sábado, 23 de julio de 2011

Batalla de la Ciudadela – parte 2

Facundo no tiene más contemplaciones, ni quiere tener ningún trato con los unitarios. A sangre y fuego hay que tratarlos, y la guerra ya nomás, debe ser sin cuartel. Todo ataque ha de iniciarse con el toque de “a degüello”. ¿Quieren rigor? Lo tendrán.

En la madrugada inicia la marcha al frente de su ejército de 4.000 hombres bien armados y mejor disciplinados. En cuanto al general Acha, el entregador Acha, el traidor Acha y el asesino Acha, como con tal repetición lo nombra, en cuanto se lo tome habrá que pasarlo por las armas.

Lamadrid espera a Facundo en la Ciudadela, en las puertas de la ciudad de Tucumán. El 4 de noviembre se avistan los dos ejércitos. Algunas partidas se tirotean. El valiente capitán Soria persigue a una partida de Lamadrid, ésta se “pierde” en un monte de arbustos; Soria detiene la persecución.
Llamado frente a Facundo se explica: paró porque no pudo penetrar entre los árboles. ¿Y cómo pudo penetrar la partida perseguida? “Comandante Argañaraz: fusile a este capitán delante de la tropa”. El rigor no se debe emplear solamente con los enemigos.

Formada la tropa en orden de batalla, Facundo lanza su proclama: Soldados, no hay otro punto de reunión que el campo de batalla. Allí nos debemos encontrar todos ¡todos! De pie o caídos, vencedores o muertos.
Momentos después la artillería de Lamadrid dirigida por el notable artillero Arengreen, comienza a vomitar fuego. En ambos campos redoblan los tambores, hiende el aire las notas de los clarines tocando “al ataque” y “a degüello”, y ocho mil hombres armados se ponen en movimiento.
Las alas de caballería, de uno y otro bando, respingan, se abren, y los cascos golpean furiosamente la tierra como si las castigaran.
El comandante Angel Vicente Peñaloza, seguido de sus gauchos, repite sus hazañas de enlazar a todo galope los cañones enemigos y llevarlos a la rastra hasta su campo, lo que obliga a Arengreen a poner guardias de infantería en cada batería. Facundo y Lamadrid son dos titanes, imposibles de aventajar en valor, ganando la delantera a sus propios escuadrones, con lanza el uno y sable el otro, y abriendo claros terribles a su alrededor.
El valiente y temerario Pantaleón Argañaraz se une con Prudencio Torres y acometen hasta junto mismo a Lamadrid, que ya tiene tres heridas graves. El coronel Ruiz Huidobro, ya no es el elegante oficial de pañuelo perfumado y manos pulidas, sino que es un terrible sableador, aventajando a todos los de su División en el peligro.

Aleccionado por lo que había ocurrido en La Tablada, Facundo no sólo llevó numerosa infantería, sino que antes de iniciarse el combate, se dirigió con un trompa de órdenes hacia el campo enemigo, y ya en su peligrosa aproximación, inspeccionó directamente la formación de Lamadrid.
Cuando las balas picaban las patas mismas de su caballo, volvió grupas y dirigió los regimientos con exacta precisión hasta los puntos vitales del enemigo. A las dos horas de combatir, el ejército de Lamadrid perdió toda formación y comenzó a desbandarse. Sólo su jefe, rodeado de un fuerte escuadrón de caballería quedó haciendo frente en un costado del campo de batalla, mientras en su retaguardia, Barcala procuraba hacer pie firme con sus infantes. Todo fue inútil: la derrota lo destruyó todo.

Del encarnizamiento de la lucha daba muestras la gran cantidad de muertos y heridos. En algunos lugares del campo los cadáveres están encimados, entreverados los de los dos bandos. Los heridos dejan oír sus ayes, mientras unos se arrastran en busca de agua, de alivio, de una mano piadosa que los socorra. Allá, a lo lejos, se oyen aún tiroteos de partidas que no se entregan, galopes de caballos de jinetes que huyen, clarines que suenan con toques de victoria y redobles de tambores que dan desahogo al “tamborero”.

Facundo da las últimas órdenes para que se ponga todo en regla: se atienda a los heridos, improvisándose en carretas, tiendas, y en algunos ranchos, en la forma usual, entonces, se recogen las armas y se atiende la necesidad de la tropa. Al día siguiente Facundo se dirige a la ciudad, donde tiene muchos amigos, por sus vinculaciones comerciales y por haber concurrido allí numerosas veces.

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