La existencia del hombre con relación al tiempo no es
verdaderamente más que un instante fugaz. Si se nos esfuma este instante, si no
sabemos extraerle el jugo que en forma de alegría nos puede dar, nuestra
existencia es vana y desperdiciamos una vida de cuya pérdida no nos resarcirá
la humanidad. Por lo tanto, es hoy cuando debemos vivir, no mañana.
Es hoy
cuando tenemos derecho a nuestra parte de placeres, y lo que hoy perdemos el
mañana no nos lo puede restituir: está definitivamente perdido. Por eso es que
hoy queremos gozar nuestra parte de bienes, es que hoy deseamos ser
felices”.Pero la felicidad no se alcanza en la esclavitud. La felicidad es un
don del hombre libre, del hombre dueño de sí mismo, dueño de su destino; es el
supremo don del hombre, hombre que se niega a ser bestia de carga, resignada
bestia que sufre, produce y está privada de todo.
La felicidad se obtiene en el ocio. También se adquiere con
el esfuerzo, pero con el esfuerzo útil, con el esfuerzo que procura mayor
bienestar – aquel esfuerzo que acrecienta la variedad de mis adquisiciones, que
me eleva, que de verdad me redime. No hay, por lo tanto, felicidad
posible para el trabajador que durante toda su vida está ocupado en resolver el
terrible problema del hambre. No hay felicidad posible para el paria
que no tiene otra preocupación que su trabajo, que no dispone sino del tiempo
que dedica al trabajo.
Su vida es bien triste, bien desoladora, y para poder
soportarla arrastrarla, aceptarla sin rebelarse, se precisa, un gran coraje o
una gran dosis de cobardía. Del deseo de vivir, de la desesperación íntima y
profunda que nos coloca frente a la perspectiva de toda una vida consumida,
para beneficio de gente indigna, de la desolación sentida al perder la
esperanza en una salvación colectiva durante la fugaz trayectoria de nuestra
breve existencia: he ahí de lo que está formada la rebelión individual; he ahí
de qué fuegos están alimentados los actos de expropiación individual.
Triste, muy triste, es la vida del trabajador
inconsciente; pero, ¡ay de mí!, la vida del anarquista es verdaderamente trágica.
Si vosotros nos sentís todos los sufrimientos, toda la desesperación de
vuestra trágica situación, permitidme deciros que tenéis piel de conejo y que
el yugo no os está tan mal.
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