¿Han sido Scalabrini Ortiz, Jauretche, Discépolo y Manzi intelectuales y artistas silenciados? La afirmación de la Presidenta, en su discurso en la Biblioteca Nacional, fue criticada con esa saña habitual que hace pasar a primer plano una rara ironía, que más que eso es odio. Un odio, diríamos, que finalmente devora la ironía. Sin embargo, el tema permite un debate realmente importante. Si exceptuamos los “proscriptos” del siglo XIX, que tuvieron una voz tanto más poderosa cuando se lanzaron al exilio montevideano o chileno, la cuestión del “silenciamiento” debe datar de la decisión que dice tomar Scalabrini Ortiz a comienzos de los años ’30. Ahí decide, figuradamente, “suicidarse” luego del premio que recibe por El hombre que está solo y espera. Escribe algo en torno de los “intelectuales del régimen”, festejados por la gran prensa, que los adula para evitar que se estudien los verdaderos problemas argentinos. Proclama que evitará para él ese destino. Quería decir que ya no estaría disponible para los diarios señoriales y que, en adelante, investigaría los “dramas invisibles” del país. No esperaba otra cosa, entonces, que un “silenciamiento” impuesto por la prensa tradicional.
El tema del silenciamiento todo le debe al ensueño del propio Scalabrini. En contrapartida, bajo una consigna de retiro espiritual, desplegaría la vocación de explorar el “subsuelo de la nación”. Se convertiría en un buscador de las gemas ocultas de verdades que yacían en las penumbras de la historia. Un investigador así debía esperar el ataque de los grandes medios, el aislamiento por parte del aparato de conmemoraciones oficiales y la sistemática denigración de las usinas generadoras de prestigio cultural. De esta constancia, de estos grandes mitos, se nutría su épica personal.
La leyenda eminente que construye Scalabrini se refiere así a un intelectual que se retira proféticamente de una escena falseada y retorna con un manojo de verdades potentes. Poco a poco, éstas debían expandirse en una parábola de redención. Esta gran alegoría fue tomada por los jóvenes militantes de décadas pasadas y aún pervive. La Presidenta la recibe de ese modo, en sus años de militancia estudiantil. Desde luego, Scalabrini nunca pasó inadvertido, fundó numerosas revistas y participó de la vasta publicística del grupo Forja, que partía precisamente del antagonismo entre los intelectuales resistentes, al margen del sistema de aprobaciones autorizado y la “cultura colonizada”, que es efectivamente dominadora. Pero se revelaba “falsa, toda falsa”, como él mismo había escrito. Su caso, sin embargo, es el ejemplo de una biografía triunfal. No se llevó bien con Perón y, de hecho, el comienzo de su nombradía ante un público más vasto lo obtiene menos con sus grandes libros sobre los ferrocarriles y el imperialismo inglés –escritos entre fines de los años ’30 y comienzos de los ’40– que con la publicística forjista, primero, y luego con los grandes artículos de la revista frondicista Qué.
Scalabrini siempre mantuvo la idea de que el intelectual crítico es un “proscripto”. Se da el lujo de rechazar una delegación cultural que deseaba conferirle Perón desde el exilio. Además publicará Perón un libro con su firma, pero su médula eran los artículos scalabrinianos. Rara fusión político-literaria en la historia cultural argentina. La carrera de Scalabrini es la coronación laica de lo que llamaríamos la saga del intelectual sacrificial argentino, que arraiga en la metafísica de la soledad y, a la vez, en la teoría crítica del imperialismo. Tiene estirpe lugoniana. Mantiene una ética de la aflicción y se niega al reconocimiento del Estado. Pero grandes avenidas llevan hoy el nombre tanto de Lugones como de Scalabrini.
Por Horacio González *
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
http://www.pagina12.com.arLa leyenda eminente que construye Scalabrini se refiere así a un intelectual que se retira proféticamente de una escena falseada y retorna con un manojo de verdades potentes. Poco a poco, éstas debían expandirse en una parábola de redención. Esta gran alegoría fue tomada por los jóvenes militantes de décadas pasadas y aún pervive. La Presidenta la recibe de ese modo, en sus años de militancia estudiantil. Desde luego, Scalabrini nunca pasó inadvertido, fundó numerosas revistas y participó de la vasta publicística del grupo Forja, que partía precisamente del antagonismo entre los intelectuales resistentes, al margen del sistema de aprobaciones autorizado y la “cultura colonizada”, que es efectivamente dominadora. Pero se revelaba “falsa, toda falsa”, como él mismo había escrito. Su caso, sin embargo, es el ejemplo de una biografía triunfal. No se llevó bien con Perón y, de hecho, el comienzo de su nombradía ante un público más vasto lo obtiene menos con sus grandes libros sobre los ferrocarriles y el imperialismo inglés –escritos entre fines de los años ’30 y comienzos de los ’40– que con la publicística forjista, primero, y luego con los grandes artículos de la revista frondicista Qué.
Scalabrini siempre mantuvo la idea de que el intelectual crítico es un “proscripto”. Se da el lujo de rechazar una delegación cultural que deseaba conferirle Perón desde el exilio. Además publicará Perón un libro con su firma, pero su médula eran los artículos scalabrinianos. Rara fusión político-literaria en la historia cultural argentina. La carrera de Scalabrini es la coronación laica de lo que llamaríamos la saga del intelectual sacrificial argentino, que arraiga en la metafísica de la soledad y, a la vez, en la teoría crítica del imperialismo. Tiene estirpe lugoniana. Mantiene una ética de la aflicción y se niega al reconocimiento del Estado. Pero grandes avenidas llevan hoy el nombre tanto de Lugones como de Scalabrini.
Por Horacio González *
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
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