miércoles, 10 de enero de 2018

Una aventura por los mitos y sabores de la cocina argentina - Parte 4

La influencia europea, especialmente española, se traducía también en las abundantes porciones: era un modo de distinguirse de la usanza francesa, que utilizaba incluso platos más pequeños a la hora de desplegar la vajilla. De ello da cuenta una anécdota de la época: El general Lucio Mansilla –conductor de las tropas argentinas que enfrentaron a la flota anglo-francesa en la batalla de la Vuelta de Obligado–, quien se había casado con la hermana menor de Juan Manuel de Rosas, escribió que en la casa de su suegra se comía “buena comida criolla, abundante, como la española”, a diferencia de la que ofrecía Mariquita Sánchez de Thompson, quien –tal vez influenciada por las costumbres de su segundo esposo, el galo Washington de Mendeville– “servía poca comida en platos franceses”, en las tertulias que organizaba en su casa de la calle Umquera (actual Florida).

Volvamos al maíz, protagonista del noroeste argentino en sabrosos tamales y humitas e ingrediente del clásico de la región, el locro. Puede llevar maíz blanco o amarillo, según la receta jujeña, y debe molerse con mortero, colocarse en remojo unas diez horas y luego hervirse en agua y sal. De a poco se añaden ingredientes contundentes: carne de vaca, chorizos, tripa y charqui. Con las batatas llega el fin de la cocción, coronada con una lluvia de cebolla, tomate, ají y perejil fritos en grasa. Ideal para el incipiente frío otoñal.

En el locro riojano, el maíz comparte el estrellato con los porotos blancos y su sello indiscutido es el sabor picante del cumbarí o ají “de la mala palabra”. Otra variante de locro llamada “chuchoca” se obtiene con maíz tostado y carne de cabrito, según describe Leopoldo Lugones en uno de los relatos de La guerra gaucha . En el centro del país, por el contrario, se lo conoce como “alcuco”. Se prepara con trigo pisado, sin cutícula, que se hierve en agua y sal y se le agrega carne de cabrito y zapallo. Luego se sirve con un refrito de grasa y ají.
Crocantes por fuera y jugosas por dentro. Esa es la Piedra Rosetta de las empanadas tucumanas. 

Además de los estrictos ingredientes –carne de matambre hervida y cortada a cuchillo en pequeños trozos; cebollas blancas y de verdeo rehogadas en grasa vacuna; caldo, comino y sal a gusto– tiene secretos como el delicado sabor dulzón de las pasas de uva; el caldo de carne mezclado en la masa, que le da una consistencia especial, los trece repulgues –ni uno menos– para cerrar los discos y quince minutos de cocción en horno de barro. Tan famosas son, que la provincia del noroeste argentino creó una “Ruta de la Empanada” que une distintas localidades y sabores.
Sin intenciones de desanimar a los tucumanos, existen referencias de la empanada en la antigua Persia. 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario