domingo, 4 de marzo de 2018

Estoy tan cambiao, no sé más quien soy - Parte 5

Cosa que no ocurre, por cierto, en las catacumbas de Michelangelo, donde la consumición mínima trepa a los 2.800 nacionales per cápita. Claro que el gasto se justifica: el recinto, blanco como un Pueblito de Andalucía y umbroso como una catedral gótica (estilos que mezcla sabiamente), es uno de los más sofisticados reductos de la noche porteña, aunque no se dedica exclusivamente —claro está— a presentar espectáculos fangueros y suele mezclar —en un mismo show— a Raúl Lavié con Joan Manuel Serrat.

Más modesto, pero con un caudaloso sabor a tango, resulta el casi único cabaret porteño: Chantecler, heredero de un nombre mítico, íntimamente ligado a Juan D'Arienzo y su orquesta durante la década del 40. Atrincherado en Corrientes al 600, no escapa a la tentación, sin embargo, de presentar un espectáculo variado donde el tango se prodiga en dosis alopáticas. Alberto Castillo (56, dos hijos) es allí una de las más firmes atracciones. Después de descerrajar algunos parlamentos antológicos ("Yo soy el tipo de la juventud perpetua", "Mi personalidad es abierta, como el bandoneón"), el verborrágico cantor de los cien barrios porteños (mote con el cual alcanzó la fama) devana una sobria andanada de precisiones históricas: "En el 40 el tango era popular y se lo 
bailaba en todos lados, pero el cabaret era tan caro como ahora. 

En 1950, cuando empezó la decadencia del tango, también desaparecieron los auténticos boliches donde se lo podía bailar o escuchar. Desde hace unos 3 años parece haber un resurgimiento, aunque no como danza popular", se ensombrece Castillo.

Como si sus palabras necesitaran una confirmación, apenas un reducido puñado de parejas se arrastra por la pista de baile, a pesar de las tentadoras propuestas de una buena parte de las 30 coperas acodadas en el mostrador o distribuidas estratégicamente por la sala. Lo cual no parece turbar las costumbres sedentarias de los —presumiblemente— ejecutivos o turistas que atiborran el amplio, pero despojado recinto.

Es Alberto Echagüe (dos hijos, se niega a confesar la edad), eterno cantor de D'Arienzo, quien encuentra una comparación gastronómica para explicar la ausencia de amplios sectores populares en los actuales antros tangueros: "Mirá —tutea Echagüe—, para venir a estos sitios hace falta tener mucha guita. ¿Vos te gastarías 10 mil mangos en una sola noche para invitar a tu señora? No, viejo, lo más seguro es que te comprés un pollo y que te lo morfés con un buen vino en compañía de la patrona".

Cuando baja del escenario del Chantecler, una tarima circular, elevada del piso y cubierta con deslustrado parquet, Armando Laborde (47, dos hijos) asegura a SIETE DIAS: "Antes, los boliches del tango, los cafés y especialmente el cabaret eran esencialmente distintos a los de ahora. A escuchar o bailar tango en los sitios nocturnos sólo iba la gente del ambiente. En esa época, cuando alguien nos decía que a los night clubs de Nueva York concurrían familias enteras, nosotros nos moríamos de risa. 

Cómo habrán cambiado los tiempos que ahora, cuando sube Marrone al escenario del Chantecler, la primera frase que dice es la siguiente: 'Voy a degenerar un poco este cabaret, porque parece una iglesia'. Si es para no creerlo", se sorprende Laborde.

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