lunes, 24 de septiembre de 2018

AGUSTÍN JUSTO, ROBERTO ORTIZ Y RAMÓN CASTILLO (1932-1943) - Parte 9


En algunos casos, el presidente —como analizó Botana sobre esta herramienta en la primera mitad del siglo XX— avanzó en la intervención federal para controlar a la oposición; servirse de un dispositivo para solucionar los conflictos entre facciones; y finalmente, asentar su presencia como actor hegemónico en el espacio provincial (Calvo y Abal Medina 2001). 
En otros, el Ejecutivo nacional prefirió la inacción como modo de gestar alianzas coyunturales con las agrupaciones partidarias locales y consolidar espacios de negociación con esos gobernadores de manera de no socavar su apoyo político de modo abrupto: allí la “pureza del sufragio” quedó solo en un plano discursivo y simbólico (López 2013).

La política de apertura electoral que pronto se hizo visible para los partidos opositores y para los aliados de la coalición lo convirtieron en un “restaurador” para los beneficiarios y un “traidor” para los partidarios. La tensión de un líder que se declaraba afiliado a un régimen, pero que pronto advertía los límites de la supervivencia de su propio gobierno lo convirtió entonces en un híbrido de transición —utilizando la tipología de Skowronek— entre un líder de “articulación” y otro de “prevención”. En este sentido, pareciera ser una historia clásica de los efectos no anticipados de la política de articulación: al orientar las promesas del régimen en una dirección concreta, Ortiz rompió la ‘concordancia’ de la misma manera en que Abraham Lincoln o Lyndon Johnson, para el caso norteamericano, rompieron sus coaliciones políticas en el sur.

El radicalismo en las elecciones legislativas de marzo de 1940 no solo alcanzó el 45 por ciento de los sufragios, sino que consiguió la mayoría de las bancas de la Cámara de Diputados en un clima de exaltación y apertura (Cantón 1973, López 2013). Basta observar algunas reflexiones que el mismo presidente pronunció en su último mensaje dado ante la asamblea legislativa sobre lo que significaba la política que llevaba a cabo:

En este segundo período de mi gobierno he dado fin a la primera etapa del programa político y administrativo que anuncié y me propuse cumplir inflexiblemente al asumir la presidencia. El plan realizado en estos dos años ha sido enteramente constructivo y de normalización política e institucional (Ortiz 1940: 6).

No es casual que el autor norteamericano analice como una de las características sobresalientes de los liderazgos de “prevención” la de tomar en cuenta los “cismas” que comenzaron a generarse al interior del régimen y que capitalicen dicha situación en la búsqueda de “apropiarse del campo de acción construidos por aquellos que crearon los compromisos iniciales” y se orienten a mejorarlo, aunque en un contexto general de “etiquetas partidarias hipertrofiadas, agendas híbridas, liderazgo personal, y llamados a una política independiente” (Skowronek 2011: 107). Fueron esos líderes los que mejor jugaron en los “márgenes del cambio” y dejaron un núcleo de compromisos “ambiguo”, por lo que muchas veces fueron considerados como “oportunistas” aunque paradójicamente pudieron colocarse como defensores de un sistema que intentaban purgar (Skowronek 2011).

Quizás algunos de sus contemporáneos percibieron con mayor claridad el cometido de Ortiz realizando pertinentes comparaciones entre su tarea política y la obra emprendida por Roque Sáenz Peña algunas décadas atrás. Así señaló el reformista Carlos Cossio al ex ministro José Padilla en mayo de 1940:

Yo creo que si el Dr. Ortiz diera remate a su anunciado programa en esta forma, su nombre pasaría a la historia argentina con un significado infinitamente mayor que el de Sáenz Peña; y el Dr. Taboada tendría en el gran Indalecio Gómez solo un heraldo de su destino16.

Pero si para Cossio dichos propósitos catapultarían a Ortiz en el panteón de los próceres de la democracia, para muchos conservadores la actitud presidencial no era loable sino innoble. El senador nacional Matías Sánchez Sorondo (demócrata nacional por Buenos Aires) se preguntaba en el recinto del Senado —durante una interpelación al ministro del Interior, Diógenes Taboada— si la directiva de Ortiz de intervenir provincias era “puramente automática del contralor del sufragio libre”, o si en el fondo quería emplear ese sufragio libre para “aplanar el camino” y después, cómodamente, por “sufragios dirigidos” crear un “orden nuevo” de que el presidente fuese “fuente, inspirador y regulador”17.

Juan Carlos Portantiero consideró que la percepción de este líder de la coalición fue que si no se ampliaba la base del “pacto estatal” la situación se tornaría ingobernable a corto plazo, pero que su programa no fue de ningún modo democrático. Es por ello por lo que, según el autor, el diagnóstico que hizo Ortiz fue que la ‘concordancia’, como pacto político entre conservadores y radicales antipersonalistas, estaba saturado para la incorporación de actores sociales y no alcanzaba ya para “contener la necesidad de representación de fuerzas emergentes”; ergo, era cada vez más “insanablemente ilegítimo” (Portantiero 1987: 15) y proyectaba su ilegitimidad sobre el conjunto del Estado.


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