lunes, 26 de abril de 2010

El espejo lejano del primer Centenario - parte 1


En 1910 parecían distantes las guerras civiles y existía confianza en un Estado sólido, capaz de conducir y dirimir conflictos. Luis Alberto Romero analiza comparativamente el país actual y fija la reconstrucción del Estado como meta.

Por: Luis Alberto Romero


Como todos los grandes aniversarios, los Centenarios provocan en los ciudadanos una pregunta y un desafío: qué hicimos y qué podemos hacer. Para el historiador, son además momentos privilegiados para comparar cómo han cambiado las miradas de la sociedad sobre sí misma. Frente al espejo del Centenario aparecen sus valores, sus balances y sus expectativas. Ciudadano e historiador, quiero tratar de entender cómo se miraban en su espejo los argentinos de 1910 y compararlo con nuestras miradas de hoy. Voy a centrarme en tres cuestiones: el Estado, la República y la Nación. Me temo que la comparación no ha de ser alentadora.
La mirada del Centenario

Coloquémonos primero en 1910. Fue el momento de un balance maduro, con mucho optimismo, pero también con dudas y temores. Los optimistas veían en el siglo transcurrido la progresiva realización de un logro magnífico. Parecían lejanas las luchas por la construcción del Estado: las guerras civiles, que jalonadas por pactos efímeros, se prolongaron hasta 1880.
En 1910 el Estado estaba sólidamente afirmado, no había guerras interiores, las fronteras estaban definidas, y sus principales instituciones –el ejército, la escuela pública, el correo, entre otras– funcionaban eficientemente. A través de ellas el Estado pudo modelar un país pujante, impulsado por la inmigración, el crecimiento agrario y el comercio exterior. Era una época de confianza en la capacidad del Estado para dirigir y orientar todo, e inclusive para regular los conflictos.
Desde 1810 nadie dudó de que la Argentina sería una república, pero construir sus instituciones fue tarea ardua. A mediados de siglo, Alberdi habló de una "república posible", con instituciones fuertes, amplias libertades y pocos ciudadanos. Faltaba la democracia, que completaría la "república verdadera", y hacia allí marchó la ley electoral de 1912, la ley Sáenz Peña, producto legítimo del reformismo del Centenario.
PROSPERIDAD. En 1910, hay confianza en lo que depara el futuro a la República. En la foto, la terraza del Tea Room de Gath & Chaves.
Tampoco había dudas en el Centenario de que la Argentina era ya una nación. Bartolomé Mitre dijo que lo era desde 1810, pero eso no era completamente exacto. La nación, concebida gradualmente por intelectuales y políticos, sólo arraigó en las conciencias cuando el Estado la hizo suya, y le dio forma y contenido. La tarea era complicada en el escenario babélico de la inmigración masiva. Pero en 1910 estaban sentadas las bases de una nacionalidad, gracias sobre todo a la tenaz acción de la escuela pública. La nacionalidad de 1910 era plural, tolerante y liberal, no excluía a nadie y ponía en primer término las ideas de ley y patria.

A los pesimistas les preocupaba, en primer lugar, la cuestión social, es decir, el desarrollo de la conflictividad laboral. Algunos creyeron que sólo era posible la represión, pero la mayoría confió en las reformas, por ejemplo un Código del Trabajo que legalizara y regulara la acción sindical. También los preocupaba que la nacionalidad fuera insuficiente y querían reforzar la conciencia y la unidad del llamado ser nacional, lo que originó inacabables discusiones sobre su definición.
Optimistas y pesimistas expresaban dos perspectivas que, aunque opuestas, tenían un punto de coincidencia: la posibilidad de la reforma, del mejoramiento de una realidad perfectible, y la confianza en la potencia de quien podía realizar esas reformas: el Estado.

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