Sobresale en el barrio de
chalecitos y fábricas. Las construcciones de poca altura que la rodean
potencian su impactante porte. Todos la llaman Torre
Ader, pero fue bautizada como Torre
de la Independencia. Ubicada en el corazón de Villa Adelina, es una de
las joyas del Partido de Vicente López. “Siempre fue una gran incógnita”,
reconoce la antropóloga Alicia
Irene Rebollar, quien, desde hace décadas, investiga la historia de este
emblemático monumento, una de las curiosidades que depara el inabarcable
conurbano bonaerense.
A unas cuadras antes de llegar,
ya se la ve emergiendo entre los techos de tejas y la frondosa arboleda. Y en
esa primera mirada es imposible que no aparezca la comparación con ese otro
ícono porteño que es la denominada Torre
de los Ingleses, formalmente rotulada como Torre Monumental,
emplazada frente a las barrancas de la plaza San Martín y de la estación
Retiro. No falta quien afirme que la de Villa Adelina llegó para copiarse,
aunque tal cosa no sea veraz.
“No se sabe muy bien por qué se
construyó, aunque circulan algunas ideas. Lo
cierto es que fue proyectada por don Bernardo Ader, quien era el
propietario de estas tierras, junto a su hijo”, explica Rebollar.
El singular atalaya pertenece al
área de la Secretaría de Cultura del Municipio de Vicente López. Este símbolo
inequívoco de Villa Adelina se encuentra en inmejorable estado de conservación
y mantenimiento y puede ser visitado libremente. Para los que se atreven a los
217 escalones del mármol de una escalera coqueta que serpentea el interior, la panorámica a 42,3 metros de
altura es imperdible. Desde lo alto se divisa todo el Partido de
Vicente López y buena parte del conurbano y la zona norte de la Ciudad de
Buenos Aires. Desafiando a las construcciones que emergieron en las últimas
tres décadas, desde el mirador aún pueden observarse algunos tramos de la costa
del Río de la Plata.
Además de ser un sitio de interés
patrimonial, en el lugar funciona el Archivo Histórico Municipal, cuyo
coordinador es Eduardo Rodríguez,
un enamorado de la torre, quien recibe a LA
NACION con el esmero de quien abre las puertas de su casa. En este caso, una casa que luce
radiante, lustrosa y brillante.
A la edificación la rodea un
jardín circular, espacio que es utilizado para la realización de conciertos o
proyección de películas, siempre con ingreso libre para los vecinos. La
escalera doble que lleva hasta el foyer anticipa el estilo elegante de la
construcción.
Tocar el cielo
Luego de hacer pie en el foyer de
planta baja, donde una gigantografía da cuenta de la historia de la
torre, una escalera pegada a las paredes se elevará más de cuarenta metros
en busca del punto más alto de la construcción.
Los peldaños de mármol y una
baranda de exquisita herrería son enmarcados por paredes de un blanco acético
que albergan imágenes históricas de Vicente López. A pesar de la protección,
algo de vértigo aparece si se observa hacia abajo.
En lo más alto, un mirador
de 360 grados recibe a los visitantes. Desde allí, se puede observar
la parte más alta de la torre y su trabajada arquitectura. Aunque los ojos
rápidamente se pierden en la inmensidad del Conurbano y de la Ciudad de Buenos
Aires. La torre de gas de
Avenida de los Constituyentes y General Paz, Campo de Mayo, los
edificios más altos de la localidad de Tigre, las torres que surcan el bajo y hasta la torre del
Parque de la Ciudad, ubicado en Villa Soldati, emergen ante el ojo atento. La
vista es imponente, la frutilla del postre al esfuerzo de alcanzar la cima
tracción a sangre.
Ader, el benefactor
“Bernardo Ader fue un inmigrante
francés que llegó en 1860 a la Argentina, proveniente de la zona de los
Pirineos. Se dijo que su inmigración se debió a apremios económicos, pero
también es posible que fuera un joven que buscara un poco más de libertad, teniendo
en cuenta que venía de una sociedad patriarcal y con un sistema bastante
opresivo. Más allá de los fundamentos de la Revolución Francesa, la gente vivía en un sistema social y
familiar muy conservador. En cambio, en América, se vivía de manera
mucho más libre, con mayor iniciativa”, sostiene Alicia Rebollar, quien es
autora del minucioso ensayo La Torre Ader erguida entre
fábricas y chalecitos.
Antes de la llegada de Ader al
puerto porteño, ya habían llegado a estas latitudes su hermana y el esposo de
ella, de apellido Bieckiert, quien se convertiría en el fundador de la famosa
cerveza que convirtió a su nombre en una marca. Años después, ya instalado en
Buenos Aires, Ader contraería enlace con una prima de su cuñado, de manera tal
que las familias quedaron estrechamente unidas.
Los Ader, que eran grandes
terratenientes, compraron las tierras de la zona donde se emplaza la torre
hasta llegar a un total de 300 hectáreas, que abarcaban amplios sectores de los
actuales partidos de Vicente López, San Martín y San Isidro. Hasta 1890, las
tierras estaban a nombre de Bieckert, quien decidió cerrar su cervecería,
vislumbrando una profunda crisis económica del país, y regresar a Francia. En
ese contexto, delega sus negocios en Ader, quien, a su vez, se dedicaba a la
importación de muebles franceses, muy del gusto de la aristocracia argentina de
ese tiempo.
“Se calcula que se comenzó a
construir en 1912 y 1913, pero se inauguró recién en 1917. No hay nada
demasiado documentado, pero una obra de esta envergadura tomaba su tiempo. El
expediente de construcción se presentó ante la municipalidad en 1916. Esta
era una zona de quinteros y floricultores, así que la construcción de la torre
rodeada de campos llamó mucho la atención”, explica la investigadora. Desde
1909, la desolada inmensidad ya estaba conectada con Buenos Aires por el actual
Ferrocarril Belgrano.
De las 300 hectáreas, don
Bernardo Ader se reserva diez hectáreas para el uso familiar. En esa porción
del terreno se construyó la vivienda particular, aunque había otras ideas en
danza. La antropóloga Rebellar explica que “la idea era construir un castillo,
para uso residencial, con una torre adosada”. “Sin embargo, la casa no se llega
a hacer porque Eduardo y Enrique, los dos hijos varones de Ader, fallecieron en
1908, con una diferencia de 24 días, como consecuencia de haber contraído
tuberculosis”. Ader iba a concretar la construcción de la torre ayudado por uno
de sus hijos fallecidos, un avanzado estudiante de ingeniería. El empresario y
su esposa conocían el dolor innombrable que significa la muerte de un hijo, ya
que, tiempo atrás, Juanita, la pequeña hija de ambos, también había
fallecido producto de la difteria. Ana, una cuarta hija del matrimonio,
sobrevivió y permitió la continuidad del apellido. En 1911, luego de un
prolongado tiempo de luto y depresión, Bernardo Ader retoma la idea de la
torre. Finalmente, el proyecto es encargado a la empresa Artaza y Marino.
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