martes, 27 de abril de 2010

El espejo lejano del primer Centenario - parte 2




El Bicentenario

Ubicados en el Bicentenario, es difícil trazar un balance único. En el siglo hubo dos Argentinas diferentes, separadas por la profunda brecha de los años setenta. Una, próspera, integrada y conflictiva; la otra, empobrecida, segmentada pero que, paradójicamente, intentaba construir una democracia republicana.
Veamos la primera. Muchos la conocimos, pero ya no existe más. Hasta los años setenta, la Argentina fue vital y conflictiva. Tuvo una economía relativamente próspera, capaz por ejemplo de asegurar un empleo a los sucesivos contingentes migratorios. Su sociedad fue dinámica, móvil e integrativa, y en general los hijos estuvieron mejor que los padres, ya fuera en educación, en empleos e ingresos.
También fue una sociedad conflictiva. Algunos de esos conflictos tuvieron que ver con el acelerado proceso de incorporación social, como ocurrió en el origen del peronismo. Otros, en cambio, se explican por las características del Estado y su relación con las diferentes corporaciones de intereses.

Aquella Argentina tuvo un Estado activo y potente, que intervino de manera creciente para regular y arbitrar en los conflictos de una sociedad cada vez más compleja. Al hacerlo, desarrolló también una gran capacidad para conceder franquicias, privilegios o, lisa y llanamente, prebendas.
Una característica de aquella sociedad fue que cada uno –obrero, empresario, profesional, docente, sacerdote o militar– trató de encuadrarse en una corporación, aguerrida y combatiente, para arrancar al Estado algún privilegio o beneficio especial. En ese diálogo, el Estado potente fue progresivamente colonizado por las corporaciones, perdió su autonomía y se convirtió en el campo de combate y a la vez en su botín, hasta llegar al paroxismo de los tempranos años setenta.

Con respecto a la república y a la democracia, la sociedad integrada y móvil produjo una ciudadanía informada, activa y participativa, que protagonizó en la primera mitad del siglo XX dos ciclos definidamente democráticos: el radical y el peronista. En los dos casos se trató de una cierta variedad de democracia: de líder, plebiscitaria, fuertemente unanimista y escasamente republicana.
Tanto el radicalismo como el peronismo se presentaron como la expresión de la nación y el pueblo. El presidente, depositario de la voluntad del pueblo, no se consideraba atado por los otros poderes de la república. Los adversarios del movimiento eran, en realidad, enemigos del pueblo y de la nación. Uno de los resultados de esta práctica democrática singular fue una vida política facciosa, intolerante e inestable.
Los militares aprovecharon los conflictos de la democracia para proponer la alternativa de la dictadura, de formas cada vez más terribles.

Uno de los productos más característicos de la Argentina vital fue un nacionalismo robusto y aguerrido, construido sobre la idea de la unidad y la homogeneidad de una nación, que sin embargo debía ser definida.
Quien impusiera su definición del ser nacional podía decidir quién pertenecía auténticamente y quién quedaba en los márgenes de la nación. La tarea convocó a poderosos enunciadores: el Ejército, la Iglesia católica, las fuerzas políticas nacionales y populares. Cada uno tuvo su idea de la nación, pero todas tenían ese rasgo común de la exclusión del otro, y entre todas dieron forma a un nacionalismo agresivo e intolerante, soberbio y paranoico. Su expresión más terrible fue la guerra de Malvinas, en 1982, y la multitud congregada en la plaza de Mayo, aclamando al dictador nacionalista.
Por: Luis Alberto Romero
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