A
pesar de ello, al llegar esas fuerzas a Zárate, en la provincia de Buenos
Aires, los oficiales de rango intermedio detuvieron su marcha e hicieron
conocer su decisión de no avanzar contra sus compañeros. El propio Alfonsín ha
revelado luego que, fuera de quicio, quiso marchar encabezando a la multitud a
Campo de Mayo, donde se encontraban los militares insurrectos, pero que
finalmente no lo hizo para evitar la guerra civil.
En
vez de ello, Alfonsín concurrió personalmente a Campo de Mayo a reducir a los
insurrectos. Horas después anunció, que los amotinados habían depuesto su
actitud, en lo que aparentemente había sido una victoria sin concesiones del
gobierno democrático. Poco después se haría evidente que este pretendido
triunfo no había sido tal. Fue el sábado 30 de abril cuando Alfonsín así lo
comunicó en un discurso a la población congregada en Plaza de Mayo donde
utilizó una frase que se hizo histórica (con sentido negativo): “La casa está
en orden, felices Pascuas”.
Alfonsín, sin poder militar para detener el golpe de Estado, negoció con los líderes militares “carapintadas” la garantía de que no habría nuevos juicios contra militares por violación de derechos humanos. Esas medidas se concretaron en la ley de Obediencia Debida y el reemplazo del general Héctor Ríos Ereñú por el general José Dante Caridi, al mando del Ejército argentino.
Alfonsín, sin poder militar para detener el golpe de Estado, negoció con los líderes militares “carapintadas” la garantía de que no habría nuevos juicios contra militares por violación de derechos humanos. Esas medidas se concretaron en la ley de Obediencia Debida y el reemplazo del general Héctor Ríos Ereñú por el general José Dante Caridi, al mando del Ejército argentino.
Este
último, desde su cargo, comenzaría a defender públicamente la dictadura y la
guerra sucia.[14] Desde entonces Alfonsín debió enfrentar otras dos
insurrecciones militares durante 1988 (18 de enero y 1 de diciembre) y un permanente
estado de insubordinación de las Fuerzas Armadas.
Las
leyes de Punto Final y Obediencia Debida fueron objetos de fuertes
cuestionamientos por parte de las organizaciones de derechos humanos, el
movimiento estudiantil, y las fuerzas políticas progresistas, incluidos
sectores internos del radicalismo como la Juventud Radical y su brazo
universitario Franja Morada. Con posterioridad, ambas leyes y los indultos a
los jefes militares y guerrilleros ya condenados, concedidos por el presidente
Carlos Menem en 1989, fueron conocidas como las leyes de impunidad, y serían
derogadas por el Congreso Nacional en 2003. El propio Alfonsín apoyó la nulidad
de las leyes, aunque aclaró que le correspondía a la Corte Suprema hacerlo, y
no al Congreso.
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