lunes, 9 de diciembre de 2019

Hipólito Yrigoyen ante la condición humana - Parte 1




Hipólito Yrigoyen, bautizado Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen, nació en Buenos Aires el 13 de julio de 1852. Era hijo de Martín Yrigoyen, un vasco francés carrero y cuidador de caballos, y de doña Marcelina Alem, hermana de Leandro Alem, el fundador de la Unión Cívica Radical y revolucionario caudillo federal y popular. Criado en un hogar sencillo, tuvo una cuidada educación en colegios de clérigos franceses y españoles. 

Era el mayor de los cinco hijos del matrimonio Yrigoyen-Alem, con dos hermanos –Roque y Martín–, y dos hermanas –Amalia y Marcelina–. Ayudaba a su padre en sus trabajos de cuarteador y carrero, en los suburbios porteños, y allí se conformó un carácter voluntarioso y disciplinado. Adolescente, trabajó como empleado en un comercio de tenderos, como conductor de tranvías, y ya estudiando derecho, en un estudio jurídico. Siguiendo a su tío Leandro, actuó políticamente en el autonomismo populista de Adolfo Alsina, que sería Vicepresidente de Domingo Faustino Sarmiento. Fue durante la Administración de éste último, que Yrigoyen fue designado comisario en la Parroquia de Balvanera, a los 20 años.

Finalizó sus estudios de abogado a los 25 años, asumió como diputado en la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires en 1877. En 1880, fue administrador General de Patentes y Sellos de la Nación por pocos meses, y luego será elegido diputado Nacional, por el partido del General Julio A. Roca. Al finalizar su mandato, decepcionado por la política pequeña de intrigas y acuerdos de conveniencia que vivió en la Legislatura, no volvió a ocupar cargos públicos. En esa década de 1880 a 1890, Yrigoyen realiza su etapa de recogimiento, retirándose de la vida pública, mientras ejerce la docencia en la Escuela Normal de Señoritas, y se dedica al estudio, la reflexión y las ocupaciones de campo.

Su reaparición es explosiva, porque participa como uno de los protagonistas en la Revolución de 1890. Y poco después, junto con Leandro Alem, funda la Unión Cívica Radical, el 2 de julio de 1891. A la muerte de Alem, asume la conducción de su partido. 

Es intransigente con el régimen de gobierno, al que juzga oligárquico, corrupto y fraudulento. Esa intransigencia lo conduce a la abstención electoral y al levantamiento armado de carácter revolucionario. Es en particular importante la Revolución de 1905, cuando Yrigoyen define el sentido y orientación de la “reparación fundamental” de la Nación, según sus propios términos; en esa oportunidad organiza un partido aguerrido y fuertemente conexionado en la abstención electoral y la resistencia armada.

Su empeño y coherencia, su honradez e inteligencia, lo convierten en un gran caudillo popular de la democracia. Gran organizador, incansable militante, misterioso conspirador, su figura va adquiriendo en las masas populares caracteres míticos: de palabra parca pero convincente, siempre referida a muy altos ideales, generoso y desprendido en el trato personal. Sus correligionarios lo admiran e idolatran; los enemigos lo respetan y lo temen por su intransigencia insobornable. Finalmente, como jefe de la oposición, la presión revolucionaria, la obstinada abstención de la intransigencia, obtiene del Presidente Roque Sáenz Peña en 1910 la sanción de la ley de sufragio universal y secreto, que lo llevaría a la Presidencia en 1916.

Luego del periodo constitucional del también radical Marcelo de Alvear, es nuevamente electo Presidente con amplísimo apoyo popular en 1928. El 6 de setiembre de 1930 es derrocado por un golpe militar, de tendencia fascista. Preso en la Isla de Martín García por disposición de la Dictadura, es absuelto y regresa a Buenos Aires, ya muy enfermo. Muere el 3 de julio de 1933, en medio de la congoja popular. Una multitud lo despide.


Desde el punto de vista de la historia de las ideas políticas y de la filosofía social en Latinoamérica, Yrigoyen es el político krausista por excelencia y el ejemplo más característico de esa corriente reformista y democrática. Su pensamiento y los modos de su conducta pública y privada, su personalidad y, en fin, su estilo humano, tienen los rasgos, en forma y sustancia, del krausismo como filosofía ética y modalidad de vida, tal cual se desenvolvió en la España del Siglo XIX. “Los krausistas vestían sobriamente, por lo común de negro, y componían el semblante, pareciendo impasible y severo; caminando con aire ensimismado, cultivaban la taciturnidad; y cuando hablaban, lo hacían con voz queda y pausada, sazonando sus frases con expresiones sentenciosas, a menudo obscuras; rehuían las diversiones frívolas y frecuentaban poco los cafés y los teatros” escribe José López Morillas (El krausismo español, pág. 54-55). Pero más allá de estos rasgos exteriores, que parecen pintar la figura del “Peludo”, como lo llamaban a Yrigoyen sus contemporáneos, el krausismo fue sobre todo, dice el mismo López Morillas en el libro citado, un “estilo de vida, una cierta manera de preocuparse por la vida y ocuparse de ella, de pensarla y de vivirla” (pág. 208).

Pero la gran vocación de Yrigoyen no es la contemplación filosófica, la escritura de tratados o ensayos, ni la ensoñación teórica alejada de la vida real. Es la política, como pensamiento conducente, y sobre todo la política como práctica. Ese proyecto político, que lo absorbe durante toda su trayectoria vital, no se limita ni se guía para adquirir, acrecentar o permanecer en el “poder” –palabra excluida del lenguaje yrigoyeneano–. Se funda, en todo caso, en una suerte de panteísmo democrático participativo, en la que el pueblo, conjugación armoniosa de individuos-ciudadanos libres, se gobierna a sí mismo completando su plena soberanía.

La dedicación política yrigoyeneana se asimila al apostolado, concebido como civismo de pedagogía social. Cuando sale de su recogimiento, en el período de peculiar monasticismo laico de los años ochenta, Yrigoyen define esa actitud: “Hace veinte años, salí de mi recogimiento a la convocatoria de la opinión pública nacional, y desde entonces, no me ha dado volver todavía a la normalidad y a la regularidad de mi vida” (segunda Carta a Pedro C. Molina, DHY, pág.89, en noviembre de 1909). De hecho, su existencia prosigue estrictamente en los hechos con una consistencia infrecuente ese camino de “sacrificio”, en el que “se confunde su autonomía con la de los demás, asumiendo y aceptando juicios y responsabilidades comunes” según el mismo lo confiesa en el mismo documento (pág.89).

Esa consagración a una “causa” emancipadora, de trascendencia ética, es conscientemente un camino a la autorrealización de su personalidad, a través de un intenso cuestionamiento interno, de reflexión racional y maduración conceptual. En los recogimientos “acentuados se forma el justo y levantado criterio, libre de todo prejuicio, y se acumulan las fuerzas morales y reales, que venciendo todos los obstáculos, concluyen por implantar transiciones superiores”, escribe Yrigoyen en la Primera Carta a Pedro C. Molina (DHY, pág. 81). Así se va conformando naturalmente, en los ejercicios de autodisciplina, una vocación política misional, o mejor, utilizando palabras de Yrigoyen, de “superior iluminación apostolar” (DHY pág. 79).


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