jueves, 3 de septiembre de 2009

Los silenciados - parte 2


Jauretche es jacobino, yrigoyenista, gauchi-político, montonero y post-peronista. Es el Pierre Bourdieu argentino, agudo estudioso de las “distinciones culturales” pero con un idioma de fogón y payada. Se da a conocer públicamente con su poema “Paso de los Libres”, a la sazón prologado por Borges en 1933. Se trata de uno de los más ajetreados y polémicos prólogos de la historia del prologuismo argentino. Publicista de pura cepa, Jauretche sacará de su galera modernista y criollista las consignas de Forja. Disentirá también con Perón y tendrá su hora más gloriosa con los libros que comienza a publicar a fines de la década del ’50, donde relucen los aún hoy mentados tratados sobre las zonceras y el medio pelo argentino.

Menos partidario que Scalabrini de las teologías laicas de salvación social, Jauretche nunca se consideró un “silenciado”, aunque tiene un lado echeverriano –con mucha más gauchesca, evidentemente– que se revela en su recóndito deseo de escribir las “palabras simbólicas” del resurgimiento de una “joven Argentina” industrializada. Adversario de La Nación –como David Viñas, que en eso es también un yrigoyenista de izquierda–, Jauretche elaborará una mitología literaria de duelista y juglar plebeyo. Aceptó su destino sin quejas y siempre recordó el fusil que empuñó en Paso de los Libres. Alguien quiso reconciliarlo con Borges en un encuentro en el bar Castelar, de Córdoba y Esmeralda. No pudo ser, eran hijos perseverantes de sus propios fantasmas.

Con Manzi y Discépolo hay menos dilemas. Es claro que ambos nunca cesan en su reinado sobre la misma Buenos Aires “que está sola y espera”. Manzi tiene mucho de Rubén Darío –bastante se ha dicho sobre esto– y el tango “Sur” no deja de ser una escalofriante traducción de la refutación borgeana del tiempo. Discepolín es una suerte de pervertido monje medieval, autor de una inconsolable teología negativa en la forma de grandiosa plegaria maldita. Su personaje “Mordisquito” –de honda actualidad– es una pieza maestra de su encuentro con un peronismo que aún no sospechaba la derrota.

Ninguno de los dos se consideraban silenciados y, aunque también cultivaban, sobre todo Manzi, innumerables recelos contra las empresas culturales “cuyo guardaespaldas era el general Mitre”, eran autores de letras que se sostenían en los oscuros destinos amorosos, en una grave desesperación existencial y en la vida errante de la ciudad nostálgica.

De los cuatro nombres mencionados en el discurso de la Presidenta no podría decirse otra cosa de que son hijos notorios y bien reconocidos de su época. Si bien no son acallados, se entiende lo que se quiere decir cuando se recoge el gran simbolismo de que actuaron intentando bucear en los pensamientos del subsuelo. Se trata de ese mundo “invisible” del yacimiento recóndito de las poéticas de transformación social, a las que alude toda utopía. Y a la utopía le gusta siempre sentirse ante el peligro del silencio.

Jauretche descubre las pepitas de un venerable refranero épico; Manzi explora los límites difusos entre los suburbios y la ciudad de manera lírica, no sociológica ni histórica; Discépolo desciende al núcleo de ludibrio y ultraje que quizá permitiría luego pensar una vida renovada y Scalabrini pone en relación la idea del submundo invisible que resurge, con una teoría económica crítica de la subordinación nacional. En cambio, obras de época que tuvieron gran vigencia y hoy están olvidadas podrían ser las de Eduardo Mallea y la de Manuel Gálvez, el primero hacia los años ‘40, héroe literario del diario La Nación que explora el sonambulismo interior de personajes desarraigados, y el otro, un escritor popular que recorrerá varios géneros masivos, la novela histórica, la biografía novelada, la novela naturalista evangélica y el ensayo social.

El de Gálvez es un testimonialismo que conserva algunos signos de la derecha católica y otros de populismo piadoso, con una pizca de Zola. Scalabrini conseguirá desarrollar caracterologías que están en ambos, en Gálvez y en Mallea, pero lo hace con la mayor gracia literaria que le permitirá su espíritu abierto, no confesional por un lado, modernista por otro. Trasciende porque su materia se asocia a un legendario llamado a plasmar en resarcimiento social las vigilias nacionales. La hipótesis del “silenciamiento” se refería más bien a una redención colectiva de un tiempo apenas intuido, que vendría sin ataduras, antes que a una inquisición que lo hubiera condenado.

Por Horacio González *
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
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