sábado, 6 de agosto de 2011

Historias de la quinta presidencial: en la intimidad del poder


Cambia, todo cambia

La quinta estuvo cerca de convertirse en cenizas: una falla en el montaje del escenario que Juan Carlos Onganía había ordenado construir sobre la enorme pileta para escuchar a Los Cinco Latinos provocó un grave incendio. Onganía –que practicaba polo en los jardines– ordenó ampliar la residencia. Y Alejandro Agustín Lanusse levantó la capilla. Más acá, Fernando de la Rúa encomendó plantar más árboles para que pudiera pasear sin ser advertido; se deshizo de los perros que había traído Carlos Menem y los reemplazó por bambis.

Además, enrejó los canteros para que nadie pisara las flores. Un dirigente sindical, luego volcado a la política, pasaba, bien acompañado, amorosos momentos en la piscina, en tiempos del primer gobierno menemista. Menem, que entre otras cosas ordenó que construyeran canchas de golf, de tenis y de paddle, un gimnasio, un ring, un polígono de tiro, un helipuerto, un quincho, una pajarera y un zoológico para la vasta fauna presidencial –que incluía perros, papagayos, cabras asturianas y ponies–, conocía la situación. Tampoco ignoraba que ese dirigente le usaba su bata de baño.

Isabelita pidió que se construyera una cripta en la capilla para el descanso de los restos de su marido y de Evita. Descanso que interrumpió Alicia Raquel Hartridge, esposa de Jorge Rafael Videla, cuando, pocos meses después del golpe militar del 24 de marzo de 1976, dijo: "De ninguna manera me pienso mudar [a la quinta] hasta que no saquen el cadáver de ésa".
"Ni Prilidiano Pueyrredón, cuando diseñó los bocetos de la casa, ni Carlos Villate Olaguer, cuando dictó su testamento, pudieron imaginar, seguramente, que las 35 hectáreas de Olivos terminarían siendo un espacio ajustable a la medida del capricho presidencial", reflexiona para la Revista la periodista Cynthia Ottaviano, integrante del equipo de "Telenoche investiga", autora de Secretos de alcobas presidenciales (Norma), el libro que reúne las biografías de seis mujeres de presidentes (Mitre, Sarmiento, Yrigoyen, Alfonsín, Menem y Kirchner).

En el capítulo correspondiente a María Lorenza Barreneche, Ottaviano narra cómo la esposa de Raúl Alfonsín, conocida por su discreción y su amor por el hogar, los hijos y los nietos, sufrió su estada en la quinta: "(...) Venía padeciendo desde el principio la pérdida de su intimidad. Además, se sentía inútil; en la quinta presidencial de Olivos no podía hacer nada: cocinaban por ella, lavaban por ella, planchaban por ella (...)".

En noviembre de 1993, en la quinta de Olivos se condimentó el pacto entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín, un acuerdo entre las fuerzas mayoritarias en beneficio de las estructuras partidarias que se terminó de hornear el 13 de diciembre, a pocas cuadras de ahí. También allí, a comienzos de su gobierno, en 2002, el presidente interino Eduardo Duhalde mantuvo su primer contacto telefónico con el entonces director gerente del Fondo Monetario Internacional, Horst Köhler. Según testigos de la escena, entre ellos Oscar Lamberto, por esos días secretario de Hacienda, la charla, de unos treinta minutos, estuvo marcada por el fastidio del presidente. Cuando concluyó el diálogo, Duhalde le preguntó a Lamberto: "¿Qué pensás del acuerdo con el FMI?". Según otra fuente, Duhalde, en realidad, dijo: "A este tipo no me lo banco más... ¿quién se cree que es?".

En los festejos por el final de su gestión, poco antes de pasarle la banda a Néstor Kirchner, hubo empanadas, vino y una generosa picada para ochenta personas. Duhalde era el centro de atención, pero las ovaciones fueron para Lamberto y su esposa, Tati, que ofrecieron una clase magistral de cómo bailar el tango. Dicen quienes esa noche estuvieron allí, en esta residencia que aun conserva sillones fraileros del siglo XVI, arañas de cristales de Baccarat y una mesa de nogal italiano del siglo XVIII, que pocas veces se vio algo tan maravilloso.
Como muchas otras veces, Olivos fue una fiesta.

Jorge Palomar

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