F. - Yo lo
confieso y aún añado que no habría viviente alguno sobre la faz de la tierra
que no mire a Bonaparte con desprecio y con horror cuando sepa que ha
arrebatado el cetro de Castilla a un monarca descendiente de infinitos reyes.
Se vería por consiguiente que los habitantes de la península únicamente le
rinden una obediencia forzada, efecto del miedo y del temor que han inspirado
las inauditas tiranías de sus tropas sanguinarias.
I. - Comparad,
pues, ahora tu suerte con la mía, la conquista de tu península con la del Nuevo
Mundo, y la conducta del francés en España con la del español en América.
Consultad, digo, las historias sobre las escenas que se han visto en el peruano
y mexicano suelo, y verás manifiestamente que dicen que en e! momento en que
dio noticia Colón del descubrimiento de la fertilidad de la nueva tierra y sus
riquezas, empezó a hervir la codicia en el corazón avaro de los estúpidos
españoles, que atravesando inmensos mares se trasmigran en tumultos a las
Indias. Aquí saben que los americanos son unos hombres tímidos y sencillos,
pero advierten al mismo tiempo que, aunque incultos y salvajes, son muy pocos
los misantrópicos, y que los más viven reunidos en sociedad; que tienen sus
soberanos a quienes obedecen con amor, y que cumplen con puntualidad sus órdenes
y decretos.
Saben, en fin, que estos monarcas descienden igualmente que tú, de
infinitos reyes, y que bajo de su dominio disfrutan perfectamente sus vasallos
de una paz inalterable; pero como con sus ojos empapados en el ponzoñoso licor
de la ambición, creen coronadas de oro y plata las cimas de las montañas, o a
lo menos, depositados en el interior de aquéllas, interminables tesoros, como
las mismas cabañas de los rústicos e inocentes indianos les parecen repletas de
preciosos metales, y quieren apoderarse de todo y conseguirlo todo; protestan
arruinar aquella desdichada gente y destruir a sus monarcas. La razón nos dieta
--dicen ellos- que éste es un atentado, y la religión nos enseña que es un
sacrilegio, mas no hay otro medio para mitigar nuestra implacable codicia.
Sofóquese pues la humanidad, la religión y la razón, y verifíquense nuestros
designios.
Y al momento empiezan a llover por todas partes la desolación, el
terror y la muerte, bárbaras en todo, hábiles únicamente en apurar y aumentar
la crueldad y la tiranía, arruinar del mismo modo las humildes chozas que los
suntuosos palacios. Por todas partes corren ríos inmensos de sangre inocente;
en todas partes se encuentran millares de cadáveres, desdichadas víctimas de la
ferocidad española.
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