viernes, 27 de mayo de 2011

Aniversario del nacimiento de Almafuerte – parte 5


Por regla general, su insistencia, su metálica voz de clarín, tenía éxito en sus reclamos. Ante cualquier cuestionamiento, el "pedigüeño" respondía invariablemente que nunca, jamás, en toda su vida, había pedido algo para él, sino para los pobres. Y era verdad, y por eso lo escuchaban.

El hombre que nunca había pedido nada para él, nunca recibió, tampoco, nada de nadie. En su vejez, se vio obligado a sobrevivir a su extrema miseria en una humilde casita de la calle 66 nº 530 en la ciudad de La Plata, capital de Buenos Aires. Su soledad, la miseria y las privaciones fueron minando su salud, y lentamente se hizo alcohólico. Cayó poco a poco en cada vez más frecuentes crisis depresivas, pero, aún en medio de tanto sufrimiento, sintió el deseo de completar su obra con el único sacrificio que le restaba por ofrendar: la paternidad. El hombre, solo y derrengado, culminó su contribución adoptando cinco niños menesterosos, que, con más autoridad que nadie, le endulzaron los oídos amargos con la palabra "papá", que el viejo poeta jamás había escuchado de boca de nadie.

Pero era el padre de todos. Sarmiento dijo de él una vez: "¿Que le han prohibido enseñar? Pues les notifico que Almafuerte fue quien nos enseñó a enseñar...".

Mientras tanto, Almafuerte se abrigaba, en el intenso frío del invierno, con el único trapo que él deseaba lo envolviera y lo acunara con su contacto... Una vieja y raída bandera argentina.
En 1916 el agotamiento y las horribles privaciones comenzaron a destruir al paladín de los humildes. El agotamiento físico llevó a una esclerosis renal que apagó su vida luminosa como un viento determina la muerte de una llama. El 28 de febrero de 1917, Almafuerte se fue.

Pero no para siempre. Todo lo contrario. Almafuerte vive aún, vive en la fuerza y el nervio de sus versos, en su afán combativo, justiciero, de predicador proscripto, de profeta negado por los poderes pero escuchado por las masas, por la "chusma sagrada", por "sus hijitos".

Yo tuve la tendencia, la costumbre,
de poner mi saliva en las montañas;
pero les dí sin pena mis entrañas,
cada vez que dejaron de ser cumbre.

Cincuenta y siete años después de la muerte de Almafuerte, el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires lo declaró Maestro Honoris Causa, otorgándole por fin el título que nunca tuvo en vida y que se convirtió en su sueño más preciado. Derogó también el decreto que en su juventud le había prohibido continuar con la enseñanza.
Almafuerte vivió la lucha: siendo pacífico, su combate fue contra la injusticia, la exclusión social, la mezquindad humana y la miseria de espíritu. Almafuerte es el primer verdadero poeta social de la Argentina, y acaso uno de los más perfectos:

Comezón de vivir, de ser siempre,
¡de escalar de una vez la montaña!
¿Quién os puso en la sangre? ¿Qué objeto
tendrán los deseos, tendrá la esperanza?

No sólo vivió la lucha, sino que la plasmó en versos como éstos, o como los Siete Sonetos Medicinales, un himno a la refriega, a la voluntad y a la lucha contra la desesperanza.

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