lunes, 15 de marzo de 2021

El catolicismo social en la Semana Trágica de Buenos Aires (1919) - Parte 2

El diagnóstico

Nos hemos espantado ante el cuadro que acaba de presentar Buenos Aires. Pero esto es sólo el comienzo de la tragedia. La Gran Bestia apenas ha asomado su inmundo hocico. Si la Sociedad no se defiende solidariamente, no pasará mucho tiempo sin que se abra un abismo bajo nuestras plantas.11

A mediados de enero, en la Revista Mariana –boletín de la parroquia de la Merced, ubicada en el microcentro porteño–, un editorial se preguntaba de dónde habían salido “los incendiarios y ladrones en número tan enorme, esas mujeres, jóvenes y viejas, con sendos revólveres y puñales, en sus manos; esa multitud de niños y jovencitos, que presidían las manifestaciones ácratas, y eran los primeros en arrojar piedras á los tranvías, automóviles y edificios”.12 Se respondía que quienes habían participado del movimiento –ya se tratase de hombres, mujeres, niños o jóvenes, extranjeros o nacionales– tenían casi sin excepción su domicilio en la capital. 

El artículo afirmaba la necesidad de reconocer que existía una “perversidad latente” en todas las clases sociales, un espíritu de “rebelión diabólica” que no respetaba a la autoridad ni a lo sagrado. “¡Vivimos en un ambiente envenenado!”, sentenciaba. Al preguntarse por los responsables de tal situación no dudaba en adjudicar esa responsabilidad a “¡Casi todos!”. Unos difundían la doctrina a través de libros, folletos y periódicos; otros corrompían al pueblo en los teatros y cines o enseñaban a los niños a “burlarse de la Religión, de la moral, de los sacerdotes y del mismo gobierno”; tampoco cooperaban –o lo hacían con mezquindad– en las obras sociales que podían contrarrestar la propaganda destructora. Eran muy pocos los que hablaban, escribían o tomaban una actitud enérgica de condena ante el proceder de los “amigos del desorden y desconcierto social”.13

Algunos días más tarde, hacia fines de enero, Gustavo Franceschi analizó en profundidad y extensión las causas que habían originado aquel movimiento que conmovió Buenos Aires.14 El sacerdote reconocía en lo ocurrido la convergencia de causas múltiples, algunas inmediatas y otras remotas, y, en su opinión, la solución definitiva del problema solo se alcanzaría cuando todas estas razones fuesen suprimidas.

A partir de un argumento recurrente en el catolicismo social desde fines del siglo XIX, Franceschi explicaba que, como consecuencia de la disminución del sentido moral de las sociedades occidentales –hecho que se observaba en todas las clases sociales– había aumentado el egoísmo. Dado que el incremento del bienestar propio era deseado incluso a costa del prójimo, esta tendencia al individualismo constituía un vicio disolvente y antisocial. A su vez, la incredulidad respecto de la existencia de otro mundo determinaba la necesidad de concretar en la vida presente todo deseo o goce, y sin una voz superior que premiara o guiase, difícilmente podría verificarse el sacrificio de renunciar a tal realización. Esta búsqueda de satisfacción permanente de los deseos materiales conducía al joven sacerdote a sentenciar que: “un pueblo materialista es un pueblo condenado á las agitaciones sociales, á las luchas de clases”.15 En su perspectiva, este fenómeno del materialismo estaba presente en el país desde hacía ya tiempo (citaba como prueba de ello, las estadísticas de criminalidad, consumo de alcohol, nacimientos ilegítimos, etcétera) y había contribuido a preparar un terreno favorable para la acción de los agitadores.

En la asignación de responsabilidades, el sacerdote adjudicaba a las clases superiores el incumplimiento de su deber social. El lujo desenfrenado y las actitudes que exhibían cotidianamente habían promovido la emergencia de sentimientos de envidia e ira en la masa laboriosa. Además, observaba que no existía entre ellas un verdadero espíritu patronal, y quienes eran jefes de industria no se ocupaban de la suerte moral y material de “sus” obreros, ni tenían el "talento” para conceder por propia voluntad mejoras que redujeran la conflictividad.

Todo esto –que por sí solo bastaría para engendrar malestar social– se vio agravado por la acción de los agitadores. La propaganda ácrata llevaba varias décadas en la ciudad –de hecho, el autor decía poseer folletos publicados en 1898 por centros femeninos anarquistas–; diarios de esa misma tendencia, como La Protesta y otros periódicos antimilitaristas o gremiales, habían circulado hasta un par de semanas antes desarrollando el espíritu revolucionario y preparando los acontecimientos que tanto terror esparcirían. A ello, Franceschi sumaba la actitud del gobierno que admitía a sus referentes como portavoces de la clase trabajadora. Más aún, ubicaba como parte de las causas inmediatas la actitud de complacencia y debilidad que, en su perspectiva, había mostrado el gobierno radical.16

El autor del artículo reconocía, además, el impacto que habían tenido los factores económicos, por ejemplo, el encarecimiento del costo de vida y el retraso salarial producido durante la guerra. Llamaba la atención, asimismo, sobre la falta de sociedades cooperativas que podrían haber contenido o abaratado los precios de los artículos indispensables. Advertía, de este modo, que no debía obviarse la importancia del factor económico, aunque no lo consideraba un factor determinante.17 Por último, incluía la repercusión que habían tenido los acontecimientos revolucionarios en Europa al alimentar las esperanzas de trasformación social. Mientras el maximalismo estuvo confinado en Rusia, parecía demasiado lejano, pero su aparición en Occidente, tanto en Alemania como en Austria y durante las huelgas revolucionarias en Suiza, había hecho “brillar los ojos de los impacientes”. Insistía en la responsabilidad de la prensa comercial, como así también de algunos conferencistas –como José Ingenieros–, por el acortamiento de esa distancia. Con esta conducta habían convertido al maximalismo en un asunto de moda y, como tal, tuvo sus admiradores, aun entre aquellos que “por su posición y cultura parecían los menos indicados para rendirle tributo”.18

Según observaba Franceschi, el movimiento generado en Buenos Aires había sido preparado por ciertas organizaciones, pero no se le podía “atribuir una dirección única”. Fundamentalmente, había tomado parte, desde su perspectiva, el elemento “ruso” (al respecto aclaraba que dicho elemento, lejos de ser de raza eslava, estaba compuesto casi en su totalidad por hebreos, oriundos ya fuera de Rusia, Polonia, Austria o el Norte de Prusia, como bien lo demostraban los apellidos de los detenidos y de los muertos). Con esto daba credibilidad a los rumores sobre la existencia de comités secretos y su disposición de armas y dinero. Además, se habían involucrado numerosos individuos “contagiados por el revolucionarismo (sic)” al oír los tiros y los comentarios sobre batallones sublevados y triunfos ácratas en diversos puntos de la ciudad. De todos modos, entendía que la “revolución” no había sido fruto de una doctrina positiva y que, en cambio, habían participado socialistas de tinte avanzado, maximalistas propiamente dichos, anarquistas de diversos matices, y hombres sin programa alguno. Por eso, opinaba que la única denominación que los agrupaba a todos era “revolucionarios sociales”.

Proponía como salida inmediata deportar a aquellos criminales y anarquistas que habían huido de su país de origen y que conspiraban aquí contra la constitución, las costumbres y las tradiciones argentinas. Aun así, aclaraba que no había que dejarse llevar por la xenofobia y que, por lo tanto, era preciso castigar también severamente a los argentinos que hubieran tomado parte en la revolución. En definitiva, veía como imprescindible desmontar la máquina de propaganda y organización revolucionaria; y anunciaba que el próximo intento sería “más peligroso aun, porque los dirigentes, con el fracaso pasado habían adquirido experiencia, palparon los defectos de su organización, y se preparar[rán].”19

De un fin de año tenso a la quema de la iglesia Jesús Sacramentado

Entre mediados de 1918 y los sucesos de la Semana Trágica de enero de 1919, la conflictividad social y la violencia política se agudizaron. Desde la reactivación del comercio agroexportador, a fines de la I Guerra Mundial, los conflictos obreros habían crecido en número y organización (Ceruso, 2015), y en paralelo empezaba a conformarse una reacción patronal (Rapalo, 2012). Además, a comienzos de 1918, en Córdoba, se había iniciado el movimiento reformista universitario, al que el catolicismo había pasado de apoyar moderadamente a criticar con vehemencia y denuncias de infiltración maximalista (Mauro, 2018). El contexto internacional tampoco aportaba tranquilidad: fenómenos sociales similares al ocurrido en Buenos Aires se produjeron en países del Cono Sur (Lvovich, 2016), como también en otros más alejados como Alemania, cuyo levantamiento espartaquista se había producido solo unos días antes de la Semana Trágica argentina. A todo esto, que no era poco, se sumó la creciente preocupación en algunos sectores del catolicismo porteño por la movilización realizada con motivo de la fuga de la cárcel de Ushuaia del conocido anarquista Simón Radowitzky –preso por el atentado al jefe de la policía de la Capital, Ramón Falcón, en 1909–, la huelga de policías en la ciudad de Rosario a fines de 1918 (Maltaneres, 2010) y la presencia pública de una corriente de apoyo a la Revolución Rusa (Camarero, 2017Díaz, 2019).

A fines de noviembre, podía leerse en El Pueblo un artículo con este tono:

Días hubo en los que estaba reservado á los ilusos y los temerosos el hablar del peligro anárquico. Hoy, la realidad es otra. Se ha dejado propagar la chispa revolucionaria y el maximalismo hoy no ha de ser importado: tenémoslo ya en casa”.20 Sobresalía en la nota la preocupación por la complacencia de autoridades y de oposición política aún más que por la acción de los propagandistas de dichas ideas. En esta perspectiva, el ambiente de tolerancia reinante era asimilado a una “estúpida crianza de cuervos que habrán de sacarnos los ojos…21


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