sábado, 22 de septiembre de 2018

AGUSTÍN JUSTO, ROBERTO ORTIZ Y RAMÓN CASTILLO (1932-1943) - Parte 3


Por ello, retrospectivamente y notando las limitaciones mencionadas, la imagen de Justo pareciera coincidir con las características que el autor norteamericano describe para los líderes de la “reconstrucción”, Ortiz navegaría entre las aguas de los líderes de la articulación y de la prevención, y Castillo —como el presidente del fin de ciclo— encarnaría los dilemas de un Ejecutivo de la disyunción. Teniendo en cuenta esos problemas, nos proponemos en este ensayo, en primer lugar, iluminar las controversias historiográficas sobre este particular período argentino a través de los aportes teóricos de Skowronek; y en segundo lugar, buscaremos refinar algunas de las conceptualizaciones de la tipología de los presidentes a fin de que ésta sea útil para analizar otros contextos.

I. La democracia argentina de los años treinta y los límites de la extrapolación

La producción historiográfica sobre el caso argentino de los años treinta se multiplicó en las últimas décadas con importantes avances en tópicos como los partidos políticos, las prácticas electorales y la redefinición de las capacidades del aparato estatal (Macor 2001, Macor y Piazzesi 2005, De Privitellio 2001, 2009, Caravaca 2012). Las hipótesis centrales de un nuevo consenso historiográfico sobre esos años indican que: a) las prácticas fraudulentas fueron un modus operandi normalizado con el objeto de controlar el acceso al poder de los partidos opositores y garantizar la supervivencia de la coalición oficialista (Melón Pirro 1996, De Privitellio 2009); b) la falta de legitimidad de sistema fue reemplazada por la construcción de una legitimidad de gobierno a través del avance de la gestión gubernamental —a nivel nacional y provincial— en diversas áreas como la economía, salud y obras públicas (Piazzesi 2010)6; c) el ciclo político se caracterizó por la exclusión y falta de apoyos políticos y sociales amplios en el gran cuadro de una sociedad y economía en transformación y crecimiento (Portantiero 1987, Torre 2006).

El gobierno de Agustín P. Justo durante 1932 y 1938, surgido de elecciones condicionadas por la abstención del radicalismo, encaró la difícil tarea de restaurar la institucionalidad democrática, sustentada por una legitimidad de origen frágil y coartada tanto por los levantamientos radicales de los años 1932 y 1933, como por impugnadores e intelectuales que desde la derecha del espectro político atacaban las bases mismas del sistema democrático. Cuando luego del triunfo de la revolución de 1930, el plan corporativista de José Félix Uriburu naufragó, logró imponerse la opción de militares “legalistas” como Justo, que promovieron una normalización constitucional controlando el retorno del radicalismo al poder.

La abstención electoral defendida por los radicales a partir de 1931 facilitó la tarea del oficialismo. Sin embargo, su retorno a la arena electoral nacional en 1935 complejizó la situación y provocó que el gobierno nacional —aun sosteniendo una retórica democrática— condicionase mediante mecanismos institucionales y permisividad de prácticas fraudulentas, el retorno del radicalismo al poder. La sucesión presidencial hacia el año 1936 debía ser conducida, según el presidente saliente, para garantizar la continuidad de la ‘concordancia’ y su posible retorno al poder luego de un mandato constitucional7.

Para la reconstrucción del avance presidencial en el nivel subnacional, véanse algunos aportes de la historiografía reciente en casos provinciales como Macor y Piazzesi (2009), Tcach (2010) y más recientemente, Lichtmajer (2016). Sobre los problemas vinculados a la reelección y las motivaciones de Justo para elegir su sucesor, véase Fraga (1993) y De Privitellio (1997).

La breve experiencia de su sucesor, Roberto M. Ortiz (1938-1940), significó un intento de reducir la brecha entre un sistema político cada vez más excluyente y una sociedad en creciente transformación y demandante de cambios institucionales sustanciales (Torre 2006). El nuevo presidente antipersonalista alternó su política entre la prescindencia y la intervención, como lo demuestran el envío de comisiones federales a algunas provincias en donde las prácticas fraudulentas fueron intolerables, dando señales claras de apertura. Su plan fue percibido por muchos de sus contemporáneos —oficialistas y opositores— como de democratización política buscando nuevos apoyos partidarios y una base social más amplia8.


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