domingo, 30 de octubre de 2011

La Revolución del Sud - parte 5

El coronel Rosas hizo volar un chasque a la ciudad para darle cuenta de estas novedades al gobernador, su hermano; y en la madrugada del 3 se puso en marcha sobre Chascomús, al frente del escuadrón de línea del número 6 de su mando, anticipándole al coronel Granada que se le incorporara con la división del sur. Juan Manuel de Rosas dormía tranquilamente en su casa cuando llegaron a la ciudad las primeras noticias de la revolución. Los oficiales de su secretaría Reyes, Rodríguez y Torcida, se hallaban a esa hora en el teatro Argentino. Un empleado les impuso de lo que pasaba y entonces acudieron a su oficina. A medida que llegaban los partes, Reyes se los llevaba a Rosas y éste le decía desde su cama que lo dejase, que estaba bien, y seguía como durmiendo. Esta escena se repitió aún tratándose de pliegos urgentes, Rosas ni dejaba la cama, ni tomaba disposición alguna. (7) ¿Cómo explicarse esta inacción cuando le noticiaban que sus enemigos proclamaban su derrocamiento y su muerte en esa campaña del sur, cuna de su poder y de su influencia?.

La crónica cuenta que el general San Martín, después de la terrible noche de Cancha Rayada, se acostó a dormir al pie de un árbol, o a aparentar que dormía, para contemplar los destinos de América más que nunca comprometidos y que dependían de la fortaleza de su espíritu; y que cuando supo que su ejército re reunía bajo las órdenes de Las Heras, sintió que podía ser todavía obra suya la independencia. En medio de su aparente indiferencia, Rosas contemplaba también perdidas las posiciones del partido que lo había levantado, si por sobre las resistencias armadas de sus enemigos interiores y exteriores, esa revolución del sur tenía realmente las proporciones que le asignaban. Porque si bien es cierto que en robusta opinión debía de apoyarse para vencer todas esas resistencias, como las venció, no lo es menos que ninguna sacudió tanto su espíritu como la de la campaña del sur en 1839. Eran los nobles gauchos del sur, con quienes él había compartido las privaciones, las penas y las rudas fatigas de sus mejores años; de quienes él había sido amigo, protector, todo, durante el largo interregno de las primeras luchas pos la patria, cuando la campaña yacía en completo desamparo, y antes que él hubiese ocupado los diferentes cargos públicos a los cuales ellos mismos lo exaltaron, porque en él cifraban su cariño y su esperanza; eran esos nobles gauchos los que proclamaban su derrocamiento y su muerte!…

Esta idea atormentaba a Rosas. En el fondo de su alma debía de sentir algo como el eco de mil truenos que chocaban con estrépito. Porque él no podía colocarse en actitud de medir la justicia con que sus enemigos lo combatían. El era parte de la contienda, y les imputaba a éstos últimos otro tanto de lo que a él le imputaban. El consideraba el hecho en sí, aislado, desnudo, de la revolución del sur, y lo encontraba monstruoso. El esperó la revolución de parte de los unitarios, que eran sus enemigos irreconciliables desde que ocupó el gobierno, después que aquéllos fusilaron al gobernador Coronel Manuel Dorrego. Per de aquéllos entre quienes él había pasado toda su juventud, consagrado al rudo batallar por la existencia, hasta que le fue dado proporcionarse grandes satisfacciones con su propio esfuerzo, y repartirlas entre cuantos lo rodeaban, y dignificarlos por el trabajo, y hacerse merecedor del agradecimiento, -de los gauchos del sur- ¡jamás! Algo como esa esperanza a que suelen aferrarse ciertos hombres que motivos tienen para contar con el sufragio de los demás; -de que las cosas que les tocan de cerca aparecen peores de lo que son-, brilló en el alma de Rosas en esos momentos de prueba para él. El hecho no era tan monstruoso como a primera vista se le había presentado. No eran los gauchos del sur los que levantaban banderas de muerte contra él. Eran sus enemigos los que arrastraban a los gauchos que de ellos dependían. Y la borrasca que rugía en su pecho se aplacaba entre el dulce vaivén de esta esperanza que acariciaba cuando se resistía a leer los partes que de la revolución le transmitían.

Porque no eran los partes de tal o cual movimiento de fuerzas, lo que Rosas ansiaba leer. El tenía los hilos de la revolución; y por que los tenía había prevenido lo conveniente a los jefes de campaña, distribuyendo armas y buenas caballadas al general Pacheco en el norte; al coronel Rosas en el Azul; al coronel del Valle en el Tandil; al coronel Granada en Tapalqué; al coronel González en el Monte; al coronel Quesada en Mulitas; al coronel Ramírez en Morón; al coronel Aguilera en San Vicente. Todos estos jefes debían estar listos a la primera señal, y lo estuvieron cuando estalló el movimiento en Dolores, como se ve por las notas de todos ellos fechadas a 1, 2 y 3 de noviembre. (8) Lo que Rosas esperaba con ansiedad era una carta de su hermano el coronel Prudencio, en la cual éste debía hacerle saber, tan aproximadamente como lo consiguieran sus partidas destacadas en las principales estancias el sur y el conocimiento que él y sus subalternos tenían de quien las poblaban, el número de gauchos que había engrosado las filas revolucionarias y el modo cómo lo habían verificado. Rosas recibió esta carta al amanecer del día 2 de noviembre, y entonces pudo darse cuenta cabal de la situación. En ella se le decía que en la misma forma conminatoria como se había sacado los peones de sus estancias y de las de los Anchorena, se había procedido en las demás estancias, para reunir poco más de mil gauchos a los planteles que tenían los promotores del movimiento. Rosas vio que su prestigio no estaba quebrado todavía en la campaña, y que plantándose allí podía levantarla en su favor, aun en el caso improbable de que los revolucionarios obtuvieran alguna ventaja sobre las fuerzas que inmediatamente lanzó sobre ellos. A esas mismas horas escribió a su hermano Prudencio diciéndole que una vez que se incorporase la división del sur marchase sobre los revolucionarios; que si los batía, desarmase inmediatamente a todos los paisanos revolucionarios y les ordenase que se dirigieran a sus respectivos domicilios, y en caso contrario que tomase posiciones y esperase las fuerzas que al mando de los coroneles Ramírez, Aguilera y Costa iban a incorporársele.

Entre tanto Castelli, Rico y Crámer, viendo frustradas las esperanzas que tenían en que se les plegarían las fuerzas del gobierno acantonadas en el Azul y en Tapalqué, se propusieron neutralizarlas, ya que no querían comprometer todavía un combate con ellas. Al efecto le hicieron saber por chasque al cacique Catriel, situado con su tribu en Tapalqué, que Rosas había muerto, que en la ciudad había estallado una revolución la cual apoyaban en la campaña las fuerzas de Granada y de del Valle, y que a él no le quedaba otro camino que incorporarse a los que habían tomado las armas para seguridad de todos en la campaña, y a fin de no ser sacrificado por las fuerzas más próximas a él.

Estas noticias produjeron un efecto estupendo en la tribu de Catriel. Los indios se prepararon a vengar la muerte de Rosas a quien amaban; y el cacique le declaró al comandante Echevarría que haría matar a cuantos se le presentasen en los toldos, y que se preparaba para dirigirse al Azul con todos sus indios de pelea porque allí se encontraban los que habían muerto a Rosas. La desesperación de los indios rayaba en locura y no hablaban sino de asesinar y de saquear. A duras penas el comandante Echevarría y el mayor Bustos pudieron aplacarlos diciéndoles que esas noticias eran falsas, y que en breve iban a convencerse de ello porque enviaba un chasque a la ciudad pidiéndole al gobernador que remitiese algunos indios de Tapalqué, que se hallaban en ella, y que hubiesen visto a Rosas.


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