lunes, 14 de marzo de 2011

Batalla de Ensenada de las Pulgas - parte 2


Cuando sus aliados lo abandonaron dejándolo librado a sus propias fuerzas, utilizó a sus aventureros e indios para cometer los actos más vituperables e inhumanos que pueda concebir la mente del hombre civilizado, asolando el pueblo del Salto, despedazando las fuerzas de Córdoba y aniquilando las de San Luis por cuyo territorio había de avanzar como un huracán destructor, desde El Morro hasta dar con el Río Quinto y desde allí a la capital puntana, ocupándola como si fuese un guerrero argentino y no un extranjero obligado a respetar las leyes del país; como si fuera un conquistador y no el que se beneficiaba con la hospitalidad tolerante del país que lo había recibido en su desgracia, y como si no estuviera obligado a obedecer a la autoridad en vez de llevársela por delante como lo hacían aquellos que por lo menos combatían dentro de su patria.
De esta manera el revoltoso general chileno, sin cabida en su patria, buscaba realizar el obsesionante plan de repasar la cordillera, derrocar el gobierno de O’Higgins y restablecer a sangre y fuego la dictadura que antes ejerciera con implacable espíritu persecutorio, pues ya no se trataba de vencer a los españoles cuyo dominio había concluido en Chile sino de vengar la muerte de sus hermanos fusilados en Mendoza y de extirpar de cuajo la influencia de sus adversarios políticos.

Luis Franco nos ilustra sobre este período de la trayectoria de Carrera en nuestro suelo patrio: “Cuando los caudillos federales del litoral terminaron desavenidos entre ellos, -dice este ameno e ilustrado escritor- el de Santa Fe se entendió con el de Buenos Aires y Córdoba, contra el “Supremo Entrerriano”. Por ese mismo pacto debía ser entregado o desarmado el otro socio de López y Ramírez, el chileno Carrera, que capitaneaba una pequeña hueste de aventureros y enganchados con la que pensaba invadir Chile.

Cuando le llegaron ecos del Pacto de Benegas, Carrera levantó su campamento dispuesto a intentar la travesía de Melincué a Mendoza. Como precisaba aviarse de recursos para ello, no trepidó en entenderse con los indios ranqueles, sobre la base de facilitarles la toma del pueblo de Salto, cuya guarnición era de 40 hombres, que podía hacer frente a las lanzas pero no a los fusiles; terminó capitulando bajo la condición del respeto a las vidas. La mayoría del vecindario había buscado refugio en el templo del pueblo. Los indios hicieron saltar el portón de entrada a golpes de ancas de caballo y las paredes del recinto sagrado resultaron petisas para contener la marea de la violación, el expolio y el degüello. El mismo Carrera -según el historiador Vicente López-, escribió a su esposa que él había tenido que recoger a dos niñas de dieciocho años y darle su propio lecho esa noche”.

“El éxito de los ranqueles fue como un río salido de cauce, y arrastró todos los despojos que pudo cargar. Y doscientas cincuenta mujeres, sin contar los niños, fueron invitadas a trasladarse a la capital ranquelina, a través de ciento cincuenta leguas de desierto. (“Yanquetruz”, en La Prensa, octubre 9 de 1966).
En Salto, el 4 de diciembre de 1820, Carrera dejó impresa la primera prueba de su bandolerismo sanguinario y brutal. Sobre lo que ocurrió ese día lúgubre para la civilización, podemos decir con el prestigioso y erudito Landaburu: “Renunciamos a describir este cuadro de barbarie. Al producirlo Carrera escribió la página más abominable de su vida, infiriendo la más terrible afrenta a los principios de humanidad y de civilización” (1), duro y lapidario juicio que Ortelli confirma con esta glosa de los escritos del doctor Montes, antiguo y prestigioso vecino de Salto: “Hace larga referencia al bárbaro ataque de 1820, cuando las huestes del cacique Yanquetruz aliado a la fuerza del renegado general chileno José Miguel Carrera, echa abajo las puertas de la iglesia, saca de allí a numerosa mujeres (incluso a una ascendiente del Dr. Montes)”. A unas las violan allí mismo, a otras las llevan consigo. (2)
“Una vez que hubo cometido este crimen atroz inició, la correría más salvaje y sangrienta que registran los fastos argentinos. Ni Atila en las Galías. Ni Tamerlán en las llanuras del Asia, movieron sus legiones bárbaras con tan raudo paso como la vertiginosa rapidez con que el jefe chileno empujó su horda de facinerosos al encuentro del enemigo, buscando romper a sangre y fuego el valladar infranqueable que habría de oponerse a su fatal destino”.
Del Salto se dirigió a la provincia de Córdoba sorprendiendo en Chaján a las fuerzas de Bustos y batiéndolas y dispersándolas totalmente el 5 de marzo de 1821, se aproximó a la ciudad capital de la provincia sin atreverse a llevarle un ataque para tomarla por asalto. De ahí retrocedió e internándose en la provincia de San Luis, pasó como una exhalación por el Morro rumbo a la capital puntana. Al llegar al paraje “Ensenada de Las Pulgas” (3), sobre la margen derecha del Río Quinto, libró un nuevo combate en el que por segunda vez puso de relieve su índole de caudillo sanguinario y despiadado. (4)

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