martes, 3 de julio de 2012

Manuel Quintana Y Bernardo De Irigoyen – parte 6

Meses antes, Quintana había salvado milagrosamente la vida al fallar el arma con que el anarquista Salvador Planas y Virella había intentado dispararle mientras se trasladaba en un coche cubierto.

La muerte del presidente provocó múltiples expresiones de pesar, y el doctor Figueroa Alcorta, al despedirlo con palabras que eran una suerte de balance de la existencia del ilustre argentino, manifestó: “Es ésta la primera vez que la república pasa por el doloroso trance de ver desaparecer, arrebatado por la muerte, a su primer magistrado. El doctor Manuel Quintana está ya en compañía de los grandes ciudadanos, consejeros y conductores ilustres que en los últimos tiempos ha perdido el país. No es, pues, extraño, que la impresión de este suceso sea tan intensa y tan grande, como si faltase de pronto el punto de apoyo sobre el cual se desarrollaba la vida nacional; porque no sólo la misión constitucional del presidente, sino la alta significación personal del hombre que la desempeñaba hasta ayer, hace que el consenso público se avenga con dificultad a su ausencia, y que la emoción del vacío más hondo e inconsolable embargue a este pueblo y llene de consternación a los que en diversa forma fueron sus colaboradores en las últimas tareas del gobierno”.

BERNARDO DE IRIGOYEN



Irigoyen, nacido en Buenos Aires el 18 de diciembre de 1822, era hombre de maneras elegantes y afables, y de conducta equilibrada y enérgica. Había recibido en su casa, junto a su padre, Fermín Francisco de Irigoyen, y a su madre, María Loreto de Bustamante, las bases de una educación que amplió en los claustros universitarios, graduándose a los 21 años de doctor en jurisprudencia. Más tarde realizó las prácticas necesarias para ejercer la abogacía y llegó a ser secretario de la Academia de Jurisprudencia, que brindaba esa capacitación a los letrados.
El gobernador y encargado de las relaciones exteriores Juan Manuel de Rosas lo nombró oficial de la legación en Santiago de Chile, cargo en el que trabajó para sostener los derechos argentinos en la Patagonia.
No se circunscribió a esa tarea, ya que puso al servicio de la representación de su país sus conocimientos jurídicos y diplomáticos. A la vez, tomó contacto con varios de los exiliados argentinos adversos a Rosas en la convicción de que los unía, más allá de sus respectivas posiciones políticas, un común amor a la patria y un elevado anhelo de darle instituciones perdurables.

En 1846 pasó a Mendoza, al ser levantada la legación, y permaneció hasta 1851. Allí ejerció el periodismo y contribuyó espontáneamente a la defensa de la ciudad frente al avance de grupos montoneros. A la vez, asesoró al gobierno sobre cuestiones administrativas y constitucionales.

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