La Argentina
agroexportadora, sustentada en una economía abierta, conforma —hacia
1880— su mercado y su Estado nacional. Por entonces, es un país receptor
de capitales externos y de inmigración masiva (italianos y españoles
preferentemente) que provee la mano de obra abundante y barata para
la transformación agraria y que —al mismo tiempo— impulsa un proceso
de urbanización creciente. Se desdibuja el perfil criollo del país y
la gran aldea da paso a las diversas manifestaciones de esta Argentina
moderna, que conserva toda su vigencia hacia comienzos del siglo XX.
La población ronda entonces los 4.600.000 habitantes; aproximadamente
una cuarta parte de ella se concentra en la Capital Federal. Entre
1895 y 1905 el crecimiento vegetativo de la ciudad de Buenos Aires alcanza
a un 52,5 % y la migración total a un 65,5 %, porcentaje del cual un 51,8
% pertenece a no nativos.1 En 1900 se calcula el saldo migratorio en
50.485 personas y en 1907 la cifra prácticamente se duplica, cuando
alcanza a 119.861 personas.2
La ciudad puerto se convierte en un importante centro de atracción para
el inmigrante recién llegado que, sin poder convertirse en propietario
de la tierra, se radica como arrendatario o peón en el medio rural, o
bien se instala en la capital para participar activamente de la vida
y de la actividad económica de la ciudad. Después de 1890 el crecimiento
de la población agrava el problema de la vivienda para los sectores
populares. A pesar de que Buenos Aires se extiende hacia la periferia,
formando nuevos barrios donde el trabajador puede aspirar a vivir
en una casa modesta, la mayoría de la población obrera vive en la zona
céntrica, en los conventillos o casas de inquilinato que proliferan
en la ciudad.
La histórica Plaza de Mayo se convierte en un poderoso imán para
atraer a los inmigrantes pobres y también a los porteños ricos que se
ubican en el centro. Los moradores de los conventillos prefieren la
plaza a causa de la proximidad a sus trabajos; y allí se radican porque
evitan gastos de transporte. Los ricos, aunque se mudan del sur al norte
de la plaza, tampoco quieren dejar la zona para irse a vivir a los suburbios.
La alta concentración de las instituciones políticas, económicas
y sociales en torno a la Plaza de Mayo, así como el prestigio social
que la zona encierra, ata a la clase alta al centro de la ciudad. “El
conventillo y el palacio tipificaban la evolución de los alrededores
de Plaza de Mayo.”3
El conventillo es el alojamiento obrero más usual y característico.
Es albergue para los recién llegados y sólo después de la electrificación
y unificación del sistema tranviario se acentúa el desplazamiento
de estos sectores hacia casas modestas situadas en los suburbios.
El Censo Municipal de 1904 indica que hay 11,5 personas por casa en la
Capital Federal, casi todas ellas de un solo piso. La estadística
nos informa que de los 950.891 habitantes de la ciudad, 138.188 viven en
las 43.873 habitaciones que componen las 2.462 casas de inquilinato
porteñas; es decir que, más del 10 % de la población citadina se alberga
en conventillos.
Una familia suele vivir en una o —a lo sumo— dos piezas,
por las cuales paga casi la mitad del salario que percibe entonces un
obrero.4 Los alquileres mantienen su tendencia alcista durante el
período de prosperidad que vive el país desde 1905. Hacia 1907 el precio
de una pieza triplica el de 1870. “Los costos de habitaciones humildes
eran ocho veces mayores que en París y Londres.”5
Las condiciones de vida en los conventillos
Las condiciones
en que se encuentran los conventillos en la primera década del siglo
XX no son óptimas y los alquileres que se pagan por vivir en ellos son
muy altos en comparación con el sueldo que ganan los trabajadores. De
todos modos, el estado de estas viviendas situadas en el centro de la
ciudad (no así el de las casas de inquilinato de los suburbios) resulta
superior al que tenían en 1870. En 1900 los conventillos suelen tener
un patio de cemento, baños y algunas duchas. De todos modos un informe
oficial de la época nos hace conocer que —a menudo— entre 20 y 70 personas
cuentan con una sola letrina para atender sus necesidades y “las emanaciones
amoniacales que se desprenden en su interior hacen experimentar malestar
y lagrimeo a los que penetran en ellas”.6 Los materiales de construcción
son mejores pero las habitaciones resultan más reducidas en tamaño.
La pieza más usual mide 4 por 4 por 6 metros, tiene escasa ventilación o no tiene ventanas. Suelen vivir en habitaciones de este tipo hasta 10 personas, frente a la indiferencia de las autoridades nacionales y municipales, quienes poco arbitran ante la violación de las ordenanzas sobre higiene, que hacen los dueños de los conventillos.
En 1903 el Informe de la Comisión Municipal de Higiene de Balvanera
Norte reconoce las deficiencias de las casas de inquilinato. Declara
entonces que “las habitaciones son de madera con techo de zinc, en malas
condiciones de conservación, sin pintura, sin blanqueo y sin ventilación.
Los pisos de los patios son ya de ladrillos asentados en barro, ya de empedrado
bruto o si no de tierra. Las paredes divisorias son de duelas de trozos
de tablas viejas o de chapas de hierro galvanizado […] En gran parte
de esas casas hay criaderos de gallinas y también existen palomares
contraviniendo una disposición prevista por las ordenanzas municipales.”7
El ya mencionado Censo Municipal de 1904, registra —por ejemplo— 559
casas de inquilinato sin baños y un promedio de un cuarto de baño con
ducha para cada 60 personas.8 No obstante, abunda la demanda de vivienda
en la ciudad de Buenos Aires, donde se radican unas 40.000 personas
anualmente, mientras apenas se construyen unas 1.500 casas nuevas por
año.9 Cada conventillo tiene un reglamento interno que suele fijar
condiciones arbitrarias a los inquilinos (prohibición de lavar ropa,
recibir huéspedes, tocar música, tener animales en las habitaciones).
El encargado del edificio tiene amplias atribuciones para inspeccionar
las piezas y cualquier infracción a las normas establecidas resulta
motivo suficiente para proceder al desalojo.
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