miércoles, 17 de septiembre de 2014

Los saladeros del Riachuelo - Parte 2


Las tareas eran tan primitivas y tan bárbaras como las relatara Alejandro Gillespie, el inglés venido a la provincia de Buenos Aires con la expedición de Beresford. Y no cambiarían hasta entrada la tercera década del siglo XIX, mediante la aplicación de métodos nuevos y de nuevos útiles y aparatos por el químico francés Antonio Cambaceres, quien se instaló en la zona como saladerista, y cuyo establecimiento fue el modelo que con más o menos inmediatez tomaron todos los otros industriales.

El saladero había traído a las cercanías de la ciudad a gentes con hábitos y costumbres de la campaña. Se estaba formando el ambiente de las orillas, tumultuario y espeso, explotado por los caudillejos corraleros. 

Dentro de esa estructura social existía un proletariado diminuto en comparación, pero su existencia no podía ser ignorada. Un proletario desprotegido entregado al engranaje mercantilista del saladero. 

No existía régimen de salarios de ninguna especie, y el único aval que certificaba el libre tránsito por la provincia era la papeleta de conchavo, papel que debía ser exhibido a cada instante si era en la ciudad o el estaqueadero si era en algún departamento de campaña, si aquel documento no existía. La vida del saladero era dura y amarga.

En el año 1830, el Gobierno de la Provincia, queriendo ordenar en su medida el funcionamiento de los saladeros, y acondicionar éstos dentro de cánones más o menos higiénicos, formó una comisión de personas conocedoras del problema, que en ningún momento se habían preocupado de solucionarlo en sus propios establecimientos, a los fines de que estudiaran la forma de solucionar la falta de aseo de las fábricas.

Montoya en su libro “Historia de los saladeros argentinos”, señala que “el remedio propuesto por los señores Faustino Lezica, José Twaites y Braulio Costa, a quienes se encomendó esa misión no respondió a mayores principios de profilaxis o higiene. Manifestaba la Comisión- sigue Montoya- que la experiencia demostraba que la fetidez se debía a la fermentación de la sangre esparcida en los lugares de matanza y que si bien creía que ese inconveniente podía vencerse lavando diariamente los pisos, consideraba que esta operación además de ser muy costosa por la necesidad de conseguir agua, resultaba imposible de llevarla a la práctica por la falta de brazos. No hallaban en consecuencia otra solución – concluye Montoya-, que la de obligar a mantener en los sitios de matanza alrededor de 100 cerdos, los que se alimentarían de los despojos de los animales sacrificados. Estimaba indispensable además, que cada saladero tuviera un depósito para guardar las osamentas y paletas las que, en el término a más tardar de dos o tres días, tendrán que ser quemadas a la hora de ponerse el sol”.

Este informe de una comisión de saladeristas, formada por el Gobierno para solucionar un problema de fundamental importancia no sólo para una industria alimenticia, sino para las personas encargadas de realizar sus tareas, nos muestra a las claras el estado de negligencia imperante entre los ricos propietarios de las fábricas de salar. Llamados a dar soluciones, explican lo que debería hacerse a partir de su informe –que a la postre es solamente que se obligue a criar cerdos, a quemar osamentas- sin siquiera indicar si antes lo habían hecho ellos por vías de ensayo o simplemente para mantener limpios sus establecimientos.

Algunos de los saladeristas construyeron zanjas de desagote, las que irremediablemente llevaron la dirección del Riachuelo; fue el río la cloaca natural de los saladeros, desde el paso de Burgos a la vuelta de Rocha, desde que se instaló junto a él el primer galpón.

Y no solo fueron a parar al río los orines y la sangre sino toda la basura de las fábricas.

En ese mismo año, 1830, era tal el estado de fetidez del río, que el Jefe de Policía remitió una nota al Gobierno, señalando el abuso que cometían los saladeristas arrojando al canal del Riachuelo los restos de los animales.

El Gobierno hizo publicar la nota en la “Gaceta Mercantil”, pero su única medida fue la de nombrar la Comisión encargada de expresar su parecer sobre el problema y solucionarlo; la solución fue fácil y beneficiosa: tener una piara de 100 cerdos en los saladeros, alimentándose de desechos, y quemar los huesos a la hora de la oración, cuando no pudiera molestar la matanza.

Tal solución por venir de personas competentes agradó al Gobierno.


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