viernes, 27 de mayo de 2011

Aniversario del nacimiento de Almafuerte – parte 4


Había, empero, gente que lo apoyaba. Sarmiento había sido uno. Su amigo, el poeta salteño Joaquín Castellanos, fue otro. A instancias de éste último, Almafuerte fue nombrado Prosecretario de la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires. De inmediato se abocó Almafuerte a la organización del Archivo Histórico de la Legislatura, aprovechando su tiempo libre en escribir su extenso poema Jesús.
Pero su capacidad oratoria lo traicionó, y la política, una vez más, lo dejó de lado. Le quitaron su empleo los deleznables politiqueros de turno:

Los hijos de la Sombra y el Prostíbulo,
mienten la compasión, no se redimen:
nacieron con el síntoma del Crimen,
y el fervor inefable del Patíbulo.
Como la herida que se cierra en falso,
cualquier choque fortuito los encona:
anhelan, como el genio, una corona,
su Hospital, su Presidio y su Cadalso.
Y el Mal es mal: lo mísero, lo inmundo,
lo formado de pústulas y lamas,
debe rodar al centro de las llamas
para salvar de su contagio al mundo.

Con motivo de las elecciones de 1904, Almafuerte pronunció un encendido discurso a favor del candidato Marcos Avellaneda, pero quiso el destino que ganara Quintana. En venganza por haber apoyado al derrotado, el poeta fue destituído de inmediato.

Tú caerás en la sombra; y el Ser Nuevo
no ha de pensar que fue tu desarrollo,
con la suma sapiencia con que un pollo
rompe y olvida la prisión del huevo.

Una vez más Almafuerte se volvió introspectivo, solitario y hosco. Se recluyó a escribir y se desligó totalmente de la política y las funciones públicas, harto de ser tildado de machista y de misógino. Defendiéndose de estas por demás injustas acusaciones, dijo en un discurso en el Teatro Odeón de Buenos Aires, ante una multitud femenina que lo admiraba: "Es ya pública voz y forma que el viejo Almafuerte no amó ni ama a la mujer, pero el viejo Almafuerte carga con esa cruz como con cualquier otra, y hace su jornada sin dar a la calumnia otra respuesta que una vida más ponderada, que un alma mejor, dentro de lo posible y a veces dentro de lo imposible. Porque amé y amo a la mujer en lo sano y en lo limpio...".

Almafuerte sintió por esta época que los únicos que merecían su esfuerzo eran los pobres, los miserables, los enfermos, los ignorantes, y a ellos se volcó de modo definitivo.

Pero la admiración por su poesía era cada vez mayor. Las masas se sentían identificadas con él, con el poeta cultísimo, ampliamente cultivado, capaz de escribir versos técnicamente perfectos y llenos de sangre y de pasión, donde hablaba de él mismo, de ellos, porque era uno de ellos, era pobre de toda pobreza, carente de toda carencia, humilde de toda humildad. Pedro era sanguíneo, fogoso y estaba de su lado. Del lado de él. Del lado de ellos. De nuestro lado.

No me causa pavor, ni me difama,
envolver con mi llanto tu persona:
no soy el Cristo-Dios, que te perdona...
¡Soy un Cristo mejor: soy el que te ama!

Un periodista que presenció algunas lecturas de Almafuerte en un teatro, escribió, veinte años después: "La potencia de exaltación lírica contenida en esos versos, sólo en la voz y en la pujanza del autor podía desencadenarse con semejante expansión tribunalicia. Aquellos versos apostrofaban, condenaban, zaherían, renegaban, enaltecían y despreciaban con una fuerza de pasión verdaderamente conturbadora".

Almafuerte escribió miles de cartas a los poderosos de turno solicitando alimentos, trabajo, vivienda, educación, medicamentos, becas o subsidios para su "chusma sagrada", para sus niños, para los alumnos -muchos de ellos décadas mayores que el poeta- a los que invariablemente llamaba "mis hijitos". Fueron miles, decenas de miles, los "hijitos" de este hombre encerrado, soltero, solitario, olvidado, pobre hasta el último extremo, sujeto a todas las injusticias...

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