martes, 27 de abril de 2010

El espejo lejano del primer Centenario - parte 3


La Argentina de hoy
La última dictadura militar potenció al extremo los conflictos y las malas pasiones de aquella Argentina. A la vez, su manera de enfrentarlos inició la construcción de la nueva Argentina, la que hoy nos toca vivir. Se trata de una Argentina decadente. En las últimas tres décadas el país cambió completamente. Se destruyó su antigua economía, ciertamente ineficaz, pero el surgimiento de lo nuevo apenas se vislumbra. La consecuencia ha sido un empobrecimiento general y una formidable redistribución regresiva del ingreso. En la gran transformación hubo algunos grandes beneficiados y una masa de afectados, sumergidos en la desocupación y en la miseria. Hoy la sociedad argentina está fragmentada, segmentada y cada vez pesan menos las clases medias que supieron caracterizarla.
En ese contexto social, tan poco adecuado para la formación de ciudadanos y de ciudadanía, la Argentina hizo su intento más sistemático y voluntarioso de construcción de una democracia republicana, como nunca conoció anteriormente: liberal, pluralista, republicana, basada en la ley, los derechos humanos y la discusión racional. Esa fue la ilusión de 1983. En la democracia realmente existente que tenemos desde los noventa llama la atención la reaparición de modelos de gestión política y estatal familiares en otras épocas. La democracia republicana se ha ido convirtiendo cada vez más en una democracia delegativa, según la fórmula de Guillermo O'Donnell. También reaparece el argumento plebiscitario –aunque las plazas unánimes y espontáneas sean raras– y junto con él, la execración del otro. Finalmente, reaparece una figura mucho más antigua: la de los gobiernos electores, que combinando presión y dádivas pueden construir los resultados comiciales.
Pero la clave está en el Estado. La reforma estatal se viene desarrollando sin solución de continuidad desde 1976, con la sola excepción de los años de Alfonsín. Consistió casi exclusivamente en destruirlo, con justificaciones tanto liberales como estatistas. Para achicar el déficit, se redujeron sus funciones sociales, como la educación, la salud y la seguridad, agudizando la pobreza. Para beneficiar a los más fuertes –los ganadores de la gran crisis– se redujo al mínimo su capacidad de control, achicando o destruyendo oficinas estatales. Pero se mantuvieron las prácticas prebendarias, que permanecen, aunque los beneficiarios se van alternando. El resultado ha sido un Estado incapacitado de desarrollar políticas sostenidas. Para quienes lo gobiernan, es hoy como un automóvil sin acelerador, freno ni volante; una herramienta inservible y hasta peligrosa que como un televisor viejo, sólo funciona con golpes de autoridad, de resultados imprevisibles.
Un balance

En 2001 se produjo una espectacular crisis, y después tuvimos una inesperada ola de prosperidad. Esta no ha concurrido a disolver el núcleo de miseria, que ya crece con lógica propia. Allí está la base de una sociedad escindida en dos mundos, que viven un conflicto cotidianamente escenificado en las calles. Si esto puede revertirse, sólo lo puede hacer el Estado.

¿Qué estado? ¿Con qué régimen político? ¿En nombre de qué nación? En torno de estas cuestiones se plantean los desafíos del Bicentenario. Algo va quedando claro: en lugar del consenso amplio de 1983, hay frente a cada cuestión dos opciones, más o menos claramente planteadas. Respecto de la República, para unos es un estorbo, y la solución está en achicarla y concentrar el poder en su vértice, apelando a la eficiencia y la legitimidad plebiscitaria. Para otros, el problema está en la discusión, la negociación y la elaboración de proyectos colectivos, lo que requiere fortalecer la Justicia y el Congreso.

Estos también sostienen que es necesario reconstruir el Estado. Liberarlo de la colonización corporativa y las prácticas prebendarias. Devolverle su potencia, dotarlo de las agencias que lo conviertan en maquinaria eficaz de las directivas del gobierno. Esta propuesta no tiene objetores de fondo sino enemigos de retaguardia, solapados. Son los que corrompen la porción del Estado que les afecta, mediante el prebendarismo o el clientelismo político. O los que destruyen las agencias molestas, las pocas que sobrevivieron a los vendavales de la dictadura y de los noventa.

Sin desconocer la importancia de la cuestión republicana, diría que el meollo del desafío de la hora está en la reconstrucción de un Estado capaz de pensar políticas estatales o políticas nacionales. Un Estado como el que tenían los hombres del Centenario, aunque ciertamente los problemas que ellos enfrentaban eran mucho más sencillos. Esa me parece la lección que se desprende de mirar la Argentina del Bicentenario en el espejo, hoy un poco lejano, de su primer Centenario.

Por: Luis Alberto Romero
http://www.revistaenie.clarin.com

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