miércoles, 20 de octubre de 2010

José Ingenieros y el "contrabando de ideas" en vísperas de la Revolución de Mayo - parte 2


Contrabando de ideas

Por reales órdenes dictadas a fines del siglo XVIII, habíase restablecido el tráfico de negros en Buenos Aires, concediéndose, a los buques extranjeros que lo practicaban, la franquicia de cargar al regreso frutos del país. Esta circunstancia aumentó singularmente las facilidades de intercambio con gentes europeas, entrando y saliendo por el Río de la Plata muchas más cosas y personas de las que se suponía y aconsejaba la prudencia. Fue entonces el resentimiento administrativo de la facción monopolista, ya que todo el comercio pudo perfeccionar su vieja maña del contrabando que tanto alteraba a las autoridades de Lima contra los mercaderes de Buenos Aires. No había error en afirmar que este puerto, en vísperas de la independencia, era una colonia de contrabandistas; de la meteduría lucraban desde los virreyes hasta los esclavos, y todos con perjuicio del erario. Había dejado de ser un delito lo que era un modo de vivir general: España no comprendió que la libertad de comercio (la verdadera, no la restringida que estableció Ceballos) hubiera sido la simple sanción legal de una situación de hecho.
Otras aduanas –las espirituales- tenía en América el gobierno español; y contra ellas se organizó otro contrabando, no menos sistemático. Las rigurosas restricciones a la introducción de libros prohibidos eran violadas; la herejía se filtraba por los innumerables resquicios del desvencijado armazón colonial. Notorio y grande sería el abuso, pues en agosto de 1785 fue necesario dictar una Real Orden “mandando recoger y quemar ciertos libros que circulaban en exceso: el Belisario de Marmontel, las obras de Montesquieu, Luiguet, Raynal, Maquiavelo, M. Legros y la Enciclopedia, que están prohibidos por el santo oficio de la inquisición y por el estado; que se tomen todas las medidas para impedir la introducción en el reino de semejantes libros y todos los demás que están prohibidos, y que con la prudencia y discreción conveniente se corrija a quien esté sindicado del uso de dichos libros”. Se obedeció totalmente, y sólo en mínima parte se cumplió, como de costumbre.
Los libros prohibidos por la Inquisición no eran perseguidos en Buenos Aires; la Enciclopedia pasó, como todo, de contrabando. En los mismos fardos que contrabandeaban mercaderías, comenzó el contrabando de las ideas que luego darían en tierra con el espíritu hispano-colonial; mientras los profesores de Monserrat y de San Carlos dictaban disparates en latín, los alumnos leían libros franceses que evidenciaban el candoroso atraso de sus maestros. Buenos Aires era la puerta por donde la herejía entraba a minar las bases del absolutismo político y del dogmatismo religioso.
Desde fines del virreinato de Vértiz había arreciado ese contrabando de libros prohibidos; era de buen tono mencionar y haber leído algún fruto vedado. Junto a las bibliotecas considerables de Maciel, Azamor y Rospigliosi, contábanse varias colecciones particulares, pequeñas en número, pero peligrosas por su calidad, disimulada bajo los falsos rótulos de la literatura consentida por las autoridades.
Ya hemos visto cómo un hermano del futuro virrey Liniers circulaba, en 1790, papeles de la Revolución Francesa, que de alguna manera le llegaban; en otras ciudades el exceso fue más culpable, hasta imprimirse en Bogotá (1794) una edición clandestina de la “Declaración de los Derechos del Hombre”, traducida por el patriota Antonio Nariño.

Fuente: José Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas, Libro I, La Revolución, Talleres Gráficos Argentinos, Buenos Aires, 1918, págs. 136-142.

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