sábado, 21 de junio de 2014

Aquel pago costero que aún hoy le rinde culto a sus raíces - Parte 2

Cuando Hernán Wineberg compró una fracción de tierras de la familia Pelliza, en 1860, comenzó la gran transformación. Wineberg hizo un primer loteo y a medida que se fue poblando la zona, comenzó a llamarse “Pueblo Mitre” o “Mitre de los Olivos”. A medida que se asentaron nuevas familias, las antiguas quintas de veraneo de las barrancas se integraron al paisaje.

La construcción del Ferrocarril del Norte, sobre el antiguo Camino del Bajo, tomó impulso a partir de 1860, en manos de la firma inglesa Buenos Aires and San Fernando Railway. Llegó a Olivos el 22 de junio de 1863 y marcó todo un cambio. El primer objetivo del ramal ferroviario era transportar la producción de las huertas hacia la ciudad y comenzaron con cuatro servicios diarios, que iban y volvían por la misma vía. Pero las locomotoras no soportaban la trepada del terreno en Olivos y cada tanto había problemas. Por eso, en 1890 se hicieron reformas y se habilitó la doble vía desde Belgrano. Con el tren llegó el telégrafo, las comunicaciones y cada vez más familias que querían poblar esta tierra hermosa, con grandes arboledas y un futuro auspicioso.

El estilo único de sus orígenes se mantuvo con los años y es parte del encanto que tiene Olivos. Por ejemplo, la enredadera que caracteriza el frente de la emblemática Parroquia Jesús en el Huerto de los Olivos parece haber sido pensada como la escenografía perfecta para una ciudad repleta de sentimientos, emociones y nostalgias. Pero en realidad fue idea del padre Jorge Garralda, quien llegó al barrio en 1967 y que también era ingeniero civil. En esos años pensaban en revocar el frente, pero su idea fue más barata y le dio carácter al templo. Sembró, regó, y el tiempo y la naturaleza hicieron lo suyo para embellecerla. Cuenta la historia que la piedra fundamental del templo se colocó en 1895 y que fue inaugurado en 1897.

“Las familias de la zona promovieron un gran trabajo para recaudar fondos para su construcción”, apunta el historiador Claudio Negrete, descendiente de Rodolfo Negrete, uno de los primeros médicos de la zona, que instaló en 1912 su consultorio en la casona de Wineberg y Alberdi, aún en poder de la familia.
En torno a la Plaza Vicente López se enclavaron los lugares más emblemáticos, como los colegios, el cine York y el almacén de ramos generales Gandini. “Cuando llegó mi familia, ya se había separado el mercado del bar, pero sabemos que aquí había funcionado el despacho de bebidas y justo en la vereda, estaba el palenque donde ataban a los caballos”, detalla Beatriz Moure, dueña del bar desde hace dos décadas. El lugar es un ícono de la ciudad. Cuentan que allí pasaba largas horas Raúl Scalabrini Ortiz –que vivía justo a la vuelta, sobre Alberdi–, debatiendo sus ideas políticas con jóvenes entusiastas, entre los que estaba un adolescente llamado Pino Solanas. “También había una gran barra del Olivos Rugby, que aún no tenía sede propia. Los sábados se instalaban en la vereda, y ocupaban todo el frente, de punta a punta. Cada tanto se siguen juntando”, evoca Moure.

El centro vital del barrio más emblemático del Partido de Vicente López sigue estando entre esas cuadras, que van desde Maipú al río y de Villate a Roma. La vida de los olivenses sucede allí, donde también están sus recuerdos más afectos. Dicen que si la ciudad tuviera corazón, seguro estaría en este lugar



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