martes, 23 de agosto de 2011

Tangos de los años oscuros - parte 2


Ahora bien, si los tiempos peronistas incidieron indirectamente como un factor de dispersión del tango, los tiempos antiperonistas operaron directamente para destruirlo. Como todo régimen represivo, la Revolución Libertadora instaló en 1955 un clima hostil hacia las manifestaciones culturales en general y populares en particular.
La falta de libertad, la asfixia y el miedo ganaron las calles; poco tiempo después se decretó el estado de sitio y con ello quedaron prohibidas las reuniones de personas y la circulación nocturna. A partir de aquel momento comenzaron a escasear los bailes y se produjo un verdadero efecto dominó que fue determinante para la suerte del tango: se desacopló el circuito de milongas, los clubes y salones debieron reorientar sus actividades, el trabajo para los músicos comenzó a ralearse, las artistas se fueron quedando sin espacios y la mayoría de las grandes orquestas acabó por disolverse.
La divulgación de soportes tecnológicos que permitían suplir a las orquestas por registros fonográficos terminó de completar un círculo fatídico: la típica y la jazz empezaron a poder ser reemplazadas por unos cuantos discos de alta fidelidad.

En 1957 Billy Halley paseó su jopo bermellón por las pantallas de los cines y nada en el mundo volvió a ser igual. El estreno del film Rock around the clock (simpáticamente traducido como Al compás del reloj, o aún Rock alrededor del reloj) conmocionó la escena vernácula e inauguró un par de tenidas que se establecieron en forma de dilema: música propia versus música foránea y música de jóvenes versus música de viejos. Aquellas discusiones destruyeron mucho más de lo que edificaron, sin duda.
Lo cierto es que en esos años de caderas convulsionadas el tango adquirió –en buena medida debido a sus dificultades para abrirse a nuevos horizontes– un carácter simbólico en el que se definían sus antagonistas: “nosotros, los jóvenes, somos lo contrario del tango.” Recibió entonces un triste apelativo que debió cargar como una cruz: pasó a ser una música de viejos.

Por último, sin pretender que la enumeración que aquí se ha hecho agote las causas de la declinación en la popularidad del tango, luego del esplendor nunca es sorpresivo el sosiego. Los talentosos protagonistas de los años dorados elevaron la riqueza artística del tango a alturas difíciles de igualar para quienes sobrevinieron luego. Paradójicamente, el legado de aquella década maravillosa no se transformó tanto en un faro capaz de guiar el entusiasmo de nuevas generaciones como en un guante difícil de recoger.

Enflaquecido, cansado, perdidoso en la contienda dialéctica y mediática, el tango fue replegándose sobre sí mismo y pasó de la presencia vital a la supervivencia desesperada. Los rumores de los años 40 fueron acallándose lentamente, como en un final de fiesta. Sin hacer demasiado ruido, aquel torbellino que convocaba multitudes fue deshilachándose poco a poco. En aquellos años –mientras algunos se aventuraban a extenderle el certificado de defunción y otros no daban abasto con los primeros auxilios– el tango vivió su tiempo más lánguido y sombrío.

Durante el largo período de ostracismo halló refugio en sitios modestos, casas chicas con corazones grandes: pequeñas milongas de barrio urdidas en voz baja, programas de radio conducidos por animadores estoicos y artistas dispuestos a combatir todo pronóstico fueron algunos de los que mantuvieron viva la llama y la condujeron hasta la década del 90 cuando, para sorpresa de propios y extraños, el trabajoso andar del tango adquirió nuevos bríos.

En las mesas de los bailongos, los milongueros no acaban de ponerse de acuerdo sobre las razones del resurgimiento; en la nutrida bibliografía sobre el tema, los historiadores tampoco. Y así están las cosas.


RAMIRO GIGLIOTTI

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