Las tareas eran tan primitivas y tan bárbaras como las relatara Alejandro
Gillespie, el inglés venido a la provincia de Buenos Aires con la expedición de
Beresford. Y no cambiarían hasta entrada la tercera década del siglo XIX,
mediante la aplicación de métodos nuevos y de nuevos útiles y aparatos por el
químico francés Antonio Cambaceres, quien se instaló en la zona como
saladerista, y cuyo establecimiento fue el modelo que con más o menos
inmediatez tomaron todos los otros industriales.
El saladero había traído a las cercanías de la ciudad a gentes con hábitos y
costumbres de la campaña. Se estaba formando el ambiente de las orillas,
tumultuario y espeso, explotado por los caudillejos corraleros.
Dentro de esa estructura social existía un proletariado diminuto en
comparación, pero su existencia no podía ser ignorada. Un proletario
desprotegido entregado al engranaje mercantilista del saladero.
No existía régimen de salarios de ninguna especie, y el único aval que
certificaba el libre tránsito por la provincia era la papeleta de conchavo,
papel que debía ser exhibido a cada instante si era en la ciudad o el
estaqueadero si era en algún departamento de campaña, si aquel documento no
existía. La vida del saladero era dura y amarga.
En el año 1830, el Gobierno de la Provincia, queriendo ordenar en su medida el
funcionamiento de los saladeros, y acondicionar éstos dentro de cánones más o
menos higiénicos, formó una comisión de personas conocedoras del problema, que
en ningún momento se habían preocupado de solucionarlo en sus propios
establecimientos, a los fines de que estudiaran la forma de solucionar la falta
de aseo de las fábricas.
Montoya en su libro “Historia de los saladeros argentinos”, señala que “el
remedio propuesto por los señores Faustino Lezica, José Twaites y Braulio
Costa, a quienes se encomendó esa misión no respondió a mayores principios de
profilaxis o higiene. Manifestaba la Comisión- sigue Montoya- que la
experiencia demostraba que la fetidez se debía a la fermentación de la sangre
esparcida en los lugares de matanza y que si bien creía que ese inconveniente
podía vencerse lavando diariamente los pisos, consideraba que esta operación
además de ser muy costosa por la necesidad de conseguir agua, resultaba
imposible de llevarla a la práctica por la falta de brazos. No hallaban en
consecuencia otra solución – concluye Montoya-, que la de obligar a mantener en
los sitios de matanza alrededor de 100 cerdos, los que se alimentarían de los
despojos de los animales sacrificados. Estimaba indispensable además, que cada
saladero tuviera un depósito para guardar las osamentas y paletas las que, en
el término a más tardar de dos o tres días, tendrán que ser quemadas a la hora
de ponerse el sol”.
Este informe de una comisión de saladeristas, formada por el Gobierno para
solucionar un problema de fundamental importancia no sólo para una industria
alimenticia, sino para las personas encargadas de realizar sus tareas, nos
muestra a las claras el estado de negligencia imperante entre los ricos
propietarios de las fábricas de salar. Llamados a dar soluciones, explican lo
que debería hacerse a partir de su informe –que a la postre es solamente que se
obligue a criar cerdos, a quemar osamentas- sin siquiera indicar si antes lo
habían hecho ellos por vías de ensayo o simplemente para mantener limpios sus
establecimientos.
Algunos de los saladeristas construyeron zanjas de desagote, las que
irremediablemente llevaron la dirección del Riachuelo; fue el río la cloaca
natural de los saladeros, desde el paso de Burgos a la vuelta de Rocha, desde
que se instaló junto a él el primer galpón.
Y no solo fueron a parar al río los orines y la sangre sino toda la basura de
las fábricas.
En ese mismo año, 1830, era tal el estado de fetidez del río, que el Jefe de
Policía remitió una nota al Gobierno, señalando el abuso que cometían los
saladeristas arrojando al canal del Riachuelo los restos de los animales.
El Gobierno hizo publicar la nota en la “Gaceta Mercantil”, pero su única
medida fue la de nombrar la Comisión encargada de expresar su parecer sobre el
problema y solucionarlo; la solución fue fácil y beneficiosa: tener una piara
de 100 cerdos en los saladeros, alimentándose de desechos, y quemar los huesos
a la hora de la oración, cuando no pudiera molestar la matanza.
Tal solución por venir de personas competentes agradó al Gobierno.
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