También trajinó por esas latitudes, Camilo Canegato, el
protagonista de Rosaura a las diez de Marcos Denevi y, posiblemente,
algún otro personaje. Pero no han sido muchos más.
Acaso, leyendo a Ismael Bucich Escobar en Visiones de la Gran Aldea,
podamos urdirle una explicación a la ausencia del tango en Belgrano.
El pueblo de Belgrano estaba separado del resto de la ciudad por extensos
campos, chacras y potreros que conformaban una barrera infranqueable
para el tango que, cuanto más, se aventuraba hasta el tajo del Maldonado
como último suburbio de sus primeras andanzas por el norte y el oeste.
Algo similar ocurría hacia el sur, donde el Riachuelo le ponía límite
al barrio de Barracas y, más allá de sus aguas, en torno de los saladeros,
gente diestra en el manejo del cuchillo alzaba sus ranchos y llenaba
las noches con estilos, tristes y vidalas. Amaro Giura narra todo esto
en Mi charla de fogón, historias gauchas de Barracas al Sur, cuando no
había tangos, allá por 1900.
De modo impensado se ha ido definiendo una inicial geografía tanguera
contenida entre dos aguas: el Maldonado por el norte y el oeste; y el
Riachuelo por el Sur. Buenos Aires es una ciudad de tres puntos cardinales.
El Bajo ofrecía, con sus precarios rancheríos en cuyo entorno bullía
intensamente la vida de los studs y las noches de pendencieros boliches.
Si bien no tuvo taitas famosos, el Bajo acunó a Juan Mondiola —hijo de
la pluma de Bavio Esquiú— quien pudo decir emulando a los guapos de la
Tierra del Fuego:
Nací en un barrio burrero
por Olleros y Blandengues
mis baberos fueron lengues
con inicial Jota Eme.
Tan relegado de los repartos de suertes hechos por Garay como
omitido de las disposiciones del acta fundacional del pueblo, el Bajo
Belgrano era una zona despoblada y salvaje —en el decir de Giusti—
que comenzó a cobrar vida e interés cuando se fundó el Hipódromo de
Monroe y Congreso —el llamado Hipódromo Nacional— por obra del entusiasmo
de los viejos turfmen del Alto. Entonces se pobló de caballerizas, cafés,
fondas y bailongos de medio pelo. Despuntaba la década de 1880 y los
compases iniciales de los primeros tangos ya estaban inscriptos en el
pentagrama del aire de la ciudad, tal como lo dijo con alta poesía Fernando
Guibert.
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